Letras
Halfdan Jebe
(Especial para el Diario del Sureste)
El arte musical ha tomado una cruel –pero justa– venganza contra los prácticos que, pensando que se trataba de un pozo, una mina o una vaca lechera, se organizaron, se unieron en sindicatos de obreros para explotarlo mejor.
El arte no se deja explotar. Es una soberana que decide vidas y destinos, que tiene sus estilos, modos y caprichos. El que la sirve, la sirve incondicionalmente, por amor. Si da una recompensa es porque ella la quiere dar, no porque la han merecido. En la mayoría de los casos, ella lo ignora, y la única recompensa es la propia conciencia, el noble orgullo de ser un artista en servicio de la reina, la sublime.
“Esto huele a tiempos de los zares y de las cortes” y hay quien contesta: “Está usted atrasado. El arte se ha vulgarizado, es propiedad de todo el mundo y artículo barato por de contado.”
“No –contesto yo– muy al contrario. El arte se ha vulgarizado, sí, ha sacudido el yugo del oropel de los palacios y de los templos, ocupa un lugar en la conciencia de los pueblos y manda con la autoridad de quien representa.”
“Y, ¿a quién y con qué autoridad manda y representa esta nueva reina?” Contesto: Con la autoridad no de un gobierno, no de un sabio ni de un pueblo, sino con la voluntad de toda la humanidad que, con mil errores, se respeta a sí misma, firma la carta de amor más cariñosa que jamás haya escrito a su amante, la bella Euterpe.
Esta reina, Euterpe, no se deja explotar. Nació de lo divino, es original. Lo que se explota es la reproducción. En tiempos pasados había la reproducción viva, la reproducción en escena y en concierto de una función repetida, cada vez rehecha de nuevo.
El actor o el músico deambulaba de lugar en lugar en busca del público nuevo. Hoy, la máquina se encarga de esta distribución y el artista descubre que ha construido su casa sobre cimientos falsos, porque esta casa se está derrumbando.
El arte, como la semilla, tiene la capacidad de vivir latente varios años. El arte vive latente porque es una virgen de eterna juventud entre largos períodos culturales. Cambia su traje, sus caprichos, sus instrumentos y hasta sus instrumentistas.
La humanidad, durante su larga vida de engaños, le ha erigido a ella, la reina amada, muchos altares y sigue erigiéndolos en su eterna sed de belleza y de ideal. Y entre nosotros, los llamados artistas, los sacerdotes del templo, siguen, como siempre, los falsos profetas explotando el anhelo y la ignorancia de la grey de los aficionados, de los enamorados.
Que alguna vez llegue una catástrofe, un reajuste, no es más que lo natural. Nos hallamos en un cambio de técnica radical y el desastre de todo un gremio de honrados, pero ingenuos servidores. Si algunos actores e instrumentistas han ganado materialmente por este cambio, la mayoría se ha quedado sin trabajo y sin pan, cruelmente abandonados por la reina soberana que no los necesita más. Ella se deja servir, pero no sirve a nadie.
Nace con esta situación, muy actual, el problema de la definición. ¿Quién es un artista? ¿Es el que ha aprendido el canto, el baile, la declamación o la música en una academia y que por esta superioridad se siente capaz de negociar estas facultades, para ganarse la vida con ellas? Puede ser y puede ser que no. Es más probable que no lo sea. Las más de las veces, el artista profesional es el peor enemigo del arte.
Aquí puede decirse: con todo el abuso de la radio, el cine y las máquinas de reproducción musical, que las nuevas condiciones prometen una sana depuración de los gremios de artistas que, no llamados por una vocación interior de fuego sagrado, no buscaron más que una profesión que no les ofrece ni el menor aliciente.
La suerte de los que han sufrido el primer choque de la máquina invasora, poderosa como nuevo tanque de guerra, es patético y merece simpatía. Miles y miles de honestos músicos han perdido el sustento de su vida que ya antes no era muy envidiable. Los actores están en el mismo caso. Les sucede a estos representantes del espejo cultural humano lo que al noble caballo sustituido por el automóvil advenedizo. Sí, entre los caballos, unos pocos animales de lujo se han quedado, gordos y mimados; salvados por el culto artístico que tenemos por esta bella y buena creación de la naturaleza, el caballo. Sí, unos cuantos de estos animales de lujo se han quedado al servicio de señores y autoridades militares, mientras que de los otros se ha hecho salchicha. No sucede lo mismo con las bandas de música, siempre al servicio oficial, reminiscencia de tiempos que se van.
Estas bandas inspiran compasión, mientras que camiones insolentes, tanques cargados de jazz y de mal gusto envenenador, invaden diariamente calles y parques pregonando mercancías sin sabor, en salsa de música endiablada, mientras que la generación actual de músicos de orquesta tiene que morir de hambre, de inanición y de fastidio.
Buscando igualarse socialmente con los honorables gremios de artesanos, cuyos trabajos y productos rinden beneficios materiales a los consumidores, los profesores de la música han tomado el primer paso falso en el camino funesto que debía, tarde o temprano, conducir a la bancarrota.
Las pretensiones y la protección de un sindicato son inútiles cuando nadie más solicita el trabajo, ni regalado.
Con el advenimiento de la máquina los tiempos han cambiado para el público, para los periódicos, para el arte. Los valores espirituales se miden con escala espiritual. No se pueden cotizar en peso, en tamaño ni en dinero. El reino del artista no es de este mundo y, si no puede encontrar una acomodación en él, ¿qué otra cosa le queda hacer, más que buscar el camino más corto para llegar a los planos astrales, más hospitalario? Este suicidio se ha cometido con perfecta resolución, artísticamente, de un modo espantoso.
Un gran número de instrumentistas se han despedido del arte, de corazón, y si siempre guardan el instrumento, cubierto de polvo en un rincón, es por las miserables migajas que aún puede producirle y no por el amor al arte, una felicidad que quizá nunca ha conocido. Odia su instrumento como la mujer caída odia al hombre. Él ha confundido el camino sembrado de espinas, que es el camino del arte, con el camino de respetabilidad social y ha caído en la murga de esta sociedad que no lo necesita.
El camino bohemio de los trovadores, gitanos, judíos, renunciando a una patria, una familia, al bienestar material y al respeto social, no le parecía digno de imitación. Él no quería ser artista humilde, quería ser burgués de categoría, y cayó en la casta de los parias de la sociedad humana.
Unos raros trabajos llamados “huesos”, mal pagados, y que los contratistas (malos músicos) se disputan como si fueran perros de veras, existen aún por la pereza y lentitud de las cosas; pero, con la difusión y la perfección de la máquina en sus varias formas, no se necesita gran perspicacia para pronosticar que se acerca el día cuando el trabajo gremial del músico no valdrá ni el precio del hierro viejo.
Diario del Sureste. Mérida, 14 de diciembre de 1935, pp. 3, 6.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]