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Viajes a Yucatán – XXVI

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XXVI

PRIMER VIAJE A YUCATÁN

(1839)

Continuación…

CAPITULO XVII

Ruinas de Kabah.-Descripción general.-Plan de las ruinas.-Gran Teocali.-Aposentos arruinados.-Gran vista.-Terraza y edificios.- Grupos de edificios.-Jeroglíficos.-Rica fachada.-Dinteles de madera.-Estructuras singulares.-Aposentos, etc.-Lozanía de la vegetación tropical.-Edificio llamado la Cocina.-Grupo majestuoso de edificios.-Aposentos, etc.-Arco solitario. -Una serie de edificios.-Aposentos, etc.-Impresiones de la mano roja.-Dintel esculpido.-Instrumentos que usaban los aborígenes para grabar en madera.-Estructura arruinada.-Adornos en estuco.-Gran edificio arruinado.-Curiosa cámara.-Quicios esculpidos.-Otro testimonio en favor de estas ciudades arruinadas.-Última visita a Kabah.-Su reciente descubrimiento.-Gran osario.-Procesión funeraria.-Baile de día.-Procesión de las velas.-Escena final.

En el entretanto proseguíamos con nuestros trabajos en Kabah, y constantemente estábamos inquiriendo de los indios noticias sobre más ruinas. En esto nos fue de mucho auxilio el padrecito, y, a decir verdad, a no ser por él y los informes que nos proporcionó, acaso jamás hubiéramos descubierto algunos de los lugares descritos en estas páginas. Tenía ocho indios sacristanes, escogidos entre lo más respetable de su clase, para el servicio de la iglesia, y cuando no se empleaban en ayudar misas, salves o entierros, pasaban su tiempo ocioso cerca de nuestra puerta, siempre animados con un trago de aguardiente. Muy contentos venían cuando los llamábamos, pues como conocían a todo el pueblo y el punto donde cada indio tenía su milpa, de ellos nos valíamos para hacer nuestras indagaciones. Todas las ruinas que se hallan esparcidas en el país son conocidas de los indios con el nombre general de «Klab-pak», que quiere decir «paredes viejas». Las noticias que obteníamos eran por lo regular tan confusas, que no acertábamos a formarnos una idea de la extensión y carácter de las ruinas. No podíamos establecer ningún criterio para dirigir nuestro juicio, pues los que nos hablaban de unas ruinas, acaso no conocían más que ésas, de modo que era preciso verlas todas para poder juzgar con cierto grado de fijeza; y nos encontrábamos también muy perplejos, perplejidad cuyo tamaño apenas se acertaría a concebir, por la extraordinaria ignorancia de blancos e indios respecto de la topografía de sus inmediatas cercanías. Aunque el lugar distara pocas leguas del pueblo, jamás le habían visitado ni sabían nada de él, y la mucha dificultad que encontrábamos en averiguar la respectiva posición de los diversos lugares entre sí, no podíamos combinar un plan de ruta que abrazase a varios de ellos a un tiempo. Tuve que hacer una visita preliminar a todos los lugares de que nos hablaban, y me encontré con que aquellos, de los cuales más esperaba, no valían la pena de explorarlos, mientras que de los otros de los que nada o muy poco esperaba, resultaban ser interesantísimos. Casi todas las tardes, cuando regresábamos al convento, entraba el padrecito dándonos plácemes de «buenas noticias, otras ruinas». Una vez fueron tantas y tan repetidas las »buenas nuevas», que envié a Albino a hacer una excursión de dos días con el fin de que se informase visiblemente del estado de las ruinas, de las cuales nos habían dado noticia. Volvió dando cuenta de su comisión de un modo que justificó la buena opinión que yo tenía de su inteligencia y actividad, pero trajo una pierna maltratada por haber trepado un cerro, accidente que le inhabilitó de todo servicio por algunos días.

Como estas páginas se encontrarán acaso demasiado difusas, omito la descripción de estas excursiones preliminares, y sólo presentaré al lector la extensa línea de ciudades arruinadas, por el orden con que las visitamos con objeto de explorarlas. Chichén era el único punto del cual hubiésemos oído hablar en Mérida, y también del único del cual sabíamos con certeza antes de embarcarnos para Yucatán, en donde nos encontramos con un vasto campo de ruinas que mediaba entre Mérida y Chichén. Para no andar en más dilaciones, procederé de una vez a dar una descripción de las ruinas de Kabah.

El camino real de Nohcacab a Bolonchén pasa por en medio de las ruinas, y del camino sale una vereda que conduce a una milpa y también lleva a las ruinas que yacen a la izquierda de aquél. Siguiendo esta vereda, el primer objeto que se presenta a la vista es el gran Teocali, pintoresco, arruinado y cubierto de arboleda; y como la casa del enano, alzándose por encima de los demás objetos comarcanos. Mide su base ciento ochenta pies cuadrados, y se eleva en figura piramidal hasta la altura de ochenta pies. Al pie existe una línea de cuartos arruinados, y los escalones de su gran escalinata están todos destruidos y llenos de piedra suelta, de suerte que su ascenso es muy difícil, excepto de uno de los lados que se facilita un poco con la ayuda de los árboles que allí crecen. Desde su cima se goza de una hermosa vista. La primera vez que subí, fue de tarde cuando el sol estaba al ponerse y los edificios proyectaban sobre el llano sus prolongadas sombras. Al N. S. y E. confinan la vista grupos de colinas, y en una parte de las ruinas se veía un rancho, de modo que el único indicio que allí se observaba de la habitación del hombre, era la lejana iglesia del pueblo de Nohcacab, que se levantaba sobre la arboleda que cubría la llanura. Dejando a un lado el Teocali y siguiendo de nuevo la vereda por distancia de tres o cuatrocientos pies, se llega a una terraza de veinte pies de alto, cubierta de arboleda: la subimos, y salimos a una plataforma de doscientos pies de ancho y ciento cuarenta y dos de profundidad, con un edificio situado sobre su centro, con el frente hacia nosotros. A la derecha de la plataforma, cerca de este edificio, hay un elevado grupo de estructuras, ruinosas y cubiertas de árboles, que tienen en su parte posterior una inmensa pared que nace del borde mismo y desciende perpendicularmente hasta el pie de la terraza. Hacia la izquierda hay otro grupo de edificios, no tan grandes como los de la derecha, y en el centro de la plataforma se observa un cerco de piedra sólida de veintisiete pies de alto, parecido al que rodea la picota en Uxmal, que al examinarla observamos que la hilera de piedras próxima a su base estaba esculpida, y presentaba una línea continua de jeroglíficos.

Del centro de la plataforma se alza una escalinata compuesta de veinte escalones de piedra, de cuarenta pies de ancho, que conduce a la parte superior de la terraza, sobre la cual está el edificio ya mencionado. Este edificio presenta un frente de ciento cincuenta y un pies, y al momento que le vimos nos llamó la atención la extraordinaria riqueza y adornos de su fachada. En todos los edificios de Uxmal, sin excepción ninguna, las fachadas son de piedra lisa hasta la cornisa que pasa por encima de las puertas, pero ésta se hallaba toda adornada desde su misma base.

