La poesía florece en los más variados campos de la experiencia humana. Se aloja en cualquier surco, se propaga cuando las sensibilidades se hacen propicias para acogerla entre sus más discretas prendas. Fluye, inesperada, siempre que imprime su sello de autenticidad en la caricia tenue que un soplo acarrea en el advenimiento de mundos deslumbrantes. Sin la rigidez de los dogmas que ignoran la genuina revelación, evade las fronteras y anida en la gentil morada que la serenidad comparte ajena a la malicia del mercader.
El ser yucateco, concebido como un conjunto de formas de identidad colectiva, representa los matices de una expresión cultural que se extiende a lo largo de toda la península. La canción popular de Yucatán se ha nutrido de múltiples fuentes. En su vertiente literaria, recibe el influjo de poetas nacidos en distintos países, además de sus artífices vernáculos y connacionales. Entre estos últimos pueden enumerarse varios poemas que fueron adaptados como letras de canciones, aun cuando sus autores no en todos los casos tuvieron conocimiento de este hecho debido a que los creadores musicales, como otros tantos ciudadanos ilustrados, leían atentamente los versos que llegaban a sus manos y producían con ellos obras que adquirieron un nuevo valor artístico.
Por lo general se trata de autores que lograron una gran popularidad, cuyos poemas se leían y declamaban con fervor, si bien esa admiración no se prolongó con la misma amplitud en nuestros días, como consecuencia de los cambios en los gustos masivos y en las preferencias intelectuales de determinados grupos sociales.
Poetas como Antonio Plaza, Manuel M. Flores, Juan de Dios Peza, Manuel Acuña y Fernando Celada fueron algunos de ellos y, aunque hubo quienes se conocieron entre sí e incluso forjaron sólidas amistades, no supieron de la labor de los compositores yucatecos que transformaron sus textos en hermosas canciones, varias de las cuales nacieron cuando los autores de sus estrofas ya habían abandonado su estancia terrenal.
Unas de ellas figuraron en el Cancionero de 1909, al que se le dio el nombre de Chan Cil, porque este músico apreciado y bonachón aparecía en su portada. El mismo Cirilo Baqueiro Preve compuso algunas, con letras de Manuel M. Flores y Rafael de Zayas Enríquez, en tanto que Fermín Pastrana – Huay Cuuc – hizo otras con versos de Manuel Acuña y Fernando Celada (“Hojas secas” y “Nublos”, que se convirtieron en Si hay algún césped blando y Ausencias, respectivamente).
Ricardo Palmerín puso música a un poema del veracruzano José Peón del Valle (hijo de José Peón y Contreras) y a otro del tabasqueño Arcadio Zentella; Guty Cárdenas a algunos poemas de Antonio Plaza, de cuyo Álbum del corazón surgieron otras canciones yucatecas. Pepe Domínguez compuso en 1926 la música de “El día que me quieras”, del libro póstumo de Amado Nervo titulado El arquero divino (1919). Manuel Esperón hizo otra versión musical del mismo poema que Jorge Negrete interpretó con singular gallardía. Igualmente inspiró el tango homónimo de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Otros de Nervo, extraídos de su poemario Perlas negras, fueron musicalizados por Pepe Martínez y Carlos Salazar.
“Costeña”, de Juan de Dios Peza, pasó a conocerse musicalmente como Estatua de Venus por obra de Marcial Cervera Buenfil. Gonzalo R. de la Gala realizó una composición musical para “Ojos verdes” de Salvador Díaz Mirón.
Entre palabras y acordes, los hasta aquí mencionados son solo algunos ejemplos de una lista que se hace más larga y enlaza virtuosamente con poetas mexicanos del siglo XX como Jaime Sabines y Carlos Pellicer, algunos de cuyos versos adquirieron nuevos tonos de la mano de Guadalupe Trigo y Maricarmen Pérez. Así, “Vamos a cantar”, de Sabines, tiene una versión musical de Maricarmen y otra del veracruzano David Haro, quien también ha puesto música a poemas de Ramón López Velarde.
De este modo, las Musas presiden el reencuentro de la Patria con sus hijos. Aunque su suelo clame, doliente, entre el fuego y la cicatriz que lo calcinan.
José Juan Cervera