Letras
XXVIII
VIENTO
Ya no me acuerdo qué día de la quincena pasada se desató un vendaval casi interminable, propio de vísperas de Semana Santa. Como medida de precaución fue necesario desconectar algunos aparatos porque la energía eléctrica se fue y regresó cinco, seis veces a lo largo de las horas que duró el fenómeno. En consecuencia, el interior de las casas se impregnó de polvillo rojo y en los frentes hubo cuantiosa acumulación de basura.
Tratando de desajenarme de estas prosaicas cuestiones, desde una ventana dirigí la mirada hacia el jardín. Las copas de los árboles parecían bailar un minuet ejecutando continuas reverencias; el olmo, joven aún, fingía quebrar su cintura y enseguida recuperaba desplante. Así, una sucesión de imágenes fue concebida a causa del impulso del aire, ese día.
¡Viento de agua! acostumbraba anunciar mi abuelo, según recuerdos de infancia. Al instante, el aire cobraba fuerza, un deleite con olor de tierra húmeda invadía el espíritu y la caída de la lluvia era recibida como forma de felicidad arrojada desde el cielo.
En las temporadas de verano en Progreso, el chikin-ik (en maya, chikin: poniente, ik: viento malo) es sinónimo de mal agüero porque indica tiempo perjudicial para las embarcaciones. El ik también tiene la característica de cubrir de color amarillo la tarde y de dañar los cultivos de los campesinos.
A finales del verano, los vientos en la playa originan continuas tormentas (en otras partes se les conoce como monzones) que pueden transformarse en huracanes devastadores. En mil novecientos ochenta y ocho me tocó vivir el ciclón Gilberto en Mérida. Esa noche, durante su trayectoria, se escuchaba el estrépito de objetos que llegaban volando quién sabe desde dónde y cómo los ruidos se alejaban para regresar luego con más ímpetu. Lo que jamás podré olvidar es el ulular del viento: por ratos era atronador, por instantes parecía gemido. Hubo un momento, el más impresionante, en que unos sonidos indescriptibles se esparcieron como si fueran presagio de la voz de Dios en el Juicio Final.
Una sensación diferente produce el tornado, viento iracundo sin agua que nace de la superficie de la tierra y crece en columna hasta expandirse en las nubes. Su violenta rotación puede arrasar animales, automóviles y casas. Un ejemplo inolvidable dentro del término ficticio es la escena en que la casa de Dorothy gira en torbellino, en la película El mago de Oz.
Cuando el sol se oculta y la temperatura desciende, la velocidad del viento disminuye, se torna en brisa que es un aire refrescante, un viento menor. La brisa del atardecer junto al mar es caricia que apenas roza. En vocabulario de pescadores, brisita es el fresco matinal, placentero, soplo de la aurora que decía el poeta Manuel Acuña, y brisote, así, pronunciado en masculino, es la brisa intensa que crece conforme avanza la noche.
Hermanos menores de la brisa son el hálito: soplo suave y apacible del aire; el soplo: acción del aire que contiene ligereza, y el aliento: aire que se respira, que tiene y da vida. Descendientes directos del viento, los remolinos que provoca la sequía: movimientos giratorios de mayor a menor, de estampa visual geométrica y acción instantánea, rumorosa; las turbonadas en el mar: vientos repentinos, veloces y fugaces que pueden traer consigo descargas eléctricas con lluvia. Al respecto, una revista científica de la Universidad de Colorado sugiere la posibilidad de que la separación de aguas del Mar Rojo durante el éxodo de Moisés se haya debido a la potencia del viento del Este.
En sus distintas manifestaciones, el viento ha sido prolífico motivo de inspiración en literatura.
García Márquez crea uno de los momentos mágicos de Cien años de soledad cuando describe la ascensión de Remedios, la Bella, sostenida en el viento “entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella…”
Almudena Grandes, en Los aires difíciles, envuelve el tema del amor con la precipitación de los vientos siroco, levante, mistral y tramontana.
Francoise Mauriac, cansado de la agitada vida parisina, se retira a vivir al campo donde “jugaba a adivinar la dirección del viento por los olores que trae.»
Prevalece la duda de si Eolo, dios griego de los vientos, guiñara un ojo mientras Pablo Neruda escribía:
Escucha cómo el viento
me llama galopando
para llevarme lejos.
Con tu frente en mi frente,
con tu boca en mi boca,
atados nuestros cuerpos al amor que nos quema,
deja que el viento pase sin que pueda llevarme.
Casi al anochecer, el vendaval al que me refiero al principio menguó su brío y decrecieron también pensamientos que pretendieron viajar en globos aerostáticos, veleros, aviones, papalotes, molinos, estrellas fugaces: siluetas del viento de menor impacto.
Suspendidas en la imaginación quedaron para siempre la majestad del albatros, las alas abiertas de la gaviota y el ilimitado vuelo de la paloma, señales divinas del viento.
Marzo de 2011
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…