Ha caído al suelo la mayor parte de esta fachada, pero de la parte del N aún existe una porción de unos veinticinco pies, que aunque no del todo entera y completa, es suficiente para dar una idea de la brillantez de los adornos que la decoraban.

Los adornos son del mismo carácter que los de Uxmal, igualmente complicados e incomprensibles, y si tomamos en consideración que toda la fachada estaba decorada de esculturas, aun la parte que ahora yace enterrada debajo la cornisa inferior, no hay duda que debe haber presentado una vista mucho más rica y magnifica, que ninguno de los edificios de Uxmal. La cornisa que corre por encima de las puertas, juzgada con arreglo a las más severas reglas del arte reconocidas entre nosotros, embellecería la arquitectura de cualesquiera de las épocas conocidas. Allí existe, en medio de una masa de barbarismo, de rudas y toscas concepciones, como una ofrenda que presentan los constructores americanos a la aceptación de un pueblo culto.

Los dinteles de las puertas son todos de madera, y todos se hallan destruidos, sin que exista ni un solo adorno de los que los decoraban, los cuales, sin duda alguna, corresponderían con la belleza de la escultura del resto de la fachada. Todo yace ahora al pie de la pared, un montón de escombros y ruinas.

Sobre la parte superior existe una estructura que, vista a cierta distancia por entre los árboles, parecía formar un segundo piso, pero que nos recordó, cuando nos aproximamos y la distinguimos con claridad, las elevadas estructuras que se observan sobre el techo de algunos de los edificios arruinados del Palenque.

No era materia de poca dificultad el acceso a este elevado edificio, pues ni dentro ni fuera de él había escalera ni medio alguno de comunicación visible; pero por la parte posterior habían venido al suelo el techo y paredes, y formaban cerros de escombros, que casi llegaban hasta arriba. El trepar por estos inseguros cerros no estaba exento de peligro, porque muchas de las partes del mismo edificio que parecían firmes y sólidas, no tenían la seguridad que prestan aquellas que han sido construidas conforme a los verdaderos principios del arte: algunas veces era imposible descubrir el punto de apoyo de aquellas masas desordenadas, que realmente aparecían sostenidas por una mano invisible. Mientras nos ocupábamos en despejar el techo de la arboleda que lo cubría, cayó un aguacero intempestivamente, y al bajar para ir a refugiarnos en una de las piezas inferiores, se desprendió una piedra que me hizo rodar junto con ella al suelo. Afortunadamente debajo había un montón de ruinas que casi se alzaban hasta el techo, circunstancia que me salvó de una caída cuyas consecuencias, si no fatales, hubieran sido bastante serias. La expresión que se manifestaba en la faz de uno de los indios que nos acompañaban, al verme rodar hacia abajo, probablemente no era más que una ligera reflexión de la mía.

La estructura que está sobre el techo de este edificio tiene cosa de quince pies de alto y cuatro de grueso, y se extiende a lo largo de la pared posterior de la línea de piezas del frente del edificio. Se halla derrumbada en muchas partes, pero visto y examinado de más cerca nos confirmó en su semejanza general, que de lejos habíamos observado, con las estructuras arruinadas que existen encima de algunos edificios del Palenque. Estas últimas eran de estuco, las otras eran de piedra, pero más sencillas y de mejor gusto. No creo que se hayan construido con el objeto de que formasen una parte esencial del edificio sino para darle mejor aspecto y producir mayor efecto.

Ya he dicho que nos sorprendió bastante la primera vista de la fachada de este edificio. Subimos los escalones, y deteniéndonos en la puerta del centro no pudimos menos de arrojar una exclamación de sorpresa y admiración. En Uxmal no se observaba ninguna variedad: el interior de todas las piezas era el mismo. Allí se nos presentó a la vista una escena enteramente nueva. Consiste aquel salón de dos piezas paralelas que se comunican por medio de una puerta que está en el centro: la que está situada al frente tiene veintisiete pies de largo y diez pies, seis pulgadas de ancho; y la de la parte interior mide los mismos pies de largo, y es un poco más angosta. El piso de esta pieza interior está elevado dos pies, ocho pulgadas sobre el nivel de la exterior, y se sube a ella por dos escalones labrados en una sola pieza de piedra, figurando el primero un rollo de papel. Las partes laterales de los escalones, lo mismo que la pared que corre debajo de la puerta, están adornadas de esculturas. El diseño es bonito y gracioso y produce muy buen efecto.

Aquí comimos el primer día en memoria del antiguo propietario de este edificio, y como sus dominios carecían de agua, tuvimos que hacerla traer de los pozos de Nohcacab.

De lado y lado de la puerta central había una puerta que comunicaba con otros aposentos, compuestos cada uno de ellos de dos piezas, una interior y otra exterior, teniendo aquella el piso más elevado que ésta, pero sin escalones; y el solo adorno que se observa, es una hilera de pequeñas pilastras de unos dos pies de alto, que están debajo del nivel del umbral de la puerta y corren por toda la circunferencia de la pieza exterior.

Esta no es más que una breve descripción de la fachada y aposento del frente, que apenas ocupan la tercera parte del edificio. En la parte posterior del mismo y bajo un mismo techo, hay dos líneas de aposentos de iguales dimensiones a las que acabamos de describir con un área rectangular al frente. La forma del edificio es casi cuadrada, y aunque presenta menos frente ocupa más terreno que la casa del gobernador, pues la pared central está compuesta de una masa sólida, y probablemente contiene también este edificio una piedra esculpida que aquélla por la abundancia profusa de sus adornos. El resto del edificio está en un estado mucho más ruinoso que el que hemos descrito: las paredes extremas se han venido abajo, juntamente con el techo y todo el otro frente, llenando el interior de las piezas con tal cantidad de escombros, que nos fue imposible sacar el plano

De aquel lado está la terraza del todo cubierta de arboleda y maleza, y algunos de los árboles han echado raíces entre los fragmentos y crecen en el interior de las piezas.

Uno de estos árboles es de los que llaman álamos, que forma con el ramón uno de los principales sustentos del caballar de aquel país. Está pegado a la pared del frente, y sus raíces, desprendidas del tronco principal y penetrando por entre las hendiduras y grietas, se han vuelto con el transcurso del tiempo otros tantos troncos secundarios que, según van creciendo y engrosando, van también deshaciendo y desbaratando la pared y llevándose consigo enlazadas entre sus innumerables vueltas, grandes piedras que ahora mantienen aseguradas y elevadas en el aire: al mismo tiempo sus raíces se han agarrado de tal modo a los cimientos, que forman el único apoyo en que estriba la pared. Es imposible describir ni representar con exactitud la manera con que circuyen y rodean con dura presión a estas piedras esculpidas las nudosas y retorcidas raíces del árbol.

