IX
PRIMER VIAJE A YUCATÁN
(1839)
Continuación…
«Mas volvamos a nosotros mismos. A las 3 de la madrugada, a la pálida claridad de la luna, dejamos a Uxmal para dirigirnos a Mérida por el camino más recto, Mr. Catherwood en un coche (koché) y yo a caballo, encargado de llevar una carta al chocolatero en jefe del hotel Delmónico, amigo y compatriota de nuestro joven mayordomo. Al ver conducido a Mr. Catherwood a través de los bosques en hombros de indios, que apenas interrumpían el silencio de las selvas con su andar monótono y acompasado, tal me figuré, bajo la impresión que yo sufría del mal estado de la salud del enfermo, que estaba yo siguiendo su féretro. A la distancia de tres leguas nos encontramos con el pueblo de Muna en donde, a pesar de ser una bonita población que cuenta entre sus habitantes muchos blancos y. mestizos, los viajeros son todavía más raros que en el interior de Centroamérica. Detuvímonos dos horas en la casa real esperando el relevo de los indios que habían de llevar el koché. A poca distancia de allí condújome el guía fuera del camino para enseñarme un depósito de agua, que era una verdadera curiosidad en aquel país. Estaba rodeado de arboleda espesa, y eI ganado que satisfacía allí su sed, huyó a nuestra presencia como lo hubiera hecho una manada de ciervos monteses. A distancia de cuatro leguas llegamos al pueblo de Abalá, que tenía una plaza circuída de una ruda empalizada, una casa real muy buena, y un viejo alcalde muy cumplido, que reconoció a nuestro sirviente como perteneciente a la familia de los peones.
“Como no había ningún pueblo intermedio, el bueno del alcalde trató de proveernos de un nuevo relevo de indios que condujesen el koché hasta Mérida, distante de allí unas veintisiete millas. Iba haciéndose ya demasiado tarde, y me adelanté con un caballo de repuesto para ver si llegaba a buena hora a fin de contratar una calesa la mañana próxima.
“Allá a media tarde descargó un copioso aguacero. Al entrar la noche, comencé a experimentar alguna aprensión por haber dejado atrás a Mr. Catherwood. Detúveme entonces para esperarle, envié delante al sirviente con objeto de que nos asegurase la calesa, y desmonté del caballo. Como me hallaba demasiado molido para retroceder, sentéme en mitad del camino: poco a poco me fui echando sobre una piedra lisa, atada a mi puño la rienda del caballo, y después de una especie de debate soñoliento reducido a saber si podía o no arrastrarme en su carrera el caballo, me quedé profundamente dormido. De repente por una sacudida repentina que estuvo a punto de arrancarme el brazo, incorporéme y vi a los cargadores indios que venían por el bosque con teas de pino para alumbrar el paso del koché, lo cual tenía una apariencia tan fúnebre que me estremecí vivamente. Mr. Catherwood había experimentado algunas dificultades. Después de haber sido conducido hasta cerca de una legua del pueblo detuviéronse los indios, asentaron el vehículo en mitad del camino, y después de una conversación animada, levantáronlo de nuevo y continuaron el camino; pero a poco andar, volvieron a detenerse asentando el mueble en el suelo, e introduciendo sus cabezas bajo la cubierta del koché, dirigiéronle un estrepitoso y vivo discurso, del cual por de contado no pudo comprender ni una sola palabra. Al cabo, para quitárselos de encima, sacó del bolsillo dos pesos; pero ellos entonces clamaron diciendo que necesitaban otros dos pesos más todavía. Como el alcalde había arreglado aquel negocio, Mr. Catherwood se resistió a semejante exacción, y entonces después de un estrepitoso altercado, cargaron con él buenamente, y en silencio emprendieron su contramarcha hacia el pueblo. Esto le hizo más tratable, y pagó el dinero que se le exigía, amenazándoles sin embargo con su venganza, de la manera que pudo. Pero lo más divertido del caso fue, que los pobres indios tenían razón en su reclamo. El alcalde se había equivocado en su cálculo; y según la división y distribución que hicieron en el camino, después de largos y laboriosos cálculos que resultaban del conocimiento que tenía cada uno de la parte que debía tocarle, llegaron a descubrir que habían sido pagados sin la exactitud debida. El precio era de veinticinco centavos cada uno por la primera legua, y dieciocho por cada una de las demás, con cincuenta centavos por la confección del koché. Así contando con cuatro hombres de remuda, resultaban dos pesos por la primera legua, y doce reales por cada una de las subsecuentes; y un cálculo total para las nueve leguas, no dejaba por cierto de serles bastante complicado y difícil.
“Sería la una y media de la noche cuando llegamos a Mérida, habiendo estado en camino casi desde las dos de la madrugada precedente. Por fortuna, con el suave movimiento del koché poco o nada había sufrido Mr. Catherwood. Por lo que a mí hace, estaba cansadísimo sobre toda medida; pero yo tenía una buena hamaca, que me hacía soportar cualquier grado de fatiga, y caí al momento profundamente dormido.
“A la mañana siguiente vimos a D. Simón Peón, quien estaba preparándose para regresar a sus haciendas y juntársenos. No puedo expresar suficientemente mis sentimientos por las bondades que de él y su familia recibimos, y sólo deseo que alguna vez se me presente la oportunidad de corresponderlas en mi propio país. D. Simón nos ofreció, que si tenía lugar nuestra vuelta a Yucatán, iría con nosotros a las ruinas y nos ayudaría en su exploración. El buque español iba a darse a la vela en Sisal el día siguiente. Hacia la tarde, después de un copioso aguacero, y cuando gruesos y espesos nubarrones corrían en todas direcciones y decoraban el lecho del poniente de ricos bordados de oro, dejamos a Mérida. A las once de la noche llegamos al pueblo de Hunucmá, en cuya plaza nos detuvimos dos horas para que los caballos tomasen un pienso. Mientras estábamos allí detenidos, llegó de Sisal una sección de tropas, que acababa de regresar victoriosa del sitio de Campeche. Todos los soldados eran jóvenes ardientes, bien vestidos, y se hallaban muy contentos y deshaciéndose en elogios de su General, que se había detenido en Sisal únicamente para asistir a un baile que se daba en su obsequio, concluido el cual continuaría su marcha. Prosiguiendo nuestro camino, al cabo de una hora encontramos un tren de calesas, en que iban oficiales vestidos de uniforme. Detuvímonos, hicimos un cumplimiento al General por su victoria de Campeche, preguntámosle por una corbeta de guerra de los Estados Unidos que habíamos oído decir estaba allí durante el bloqueo, y después de cambiar algunas palabras y signos de cortesía, pero sin que fuese posible vernos recíprocamente un solo rasgo de la fisonomía, despedímonos y proseguimos nuestro camino respectivo. Una hora antes de amanecer llegamos a Sisal, a las seis de la mañana nos embarcamos a bordo del bergantín español Alejandro, y a las ocho ya nos habíamos hecho a la vela. Era entonces el 24 de junio de 1840».”
John L. Stephens
Continuará la próxima semana….