Letras
José Juan Cervera*
Enunciar palabras hondas con la muerte junto a la pluma es un acto de remoción de la conciencia. La fragilidad que encarna toda forma de vida perturba las acciones cotidianas cuando un quebranto definitivo rinde las amarras del plano terreno. Quien emprende la partida y quien permanece para sobrellevarla fundan el ciclo de un lazo inédito en que la ausencia sublima los rigores del duelo.
La poesía es un filtro en que los trastornos del tiempo cobran fuerza expresiva y acento de comunidad, porque roza el universo sensible de las voluntades que se atienen a sus frutos para sondear con ellos las innumerables combinaciones en que el ser consciente ejerce los atributos de su esencia.
El vínculo filial, desde su asiento primario, acoge signos de crecimiento y canales de realización que contienen, en grado germinal, un sentido de honra que la descendencia consagra a la dadora de vida. La intensidad que lo estrecha y el sello que lo afirma son las luces cuyo brillo se apaga camino al umbral donde se instala el pasmo de la sangre moribunda.
La subjetividad herida encara el golpe de penumbra que invade el territorio del yo en aflicción: trasciende el desgarramiento íntimo que abraza un aire de familia, para trocarse en testimonio cuyos valores afinan un vuelo elegiaco sostenido en múltiples alas, porque los poemas que fundan su impulso en la entraña del sentimiento para desembocar en zonas de interés general adquieren el valor de patrimonio universalizado, por sintonizar con el inventario de la conciencia colectiva.
El campo textual es fértil en atestiguar la más amplia gama de transformaciones simbólicas, como las del círculo que se cierra en torno a la madre cuya partida del mundo conduce una nave metafórica –“barco nodriza en lento hundimiento”– con la prestancia de la pasajera que asume la vuelta al origen mientras contrae su figura en una cuna que la muerte arrulla. En este trance, la maternidad expande el fondo de sus significados integrándolos en una experiencia metafísica. El impulso de comunicar afectos mide sus límites a las puertas de lo ignoto: “Cómo conservar esta caricia inerte / tibia aún sobre mi cara, / saber si mis palabras fueron entendidas / por ese huraño corazón acorazado.”
La pérdida agita la atmósfera inestable, y el ánimo postrado domina sus contornos. La unidad rota se refleja en las manifestaciones de vida subsidiarias del alma cuyos pálpitos se transmutan en recuerdo, extendidas al margen del cuerpo que la ceniza adormece en partículas. Tras el repliegue del latido materno, de su tibieza en fuga y de su luz a la deriva, la pesadumbre se hospeda en el círculo familiar y enturbia sus superficies.
En la constelación desolada, las mujeres reunidas alguna vez en la casa desvanecen el rastro de su ruta, mientras emerge en lontananza el Teseo de las evocaciones afluyendo en ecos de una epopeya perdida, a punto de llamar a la que en otra hora lo acompañó en su travesía. Al peso de sus tribulaciones, los dolientes cumplen el ritual de la memoria en tributo de las presencias que arrebata la oscuridad espesa. “Arde el copal y el palo santo, / arden los cirios perfumados, / la luz se esparce hasta el último rincón / de las tinieblas.”
Si la muerte es asiento de rupturas, su tratamiento lírico pone en juego recursos que tienden a preservar vestigios de la claridad emboscada, y con ello a recuperar en cierta medida la intensidad de los cauces de su savia nutricia; atenúa el desconcierto que desatan los arcanos del sepulcro, inmensa nebulosa que la pluma se afana en interrogar con los medios a su alcance. La autora comparte el resultado en su versión de los agobios de la penumbra en las páginas que ofrendan su palabra.
*Texto leído durante la presentación del poema Penumbral, de Zulai Marcela Fuentes (Mérida, Moira Ediciones–Editorial Sociedad Lunar, 2024), que la autora escribe en memoria de su madre, Zulai Ortega Puerto. La portada y las ilustraciones interiores son de Wojtek Kowalczyk. La edición incluye fotografías. El acto se realizó en la Biblioteca Pública Central Estatal Manuel Cepeda Peraza, de Mérida, Yucatán, el 22 de agosto de 2024.