He aquí una breve descripción del primer edificio de Kabah. A muchas de estas estructuras han dado los indios unos nombres estúpidos, sin sentido ni significación, y que no hacen ni tienen referencia de ninguna clase con la historia o la tradición. A este edificio le llamaban Xcoopook, que significa sombrero de paja doblado, nombre que alude al estado dilapidado y aplanado de la fachada y la ruina total de la pared posterior.

Bajando por el ángulo posterior de la parte posterior de la terraza, a unos cuantos pasos de distancia, se alza un montículo deteriorado y cubierto de vegetación, con un edificio arruinado situado sobre su cima; al cual dan los indios el nombre de Cocina, porque dicen, que tenía sus chimeneas para desahogar el humo. Conforme con sus descripciones debe haber presentado un aspecto curioso, y era una lástima que no hubiésemos llegado un año antes, época en que todavía estaba en pie. En las últimas lluvias se habían refugiado en este edificio una tarde para guarecerse del agua, unos arrieros de Mérida que recorrían el país en busca de maíz, habiendo soltado previamente a sus mulas a pastar entre las ruinas. Durante la noche, se desplomó el edificio, pero afortunadamente escaparon ilesos y en medio del agua y oscuridad, abandonando a sus bestias, echaron a correr como mejor pudieron y llegaron gritando a Nohcacab, que el demonio estaba en las ruinas de Kabah.

A la izquierda de este cerro hay una escalera que desciende al área de una segunda casa, y a la derecha está situado un grandioso y majestuoso grupo de edificios, que no llevan ningún nombre, y que, cuando enteros y en pie, eran acaso la estructura más imponente de Kabah. Su base mide ciento cuarenta y siete pies por un lado, y ciento seis por el otro, y se compone de tres cuerpos, uno encima del otro, y, el segundo menor que el primero y el tercero menor que el segundo, con una ancha plataforma al frente. A lo largo de la base, por todos los cuatro costados, hay una línea no interrumpida de cuartos cuyas puertas están sostenidas por pilastras, y del lado que enfrenta a la primera casa descubrimos un objeto nuevo e interesante.

Era éste una gigantesca escalinata de piedra que se alzaba hasta el techo, sobre el cual estaba asentado el segundo edificio. Esta escalinata no formaba una masa sólida que descansase sobre las paredes del montículo, sino que se apoyaba y sostenía sobre la mitad de un arco triangular que nacía del suelo y descansaba del otro lado sobre la pared, de modo que dejaba el paso libre por debajo. Esta escalinata no era tan solo interesante por su grandiosidad y la novedad de su construcción, sino que también nos explicaba lo que hasta entonces no habíamos acertado a comprender respecto de la escalera principal de la casa del enano en Uxmal.

Los escalones de esta escalinata se han caído todos, y se sube por ella como por un plano inclinado. Los edificios a los cuales conduce están arruinados todos, y muchas de las puertas tan obstruidas, que apenas dejan hueco suficiente para penetrar en el interior. Ocupados una vez en despejar los escombros para poder sacar un diseño del plan del edificio, vino un aguacero que nos obligó a refugiarnos dentro de uno de los cuartos, donde permanecimos encerrados y casi sofocados por más de una hora, yo y todos los indios, respirando una atmósfera húmeda e insalubre.

Las puertas que miran al N. están enfrente de la segunda casa, cuya área o plataforma tiene de largo ciento setenta pies y ciento diez de ancho, y una elevación de diez pies sobre el suelo. Como acababa de estar sembrada de maíz, estaba bastante despejada. Este edificio está situado sobre una terraza más elevada, a cuya base, por una extensión de ciento sesenta y cuatro pies corre una línea de cuartos, cuyas puertas se abren sobre la plataforma. La pared frontal y el techo de estas piezas han caído casi todo.

Una escalera arruinada se eleva del centro al techo de estos cuartos que forman la plataforma, que se extiende al frente del edificio principal. Esta escalera, como la última, está apoyada sobre la mitad de un arco triangular precisamente igual al otro ya mencionado. Todo el frente está adornado de esculturas, y los adornos mejor conservados son los de la puerta del cuarto del centro, que está debajo de la escalera.

Dos de las puertas del edificio principal tienen pilares, y aquella fue la primera vez que observamos que se había hecho uso de ellos como apoyos, como es debido y conforme a las reglas de arquitectura, contribuyendo de esta suerte a aumentar el interés que nos causaron otras novedades que allí descubrimos. Estos pilares, no obstante, eran toscos y rudos, y sus capiteles y pedestales consistían en trozos cuadrados de piedra, y carecían de aquella majestad y grandeza arquitectónica que, en otros estilos de arquitectura, va siempre unida a la presencia de estos objetos; pero no estaban desproporcionados y decían bien con lo bajo del edificio. Los dinteles de las puertas eran de piedra.

Dejando este edificio y atravesando un llano lleno de árboles y matojos, a distancia de trescientas cincuenta yardas, se halla la terraza de la tercera casa. La plataforma de esta terraza también había estado sembrada de maíz, y poco trabajo costó despejarla, Los árboles que crecían sobre el frente de este edificio le daban un sombrío tan hermoso, que sentimos tener que cortarlos, y sólo lo hicimos con aquellos que era estrictamente necesario para despejar la vista. Mientras Mr. Catherwood se ocupaba en dibujarlo, vino un aguacero, y como acaso no hubiera sido fácil obtener otra vista por medio de la cámara oscura, continuó su trabajo guarecido de un capote ahulado y un paraguas sostenido por un indio. El aguacero fue tan fuerte cuanto repentino, como a menudo acontece en los climas intertropicales, y bastaron unos cuantos minutos para que el piso se anegase completamente.

Llaman los indios a este edificio la Casa de la Justicia. Tiene de largo ciento trece pies, y contiene cinco cuartos de veinte pies de largo y nueve de ancho cada uno, construidos todos en un estilo llano y sencillo. También el frente tiene el mismo estilo, exceptuando los pilares embutidos en las paredes intermedias de las puertas, de que ya hemos hecho mención, y otros grupos de pilares también más pequeños, que se observan en la parte superior y en los extremos del frente, que presentan un adorno sencillo y bastante elegante.

Además de éstos existen del otro lado del camino real, restos de otros edificios en muy ruinoso estado, pero que comprenden un monumento acaso más curioso e interesante que ningún otro de los descritos hasta aquí. Es un arco solitario de igual forma a los demás y de catorce pies de vuelo. Está situado sobre un montículo que no tiene conexión con ninguna otra estructura, grandioso y solitario. Un denso velo cubre su historia, pero allí está, en medio de tanta desolación y soledad, en medio de las ruinas que lo rodean, como el orgulloso recuerdo de un triunfo romano: acaso, como el arco de Tito que hasta el día se eleva por encima la vía sacra en Roma, se erigió en conmemoración de alguna victoria.

