III
Correr, correr, la mano en la otra mano, los dedos entrelazándose. El miedo a perder el contacto de la otra mano. La mano transpirando y escurridiza, la mano a punto de soltarse, de perderse en la noche. Hierbas, enredaderas, el camino pedregoso. Correr, correr, nunca dejar de correr.
Lágrimas.
El aliento que hace falta, el aire que se escabulle. Los pies que impulsan la carrera y no tienen la conciencia de detenerse. Hace falta la otra mano. Una mano que sabe no la soltará, que ella tiene miedo de perder en la loca carrera de la noche desesperada.
Marcia despierta. Imagina en los labios y en la conciencia la pudrición de otros labios, otros besos, otras ansias. Ve otros cuerpos recostados en los muebles, caídos en el suelo, y la sombra de quien supone es Valentina, que desaparece detrás de la cortina que hace de puerta de la recámara.
El cansancio es un peso más en su cuerpo. Quiere alcanzar a la niña. ¿Qué hace aquí?, ¿qué hacía aquí?
Toma impulso para incorporarse y va hacia la recámara. Sólo encuentra el cuerpo de la muñeca encima de la cama.
Mira por la ventana y ve a Valentina. De pie en la calle.
Sale a por ella. En la puerta se detiene. Entonces tiene conciencia del sueño.
¿De quién es la mano que teme soltar? ¿De Valentina? ¿De la muñeca? ¿De una vida que ha comenzado a degradarse? ¿De la urgencia de encontrar solución a sus problemas?
Lo importante es regresar a Valentina a la cama.
Sale y se observa con ropa poco apropiada para estar en la calle, aun cuando es la madrugada y se supone que nadie la habita a esas horas. La ropa traslúcida es lo menos importante.
Se acerca sigilosamente a Valentina y la toma lentamente de la mano.
Valentina, al girar, tiene la cara de la muñeca.
Marcia suelta la mano.
Entonces sí, despierta y va hacia la cama.
Valentina está en la cama. Duerme plácidamente. Lejos de lo que es la vida. La verdadera vida.
Sabe que lo que en su mente transcurre podría ser lo no correcto. Hará las cosas tratando de preservarse. Tiene plena conciencia de sí misma. De lo que es. De lo que realmente vale. Todo cuanto un día aprendió y creció como mujer junto a su pareja.
Ahora, lo que hará será como un intento de detener los hechos y sus consecuencias. Será un alto en el camino, quizá cuesta abajo.
Lo que necesita es darse y no darse. Que la jauría la tenga y no la tenga. Que se desborden sus deseos y crean que los ha satisfecho.
Alguien le contó en una de esas largas y tediosas pláticas que tenía que soportar la historia de los hombres que eran secuestrados y narcotizados, y que al despertar se encontraban en un lugar que les hacían creer era el paraíso; solo había mujeres hermosas y desnudas, y eran satisfechos los deseos más recónditos y sus fantasías.
Luego eran devueltos a la vida cotidiana y real y les decían que si querían ese paraíso debían obrar conforme se les ordenara, porque les compensarían con el retorno y sería para siempre.
Pero eso no había funcionado.
Aquellos que al otro día despertaban a su lado estaban más arrepentidos e inseguros de lo que acaso quizá sí había ocurrido y del que no se acordaban del todo.
Entonces se acordó de aquellas dos ancianas que vivían en un roñoso cuarto de la abatida, hoy casi desvaída, ex zona de tolerancia.
Supo de ellas porque se las encontraba en alguna calle muy temprano, siempre juntas. Le parecían como excretadas de otro tiempo, como si se hubieran quedado atrapadas a finales de los años sesenta, por la vestimenta que portaban, por el peinado que lucían, porque ya desde entonces andaban pintarrajeadas. Las penumbras de “El Chacmol”, su base de operaciones, les asignaba un velo y una apariencia ambigua.
Además, últimamente se les encontraba en la cantina, solas. Bebiendo siempre en silencio un caballito de licor barato. Luego se levantaban y se iban, dejando atrás aquel aroma de flores mustias. Ellas por supuesto ya no ejercían, aunque la coquetería y la seducción, máscaras grotescas, y las viejas artes y los secretos de la satisfacción perfecta y efectiva no se les habían olvidado.
Suponía Marcia que la que se rumoraba era ninfómana no rechazaría la oferta. “Amor, un poco de sangre erguida que motivara mi existencia no me caería mal,” le había dicho después de la conferencia en que le propuso el plan. Hacía rato la vida la tenía aparcada al borde del cementerio.
La otra de aquel par de abuelas había purgado una larga condena. Los que referían la historia, sucedida en los años cincuenta, decían que alguien había intentado sodomizar a la más bonita –hoy no sabría decir a quien de las dos se referían–; ella le correspondió atravesándole con un palo de escoba. Amor con amor se paga.
Marcia comenzó entonces a maquinar la otra parte del plan.
Convencería a los amigos ocasionales y espontáneos, a todo aquel que se quisiera ir con ella. Mientras esperaban a que cerraran el local, debería beber con ella. La promesa y el cumplimiento de satisfacción prometería hacer inolvidable la ocasión cuando se retiraran.
Haría un primer experimento, para luego hacer los ajustes necesarios.
Una vez en la casa, tomó de la mano y dijo al acompañante que no podía tocarla. Solo habría de sentir. Sentir, con seguridad, le prometía, hasta el desmayo.
El amigo ocasional la quiso emprender desde que traspasaron y cerraron la puerta.
Ella lo contuvo bajo promesa de que lo conduciría a otros estadios de la sensación y el placer, siempre y cuando aceptara dejarse llevar. Y le pidió un poco de discreción: sus niñas dormían en la otra habitación.
Se dirigieron a la recámara de Marcia.
Había un aroma dulce disuelto y vagando en el aire; inclasificable e indefinible. Algo que se colaba en la sangre y luego en las misteriosas e invisibles, pero no menos reales, sendas de los nervios.
Había que tener un poco de paciencia antes de iniciar el juego.
-¿Juego?
-Sí, vinimos a jugar. ¿Acaso no te gusto?
-Sí, claro, por supuesto.
– Entonces hay que esperar. Te dejarás sujetar. Es parte del juego. Yo me haré cargo de todo lo demás. Por supuesto, tú llevarás el ritmo, las pausas y los compases. ¿Te parece?
-Claro.
Ella lo enervaba aún más con su caminar. Desenvolviéndose en confianza, en complicidad. Dejándole mirar la carne oscura, las sombras ocultas de la piel se volvían luminosas a los ojos de la libido. El perfume de su epidermis complementaria el hechizo animal.
Entonces las luces cerraron sus pestañas.
El hombre se recostó. Se dejó sujetar y, en un primer momento, Marcia depositó con delicadeza su intimidad en los labios del amigo. Luego se levantó y dejó sentir su húmeda voluptuosidad en el otro extremo.
El amigo ocasional cerró los ojos.
Sí. Marcia era lo que se decía de ella.
Cerró los ojos y el centelleo de una luz espontánea, una lámpara, un relámpago en la lejanía, dejó entrever aquello…
Juan José Caamal Canul