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Víctimas de la letra

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Letras

José Juan Cervera

Para Gabi, con gratitud

Las expectativas que un libro puede incitar ante su lectura son tan variadas como sus efectos, por lo que es erróneo atribuirle valores unívocos, más aún si revisten apreciaciones morales cuyos juicios rondan campos ajenos a la literatura. Para comprender estos intentos de codificar el sentido de los textos en una dirección que determina un orden externo, es útil situarse en el marco histórico que sostiene el objeto tratado, porque puede indicar mucho acerca de las luchas ideológicas de su tiempo, que en su impetuoso despliegue arrastran consigo las realizaciones del proceso artístico y comprometen voluntades opuestas entre sí.

La Francia decimonónica amasó el prestigio de autores que sobresalieron gracias a su genio creador, pero también brindó espacio a otros que lograron renombre en proporción de la calidad de su trabajo y de factores adicionales asociados con estos procesos. En este medio tan competido, hubo quienes incorporaron la figura del escritor como protagonista de sus novelas y cuentos, recreando las vicisitudes de sus compañeros de oficio, con las satisfacciones y las desventuras que se alternan en su vida pública y privada. Un título que acoge caracteres de esta índole es Los crímenes de la pluma, de Raoul de Navery, el cual reclama una lectura especial por las reflexiones que despierta.

Raoul de Navery es el seudónimo que adoptó Eugénie Caroline Saffray (1831-1885) quien, según los apuntes biográficos que dan cuenta de ella, tuvo una formación católica muy estricta, lo que manifiesta claramente en sus escritos. La novela de la que se trata aquí distingue los conceptos del bien y del mal de manera tajante, y los aplica como si constituyeran atributos inmanentes de los libros, dando a entender que, por su contenido, unos guardan poderes bienhechores y otros son esencialmente nocivos, sin mediaciones ni matices que atenúen la naturaleza que les aplica. Su argumento adopta tintes melodramáticos que al menos imprimen un signo de coherencia en todo el relato.

El protagonista es un escritor cuyos libros le reportan fama y fortuna, pero son nocivos por describir vicios y delitos, engaños y abusos que sus personajes encarnan, ejerciendo un influjo malsano en sus lectores, es decir, pasan a ser obras corruptoras y disolventes que acaban por cobrar factura al autor en su vida doméstica y en la estima pública. El desenlace de la historia se vuelve previsible cuando, después del desastre afectivo y la ruina, sobreviene el arrepentimiento de quien inoculó el veneno de la perversidad entre sus conciudadanos.

La contraparte del hombre de letras que experimenta un vuelco imprevisto en su destino, doloroso y abrumador, se hace visible en una autora de obras edificantes que también enfrenta sus propias desventuras, pero al fin se sobrepone a ellas, y que por sus características induce a pensar en una proyección que la propia Saffray–Navery deslizó en sus páginas, dejando la huella de su persona. Este hecho podría interpretarse como rasgo distintivo de una labor profesional asumida en términos de un apostolado que subordina la eficacia narrativa a propósitos que imponen una meta preferible a consideraciones de orden estético.

La novela de Navery denota atractivo en sus motivos, anécdotas y peripecias, pero pierde fuerza cuando convierte a sus personajes en recurso de propaganda religiosa, confinándolos en un esquema de rigidez que afecta la recepción de la obra, porque se guía en criterios que presuponen valores de una profesión de fe que, aun cuando nada impide su presencia en un texto de este género, siempre implica el riesgo de causar un desequilibrio en el conjunto que representa.

En su capítulo XIV, se advierte también un rechazo airado de los movimientos que se centran en reivindicaciones sociales, en particular de acontecimientos propios de aquella centuria; tal es el caso de la Comuna de París, aludida en un discurso de arrepentimiento del protagonista, que a su entender obnubiló a las masas “bajo pretexto de liberación”.

Si se evocan las corrientes literarias que disputaron la atención de los lectores en el siglo XIX, es inevitable reconocer el empuje que cobró el naturalismo como vertiente que extrae su materia prima de la realidad social en todas sus expresiones, incluyendo en ellas las que los sistemas de moralidad tradicionales juzgan censurables. Desde este punto de vista, las obras emanadas de una fuente perniciosa deben ser combatidas. Es así como las letras terminan por convertirse en una trinchera más para defender prácticas piadosas y compromisos de fe.

Bajo la misma premisa, y entre el sinnúmero de tribulaciones que la trama registra, los crímenes que se fraguan a la sombra de la pluma exceden el terreno de las ficciones de entretenimiento masivo dejándose ver en otras modalidades, como la carta anónima, el libelo ominoso y la gacetilla infamante, variedad que engrosa los peligros que acechan tras el acto de leer.

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