Estos eran los restos principales que existían de este lado del camino real, los únicos que conocían nuestros guías y los únicos a donde nos condujeron; pero del otro lado del camino se observan todavía, ocultos entre la arboleda, montones de ruinas de edificios que antes eran sin duda de un carácter más grandioso, que este de que hemos hablado.

La primera vez que los vimos fue desde la cumbre del gran Teocali. Bajamos al camino real hasta encontrar una vereda que está en la misma línea del arco triunfal, la cual conduce a dos edificios pequeños y poco adornados, que están metidos dentro del cerco de una milpa. Forman ángulo recto uno con otro, y a su frente hay un patio en que se ve una gran oquedad, como la boca de una cueva, a cuya orilla crece un árbol. Se hizo memorable mi primera visita a aquel sitio por una brillante hazaña de mi caballo. Cuando desmontamos, Mr. Catherwood puso el suyo a la sombra, el Dr. Cabot en uno de los edificios, y yo amarré el mío a este árbol. Al volver por la tarde en busca de ellos el mío no parecía, y nos supusimos que se lo habían robado; pero al aproximarme al árbol vi que el cabestro estaba todavía amarrado a él, y por consiguiente se desvaneció esta suposición, pues era mucho más probable que un indio dejase el caballo y cogiese el cabestro, que viceversa. El cabestro caía dentro de la boca de la cueva, y mirando por ella hube de ver al caballo colgado de la otra extremidad, y que manteniéndose con la cabeza y el pescuezo estirados en toda su extensión, apenas tenía soga suficiente para sostenerse en pie y no ahorcarse. Uno de sus costados estaba todo pelado y lleno de tierra, y tal parecía que se había roto hasta el último hueso; pero cuando lo sacamos observamos, que excepto uno que otro raspón, no tenía ninguna lastimadura de consideración; y al contrario, jamás se portó con tanto brío y denuedo como cuando lo monté aquella vez y regresé con él al pueblo.

Además de estos edificios, ningún indio sabía nada de otras ruinas. Apartándonos de ellos y tomando el rumbo del O., después de atravesar un espeso bosque donde nada se podía distinguir, guiado por las observaciones que habíamos hecho en la cumbre del gran Teocali, y pasando luego por un pequeño edificio arruinado con una escalera que conducía al techo, llegamos a una gran terraza de unos ochocientos pies de largo y como cien de ancho. Esta terraza, además de estar cubierta de arboleda, abundaba en zarzales, espinos y la agave americana con sus puntas tan agudas como la de una aguja, circunstancia que nos imposibilitó de movernos libremente sin antes ir abriendo camino paso por paso.

Dos edificios había sobre esta terraza: el primero tenía doscientos diecisiete pies de largo con siete puertas en el frente, las cuales comunicaban con otras tantas piezas incomunicadas excepto la del centro, que conducía a un aposento compuesto de dos cuartos, cada uno de treinta pies de largo. Por la parte posterior había otras piezas con puertas que miraban a un patio, de cuyo centro nacían, formando ángulo recto, dos alas de edificios que terminaban en un gran cerro artificial arruinado. Todo el frente de este gran grupo parecía haber estado más adornado que ninguno de los edificios descritos, excepto el primero; pero desgraciadamente estaban también más dilapidados. Las puertas tenían dinteles de madera, casi todos por los suelos.

Al N. de este edificio hay otro de ciento cuarenta y dos pies de frente y treinta y uno de profundidad, con corredores dobles que se comunicaban entre sí, y una gigantesca escalinata en el centro, que sube hasta el techo, sobre el cual se notan las ruinas de otro edificio. Las puertas de dos de las piezas centrales yacen debajo del arco de esta gran escalinata, y en el de la derecha nos volvimos a encontrar con la impresión de la mano roja, no una, o dos, o tres, como en otros lugares, sino que toda la pared estaba cubierta de ellas, claras y brillantes, cual si acabaran de hacerse nuevamente.

Todos los dinteles de las puertas son de madera, están en su sitio correspondiente, y la mayor parte en buen estado. Las puertas estaban obstruidas de tierra y escombros, y la más próxima a la escalinata, llena hasta una distancia de tres pies de la parte superior del marco. Mr. Catherwood tuvo que entrar a la pieza que conducía, arrastrándose por el suelo sobre sus espaldas, con el objeto de tomar sus dimensiones interiores, y estando dentro le llamó la atención un dintel esculpido, al cual, después de examinarlo, lo reputó por el objeto más interesante que hubiésemos encontrado en Yucatán. A mi regreso aquel día de una visita que fui a hacer a tres ciudades arruinadas, antes desconocidas, me hizo presente que este dintel era igual en interés y valor a todas las tres juntas. Lo vi al día siguiente, e inmediatamente me resolví, a cualquier costo, a traerlo a mi país.

Nuestras operaciones habían sido ocasión de que se suscitasen muchas discusiones en el pueblo. Era la opinión general, que andábamos en busca de oro porque ninguno acertaba a creer que estuviésemos gastando dinero en semejantes trabajos, sin estar seguros de un reembolso; y recordando la suerte que habían corrido los modelos que habíamos sacado del Palenque, temí el que se supiese que allí hubiésemos encontrado algo que valiese la pena de tomarlo.

Sin embargo, como era imposible sacar el dintel con sólo nuestros esfuerzos, conferenciamos con el padrecito, y conseguimos una partida de operarios, armados de barretas, para removerlo de la pared. El doctor que por enfermo no se movía del pueblo hacía algunos días, hubo de salir en esta grande ocasión.

Componíase el dintel de dos vigas, una de ellas, la que estaba de la parte de afuera, rajada a lo largo en dos pedazos. Penetraban de lado y lado de la puerta como un pie en la pared, y estaban tan firmes y seguros como cualquiera otra piedra, pues sin duda ninguna se habían encajado al tiempo que el edificio mismo se construía. Por fortuna teníamos dos barretas, y tanto por dentro como por fuera estaba lleno de tierra amontonada, de suerte que los barreteros pudieron ocupar un puesto superior al nivel de las vigas, y hacer uso con ventaja de sus barretas. Principiaron por la parte de adentro, y al cabo de dos horas de trabajo desembarazaron la porción del dintel que estaba inmediatamente sobre la puerta, quedando aún encajadas firmemente en la pared las dos extremidades. Como tenía de largo diez pies, para evitar que se desplomase la pared superior y los lastimase, fue preciso sacar las piedras del centro y formar un arco proporcionado a la base. Sobre la puerta tenía la pared cuatro pies de espesor, que se aumentaba a proporción que se inclinaba hacia adentro del arco interior, y por ella era una masa compacta y el material tan duro casi como la misma piedra. A medida que se ensanchaba la brecha se volvía más peligroso el permanecer junto a ella, y tuvo que echarse a un lado las barretas y cortar troncos de árboles pequeños que se emplean como una especie de arietes para ir golpeando el material y piedra menuda que había servido para rellenar, de modo que vueltos éstos, se desprendiesen las piedras mayores, y para evitar que las vigas del dintel recibiesen lesión, se construyó un plano inclinado que se apoyaba en la pared opuesta interior, para que por él rodasen al suelo las piedras y material, según se iban desprendiendo y cayendo. El trabajo en la brecha cada momento se volvía más arriesgado, por el mayor ensanche que tomaba aquélla, y uno de los operarios rehusó con este motivo el continuar trabajando. Casi teníamos en las manos las vigas, pero si la masa de pared superior llegaba a desplomarse, indudablemente hubiera enterrado debajo de sus escombros tanto a aquéllas cuanto a los operarios, ocurrencia que habría sido sumamente desagradable para todos. Por fortuna contábamos entonces con la mejor gente que hubiésemos sacado de Nohcacab, y logramos picar su amor propio, hasta que al fin, casi contra toda esperanza, después de haber formado un tosco arco al que poco le faltara para tocar al techo, se extrajo la viga de la parte interior sin lesión ninguna. La otra también salió en salvo, y después de mucho trabajo, ansiedad y buena fortuna, tuvimos por fin el gusto de verlas delante de nuestros ojos, con la parte esculpida vuelta hacia arriba. No trabajamos más aquel día, porque, aunque apenas cambiábamos de posición durante estos trabajos, el estado de excitación y ansiedad por su buen éxito en que naturalmente nos encontramos, aquella fue ciertamente una de las más fatigosas operaciones que emprendimos en el país.

Al día siguiente, sabiendo las dificultades y riesgos consiguientes al transporte, las mandamos parar contra la pared para que Mr. Catherwood las dibujase.

Aunque originariamente no se componía sino de dos, ahora consta de tres piezas este dintel, pues una de las vigas se había rajado por el medio, a efecto de la presión desigual, seguramente, de la gran masa de material que se apoyaba sobre ella. La parte superior de la cara exterior estaba carcomida, probablemente debido a alguna gotera que se había buscado camino por entre los adornos y tocaba esta parte; todo lo demás estaba en buen estado de conservación y solidez.

El diseño representa una figura humana en pie sobre una serpiente. Tiene la cara gastada y borrada, el tocado de la cabeza lo forma un plumaje, y el carácter general de la figura y adornos es el mismo que el de las figuras que se encuentran en las paredes del Palenque. Era el primer objeto que habíamos descubierto que tuviese tan notable semejanza en sus detalles, y que tan íntimamente enlazase a los edificadores de estas distantes ciudades.

Sin embargo, el mayor interés de estas vigas consistía en el grabado. La viga cubierta de jeroglíficos en Uxmal, estaba apagada y gastada, pero ésta se conservaba en muy buen estado. Sus perfiles, claros y distintos, y todo el grabado, caso que se sujetara a un examen sin referencia al pueblo que lo ejecutara, se consideraría como una muestra de la inteligencia y adelantos en el arte de grabar en madera. Como tenía la certidumbre de que el único medio de dar una idea verdadera del carácter de este grabado, era la exhibición de las mismas vigas, me determiné a no ahorrar gasto ni trabajo para trasportarlas a esta ciudad; y cuando después de examinarlas con la debida atención, nos satisficimos que estas vigas serían el objeto más interesante que podríamos sacar del país. Hice cubrir las caras esculpidas de zacate seco y forradas en costales, y quería que pasasen sin parar por el pueblo, pero los indios que contraté para llevarlas, las dejaron abandonadas en el suelo por dos días, expuestas a las fuertes lluvias, y me vi precisado a mandarlas al convento, en donde se secó el zacate. El primer día vinieron a verlas dos o tres cientos indios que estaban trabajando en la noria. Se pasó algún tiempo antes de que pudiese conseguir gente para conducirlas, hasta que tuve la satisfacción de verlas salir del pueblo en hombros de indios, trayéndolas yo luego para esta ciudad. Ya el lector debe anticipar mi conclusión, y si tiene el más mínimo átomo de simpatía por el autor, sentirá la suerte melancólica que les cupo poco después de haber llegado1.

El descubrimiento de estas vigas en un sitio en donde no teníamos motivo de esperar cosas semejantes, nos indujo a ser más cuidadosos en el examen del edificio. El dintel de la puerta correspondiente del otro lado, estaba todavía en su lugar y en buen estado, pero era liso; y no encontramos más dintel esculpido que éste, en todas las ruinas de Kabah. Cuál fuese la razón o el motivo de que a aquella puerta particular se la distinguiese, nos fue imposible el conjeturarlo; pero contribuyó a aumentar el interés y la admiración que producía todo lo que tenía conexión con la exploración de estas ciudades americanas. No existe dato ninguno para creer en la existencia del hierro o el acero entre los aborígenes de este continente, y la opinión más general y mejor fundada es, que no conocían absolutamente estos metales. ¿Cómo, pues, podían grabar en madera y siendo ésta de la especie más dura?

En la gran canoa que primero sugirió a Colón la existencia de este gran continente, entre otros artefactos del país de donde viniera, los españoles observaron hachas de cobre «para cortar madera». Bernal Díaz dice en la relación del primer viaje de los españoles a lo largo de la costa de Goazacoalcos, en el imperio mexicano, «que los indios tenían invariablemente la costumbre de portar consigo pequeñas hachas de cobre brillante, con mangos de madera muy bien pintados, y que les servían tanto para adorno como para defensa. Nosotros creíamos que fuesen de oro, y por consiguiente las comprábamos con avidez, y tanto, que a los tres días ya teníamos más de seiscientas; y mientras duró la equivocación estuvimos tan satisfechos con nuestra compra, como los indios con sus cuentas verdes». Y en la colección de interesantes reliquias del Perú, de la cual va hecha referencia, de la propiedad de Mr. Blake, y cuya existencia, sea dicho de paso, es apenas conocida de sus vecinos por el genio corto y modesto del propietario, hay varios cuchillos de cobre, uno de los cuales está ligado con una pequeña porción de estaño bastante duros para cortar madera con ellos. En otros cementerios del mismo distrito, encontró Mr. Blake varios instrumentos de cobre, parecidos al cincel moderno, que es probable sirviesen para grabar en madera. Opino, que el grabado de estas vigas se hizo con los instrumentos de cobre, que se sabe existían entre los aborígenes, y no hay necesidad de suponer, sin ninguna evidencia o contra toda ella que en cierta época remota fue conocido en este continente el uso del hierro y del acero, y que este conocimiento se perdió entre los habitantes de una época posterior.

Desde la gran terraza se percibe indistintamente por entre la arboleda una gran estructura, la cual indiqué a un indio, y salí luego con él a examinarla. Bajando entre los árboles la perdimos de vista enteramente, pero continuando en la dirección marcada, abriendo paso el indio con su machete, llegamos a un edificio, que no era aquel en cuya busca habíamos salido. Presentaba un frente de noventa pies, todas sus paredes estaban cuarteadas, y a lo largo de su base se veían regadas por el suelo multitud de piedras tan bien esculpidas, como la mejor que hubiésemos visto hasta allí. Antes de llegar a la puerta me escurrí dentro de un cuarto, por una hendidura que encontré en la pared, y dentro me di con un enorme avispero pegado a uno de los extremos del arco: más que de prisa me volví para salir, y entonces observé sobre el otro un gran adorno en estuco, el cual tenía también un avispero pegado, pintado y con los colores brillantes y vívidos todavía, y que me causó tanta sorpresa, como las vigas esculpidas: una gran parte se había caído y tenía visos de haber sido hecho a propósito. El adorno parecía querer representar dos grandes águilas, una frente a la otra, con grandes chorros de plumas a los lados, distintos aún. La extremidad opuesta del arco, de donde pendía el avispero, manifestaba señales y probablemente contenía otro adorno correspondiente.

Más allá de éste, encontramos el edificio en demanda del cual habíamos salido. El frente estaba en pie todavía, y en algunas partes, particularmente en uno de sus ángulos, ricamente adornados; pero la parte posterior no era más que un informe montón de ruinas. Del centro se levantaba una gigantesca escalinata hasta subir al techo, sobre el cual había otro edificio con dos hileras de cuartos, derrumbado lo exterior y lo interior entero.

Descendiendo del otro lado por encima de un montón de ruinas, observé una profunda abertura que parecía conducir a una cueva, y bajando por ella me hube de encontrar con que conducía a la enterrada puerta de una cámara, modelada bajo un plan nuevo y curioso. Tenía al frente una plataforma de cuatro pies de alto, y en cada uno de sus ángulos interiores había un espacio redondo y vacío, capaz de contener a un hombre en pie. Parte de la pared posterior estaba cubierta de impresiones de la mano roja; y tan frescas parecían y se distinguían con tanta claridad los pliegues y arrugas de la palma de la mano, que intenté arrancar una de ellas con el machete; pero tan duro estaba el material, que fueron inútiles cuantos esfuerzos hice por lograrlo.

Algo más allá había otro edificio de aspecto tan sencillo, comparado con el primero, que yo no hubiera hecho alto en él, a no ser la incertidumbre en que estaba sobre lo que podía descubrirse en estas ruinas. Este edificio sólo tenía una puerta casi del todo obstruida, y al pasar por ella me llamó la atención el ángulo saliente de un plumaje, que todo casi estaba enterrado, esculpido en uno de los quiciales del marco. Inmediatamente me supuse que era un tocado, y que debajo habría una figura humana esculpida. También esto era nuevo, pues los marcos de todas las puertas que hasta entonces hubiésemos visto, eran todos lisos. Examinando con atención la parte opuesta, descubrí una piedra correspondiente, pero enteramente encubierta por los escombros. Faltaba en ambos lados la piedra superior de los quiciales o largueros: las encontré por allí cerca, e inmediatamente me resolví a cavar la parte enterrada con el fin de llevármela toda, aunque fuera aquella una operación más difícil, que la excavación de las vigas esculpidas. Un montón de tierra sólida penetraba hasta la pared interior de la pieza, obstruyendo la puerta hasta una altura de cerca de tres pies de distancia de la parte superior del marco. Era imposible desembarazar la entrada, de aquella masa acumulada, pues los indios sólo contaban con sus manos para sacar la tierra. El único medio que se presentaba era el de cavar a lo largo del quicial, separar en seguida la piedra de la pared con barretas, y sacarla fuera. Fue preciso emplear dos días enteros en este trabajo, y los indios quisieron abandonarlo al segundo. Para animarlos y no perder otro día, me vi obligado a trabajar en persona, y por la tarde logramos sacar las piedras con unos palos que empleamos como palancas, pasarlas por encima del montón de tierra y pararlas contra la pared interior.

Cada uno de estos largueros se compone de dos piezas, y en cada uno de ellos la piedra superior mide un pie, cinco pulgadas de alto, y la inferior cuatro pies, seis pulgadas; y ambos dos pies y tres pulgadas de ancho. Forman el dibujo dos figuras, la una en pie y la otra arrodillada delante de ésta. Ambas tienen caras grotescas y poco naturales, que probablemente encierran algún significado simbólico. El tocado de la cabeza consiste en un elevado plumaje, que cae en chorros hasta los talones de la figura erguida, la cual tiene un renglón de jeroglíficos al pie.

Mientras me ocupaba en sacar a luz estas piedras enterradas, estaba muy lejos de pensar en que iba a descubrir un nuevo testimonio en favor de los constructores de estas ciudades arruinadas. El arma que tiene en la mano la figura arrodillada es lo primero que se nota; y en la misma gran canoa de que se ha hecho referencia, según dice Herrera, los indios tenían “espadas de madera con una canal abierta en su parte superior, en donde encajaban y sujetaban con mucha firmeza, por medio de resinas e hilo, pedernales aguzados». La misma arma se encuentra descrita en todas las relaciones en que se habla de los aborígenes: se ve en todos los museos de curiosidades indígenas, y actualmente se usa entre los indios del mar del Sur. La espada que tiene la figura arrodillada es precisamente de la misma clase que describe Herrera, No me ocupaba en descubrir ningún testimonio, para establecer opinión o teoría alguna, pues bastante interés proporcionaba por sí sola la exploración de estas ruinas, cuando sin buscarlo se presentó éste.

Como me vi obligado a ayudar personalmente en la excavación y colocar las piedras contra la pared, casi en el momento de concluir el trabajo, sentí que la fatiga y los esfuerzos que había hecho eran superiores a mis fuerzas, pues me dolían los huesos, y en seguida me sobrecogió un calosfrío. Eché una mirada en derredor mío en busca de sitio propio para acostarme, pero toda la pieza estaba húmeda y fría, y el tiempo amenazaba lluvia. Inmediatamente ensillé el caballo, y cuando monté, apenas acertaba a tenerme en la silla. No tenía ni acicates, ni espuelas, y mi caballo tal parecía que conocía el estado en que me hallaba, pues paso a paso caminaba dentellando el zacate o yerba que encontraba en su camino. Hube de llegar por fin al pueblo, y aquella fue la última visita que hice a Kabah: he concluido con la descripción de sus ruinas. Sin duda, aún existen muchas más, enterradas en el monte, y el viajero que nos siga, empezando por donde nosotros acabamos, si se halla animado de interés, adelantará sus investigaciones. Caminamos en la más completa oscuridad respecto de aquellos edificios, pues desde el momento en que sonó la hora de su desolación y ruina, habían permanecido ignorados, y excepto el cura Carrillo, que fue quien primero nos dio noticia de estas ruinas, acaso ningún hombre blanco habrá pisado los umbrales de sus silenciosos aposentos. Nosotros fuimos los primeros que descorrimos el velo que las cubría, y ahora las presentamos, por primera vez, al conocimiento público.

Apenas puedo hacer más que indicar el simple hecho de su existencia, El velo que oculta su historia es aún más denso, que el que encubre las ruinas de Uxmal: sólo puedo decir que yacen en las tierras del común del pueblo de Nohcacab. Tal vez eran conocidas de los indios desde tiempo inmemorial, pero según nos informó el padrecito, habían permanecido ignoradas de los habitantes blancos hasta la apertura del camino real de Bolonchén. Este camino atraviesa por en medio de esta antigua ciudad, y desde él se descubren los edificios cubiertos de vegetación, alzándose en algunos puntos por encima de la coposa arboleda.

El descubrimiento de estas ruinas no produjo la más leve sensación, ni había llegado a noticia de los habitantes de la capital; y aunque desde aquella época permanecieron expuestas a la vista del que transitaba por el camino, ni un solo hombre blanco de los del pueblo había tenido la curiosidad de irlas a mirar de cerca, excepto el padrecito que, el primer día que fuimos, estuvo en las ruinas a caballo para darnos ciertos informes. De ellas, como de todas las demás ruinas, dicen los indios que es obra de los antiguos; pero el carácter tradicional de esta ciudad es el de una gran población, superior a los otros Xlap-pak esparramados por todo el país, coetánea y coexistente con Uxmal; y aún existe una tradición sobre un gran camino pavimentado con pura piedra blanca, llamado Sacbé, en la lengua maya, que conduce de Kabah a Uxmal y del cual se servían los señores de ambos lugares para mandarse mutuamente mensajeros, portadores de cartas escritas sobre hojas y corteza de árboles.

Cuando la calentura me atacó a mí, ya estaban enfermos Mr. Catherwood, el Dr. Cabot y Albino. Volvió el día siguiente, pero al tercero ya pude levantarme. El espectáculo que nos rodeaba era de los más tristes para hombres enfermos. Con motivo de la larga duración de las aguas, los cuartos que habitábamos en el convento se habían cargado de humedad, en tales términos que el maíz de los caballos que teníamos amontonado en un rincón comenzaba a germinar.

La muerte nos rodeaba por todos lados, aunque antiguamente era tan saludable el país que dice Torquemada “que los hombres morían de puro viejos, porque no se conocían las enfermedades que existen en otras tierras, y si había algunas, eran tan leves, que bastaba el calor del sol para destruirlas; de manera que no había necesidad de médicos”. Los tiempos actuales son, no obstante, mejores para éstos, y el doctor Cabot, si hubiese podido, hubiera obtenido una práctica gratuita de las más extensas. Junto a la iglesia y pegado al convento había un gran osario con una hilera de calaveras al andén de los muros. Encima del pilar que servía de apoyo a la pared de la escalera, había una oquedad llena de huesos, y la cruz estaba también coronada de calaveras. De muros adentro había una mezcla promiscua de huesos y calaveras, de algunos pies de profundidad, y a lo largo de las paredes, pendientes de ellas por mecates, metidos en cajones o cestos o amarrados en un trapo, con los nombres escritos encima, estaban los huesos y calaveras de diversas personas; y lo mismo que en Ticul, se distinguían entre ellos fragmentos de vestidos y aun algunas calaveras con largas trenzas de cabello negro de mujer, adheridas todavía al cráneo.

El piso de la iglesia está lleno de pedazos revocados de material que cubren otras tantas sepulturas; y cerca de los altares se veía una caja con un guardapolvo de cristal, la cual contenía los huesos de una señora, mujer de un viejecito muy alegre a quien teníamos costumbre de ver todos los días. Estaban limpios y lustrosos cual si los hubiesen pulimentado, con la calavera y canillas al frente, los brazos y piernas colocados en el fondo, y las costillas a los lados puestas en orden regular, una encima de la otra, como estaban cuando la difunta gozaba de vida: arreglo que había hecho el mismo marido. Nos pareció bastante extraño semejante cuidado con una mujer después de muerta. Al lado de la caja había una tabla negra con una inscripción poética compuesta por el marido. Hela aquí:

«Detente, mortal

Mírate en este espejo;

Y en su pálido reflejo

Mira el término final.

Este eclipsado cristal

Tuvo su esplendor y brillo,

Pero el golpe terrible

Del destino fatal

Descargó en Manuela Carrillo.

«Nació en Nohcacab el año de 1789, se casó en el mismo pueblo con Victoriano Machado en 1808, y murió el primero de agosto de 1833, después de una unión de 25 años, a los 44 de su edad.

«Implora tus piadosas oraciones».

El marido compuso algunos versos más, y como no cupieron en la tabla negra, repartió copias entre sus amigos: una de ellas existe ahora en mi poder.

Cerca de estos huesos yacían los del hermano de nuestro amigo el cura de Ticul y los de un niño, y en el coro de la iglesia, en la tronera de una gran ventana, había hileras de calaveras con sus letreros en la frente, y los cuales contenían horripilantes inscripciones. Tomando una en la mano me dieron de lleno a la cara las siguientes palabras: «Soy Pedro Moreno: ¡un Avemaría y un Padrenuestro por Dios, hermano!» Otra decía: «Soy Apolonio Balché: ¡un Padre nuestro y un Avemaría por Dios, hermano!» Esta era de un viejo, maestro del padrecito, que había muerto hacía dos años.

El padrecito me dio otra que decía: «Soy Bartola Arana: un Paternoster, etc.» Esta calavera era de una señorita española a quien aquél había conocido joven y hermosa, pero que entonces no se diferenciaba de la india más vieja y más fea. «Soy Aniceta Bid», era la de una bonita muchacha india quien había casado, y que murió un año después de su casamiento. Las fui cogiendo una a una: el padrecito las conocía todas: una había sido de una joven, la otra de una vieja; de un rico una, la otra de un pobre; ésta de una fea, aquélla de una hermosa; pero allí eran todas iguales. Todas las calaveras tenían inscrito el nombre de su dueño, y todas pedían una oración.

Una decía: «Soy Ricardo José de la Merced Trujeque y Arana, que murió el 20 de abril de 1838, y me hallo gozando del reino de los cielos para siempre». Esta era la calavera de un niño que, muerto sin pecado, no necesitaba de las preces de los hombres.

En un rincón estaba un cajón en figura de urna, pintado de negro con un filete blanco, el cual contenía la calavera de un tío del padrecito. Tenía una inscripción en castellano que decía: «En esta caja está inclusa la calavera de Fray Vicente Ortegón, que murió en el pueblo de Ticul, en el año de 1820. Te ruego, piadoso y caritativo lector, que intercedas a Dios por su alma, rezando un Ave maría y un Paternoster, para que salga del purgatorio, si estuviese allí, y vaya a gozar del reino de los cielos. Quien quiera que seas. lector, el Señor premiará tu caridad. 26 de julio de 1837». Al pie tenía escrito esta inscripción el nombre de Juana Hernández, madre del difunto, una señora anciana que entonces vivía con la madre del padrecito.

Acostumbrados, como estábamos, a mirar como sagrados los huesos de los difuntos, a contemplar con tristeza el más leve recuerdo que se presentase a la vista trayendo a la memoria a un finado amigo, nos chocó mucho una exhibición semejante. Pregunté al padrecito por qué no dejaban descansar en paz aquellas calaveras, y me contestó, y acaso es demasiado cierto, que muy pronto se olvidaban en la tumba; que cuando se tienen siempre a la vista, cada una con su nombre, recuerdan a los vivos la existencia pasada y estado muerto de sus dueños, que pueden acaso hallarse en el purgatorio, e invocan con su presencia, como una voz del mismo sepulcro, las oraciones de sus amigos, demandando misas por el bien de sus almas.

Por la tarde pasó el padrecito por nuestra puerta revestido del correspondiente ropaje, y entrando como siempre lo acostumbraba, nos dijo: voy a buscar un muerto». El camposanto era el atrio de la iglesia; todos los días veíamos al sepulturero en su trabajo. Poco después de haberse ido el padrecito oímos el canto fúnebre que acompañaba la procesión funeraria. Salí y vi que ya venía subiendo los escalones con el padrecito a la cabeza, cantando el oficio de difuntos. Se condujo el cuerpo a la iglesia, y acabado que fue aquél, se le depositó en la sepultura. Estaban tan ebrios los sacristanes, que lo dejaron caer en ella con el cuello torcido. El padrecito lo roció con agua bendita, y concluido el cántico se retiró. Los indios que estaban en pie junto a la sepultura me miraban con cierta expresión que no acerté a comprender: le habían dicho al padrecito que nosotros habíamos traído la muerte al pueblo. Animado de un espíritu conciliatorio me sonreí con una mujer que tenía cerca de mí, la cual contestó mi sonrisa con una risotada; y con la sonrisa aun en los labios, comencé a pasear la vista en círculo por todos los que me rodeaban, y según que mis ojos se iban encontrando con los suyos comenzaban ellos a reírse también. Me separé de allí dejando todavía el cuerpo expuesto y torcido en la sepultura. Con esta gente, la muerte no es más que uno de tantos accidentes de la vida: ‘voy a descansar; mis trabajos han acabado», son las expresiones del indio cuando se tiende a morir; pero para un extranjero en el país, la muerte se le representa bajo su más terrible aspecto.

En el entretanto, el placer seguía de cerca a la muerte. Continuaba la fiesta del Santo Cristo del Amor, y debía concluirse el día siguiente con un baile de día, en el mismo local en que dio principio, es decir, en la casa del patrón. Estábamos muy ocupados con nuestros preparativos de marcha, y aunque convidados con mucha instancia, yo fui el único que pudo concurrir. Desde por la mañana temprano se colocó el santo en su puesto a la testera del salón, se adornó el altar con flores frescas, y se cubrió la enramada de palmas nuevas para resguardarla de los rayos del sol. Debajo de otra enramada, situada en el patio, había una porción de indias haciendo tortillas y preparando platos de varias clases para un convite general de todo el pueblo. El baile dio principio a las doce, y un poco. antes de las dos desapareció de mi lado el padrecito, concluyéndose aquél poco después y entrándose luego la gente a la casa. Cuando entré yo, ya estaba el padrecito delante de la imagen del santo, revestido con sus ropajes, cantando una salve, el indio sacristán incensando, y las bailadoras todas de rodillas con velas en las manos. Concluido este acto, vino en seguida la procesión de las velas. La cruz rompía la marcha, seguía luego el santo con un sacristán ebrio al frente, que iba incensándolo, y en pos íbamos el padrecito y yo de brazo, pues me llamó a su lado al colocarse en su puesto correspondiente. Éramos nosotros los únicos hombres que se veían en la procesión. En seguida venían una porción de mujeres con sus trajes de baile y largas velas encendidas en la mano. Nos encaminamos a la iglesia, allí colocamos al santo en su altar, y las velas en un tosco trébede de madera para que estuviesen listas para la misa mayor, que debía celebrarse el día siguiente. A este tiempo oí una descarga de voladores y saliendo al atrio vi venir una procesión extraña. Así como la nuestra se componía de mujeres, ésta la formaban hombres exclusivamente, y bien podía considerársela como una especie de júbilo o regocijo para festejar la derrota de la propaganda de abstinencia de licores, porque casi todos venían medio ebrios, y aun los que antes se mantuvieron sobrios, habían al fin sucumbido a la tentación. Precedían o más bien encabezaban la procesión, varias hileras de hombres con platos en la mano, para recibir su porción competente de las buenas cosas que tenía el patrón preparadas con aquel objeto. Venían en seguida, en andas sobre hombros de indios, dos feos y toscos arcones, emblemas de la propiedad y custodia del santo: el uno contenía la cera recibida en ofrendas, las sogas para los fuegos artificiales y otros enseres de la pertenencia de aquél, que debían llevarse a casa del individuo que iba a encargarse de su custodia; y el otro estaba vacío, y era el que había contenido todas estas cosas y que debía quedarse en poder del custodio saliente como una especie de herencia sagrada. Detrás seguían, también en hombros de dos indios, hombres sentados, uno al lado del otro, en grandes sillones de brazos, con chales en el cuello, y que se agarraban con todas sus fuerzas de los brazos de los sillones, con cierta expresión muy marcada en su fisonomía, que parecía indicar que les acompañaba el conocimiento positivo de que su elevación sobre sus conciudadanos era precaria y poco duradera, porque los indios cargadores venían dando traspiés con la carga y el aguardiente que llevaban. Estos dos hombres eran el custodio saliente del arcón vacío, y el custodio entrante del arcón lleno. En medio del mayor ruido y algarabía, los asentaron en el corredor del cuartel.

En el intermedio regresaron de la iglesia las mujeres de la procesión, los músicos tomaron puesto en el corredor, y comenzaron los preparativos para continuar de nuevo el baile. Cocom, que nos había servido de guía en Nohpat y había compuesto las llaves y cerraduras de nuestros baúles, actuaba de maestro de ceremonias. Luego que se concluyó el primer baile, comenzaron a cantar dos muchachas mestizas. Todo el pueblo parecía entregado al placer del momento, y aunque había allí facciones repugnantes a la vista y al buen gusto, también se veían muchachas bonitas y bien vestidas, y en todo el concurso se observaba cierto aire de franqueza y alegre desembarazo, que no podía menos de atraerse las simpatías del espectador. Cuando el padrecito y yo regresábamos al convento, al subir los escalones del atrio, alcanzamos a oír todavía el coro de voces que cantaban, dulce y armonioso por la mezcla de acentos femeninos, y que parecían nacer del fondo del corazón: el coro decía:

«Qué bonito que es el mundo;

¡Lástima es que yo me muera!»

John L. Stephens

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 1 Es decir, que este precioso resto de nuestras antigüedades se destruyó para siempre en el lamentable incendio del panorama de Mr. Catherwood.

Traducción de Justo Sierra O’Reilly

FIN.

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