Letras
Joel Martínez Bañuelos
El tiempo de aguas nunca fue impedimento para Bravonel en cuestión de «sana diversión». Se me afigura que en aquellos tiempos de adolescencia eran más torrenciales las lluvias, porque llovía a cántaros, como dicen mis paisanos. Muchas madrugadas hubo en que le llovió al granuja aquél camino al trabajo, y así tuvo que cumplir con el compromiso; otras veces se levantó y de plano tuvo que esperar impaciente a que amainara el temporal para irse, empezar tarde la jornada, y obviamente su salida se atrasaría también. Eran los imprevistos propios del trabajo y de los elementos de la naturaleza.
Sin embargo, esos amaneceres grises, los días metidos en agua y las negras tardes borrascosas, tenían un raro encanto que todavía despierta en Bravonel cuando el viento serrano le acaricia el rostro y le alborota el pelo, levemente plateado en sus sienes. Era gratificante ver cómo las calles se llenaban de agua y los empedrados recobraban el color; los zacatales eran peinados de raya enmedio por las ráfagas de viento, cargadas de gruesas gotas que sonaban sobre los tejados y las copas de los árboles que se agitaban en arrítmico vaivén; luego, la precipitación cesaba y aparecía el sol, dando paso a un majestuoso arcoíris adornando el cielo como sonrisa divina.
Dentro de ese marco pueblerino y pintoresco en donde no había modernidad y lo cotidiano y la naturaleza eran parte del paisaje, transcurría la mocedad del pillastre de Bravonel y sus amigos, los recordados siempre, los que junto con él recorrieron el camino donde algunos se fueron lejos para no volver, los que fueron fieles y se quedaron en el pueblo y lo hicieron suyo, tal como debe de ser, y los que se fueron físicamente porque su boleto de viaje llegó a la estación final y, dejando el equipaje, dijeron adiós.
En ese entorno, una noche, después de una función en el Cine Edén, la tormenta azotó con furia, como queriendo despegar las viejas láminas galvanizadas de la techumbre que sólo cubría las gradas de «gayola» (galería) y las primeras dos filas de butacas de luneta. Las mangas de agua azotaban y la gente ya no halló dónde resguardarse, dispersándose por las anegadas calles entre gritos y risas. Mario «Mariachi» Canales, Feliciano «Chano» Valderrama y Bravonel tomaron también, empapados, la calle Veracruz y luego doblaron hacia el poniente por la Laureles que los llevaría hasta el barrio que seguramente estaría con sus calles llenas de arroyos bajando de la loma, formando barrizales rojos.
Cada charco que encontraban era un jolgorio, porque el que lo alcanzaba primero brincaba sobre él para bañar con agua colorada a sus compañeros. Así, entre tormenta y agua de charcos, risas, aventones y bromas, pasaron la calle Puebla, que parecía laguna porque del lado de la escuela Mariano Ruiz bajaba el nivel de la calle. Allí fue una guerra campal de aventones y brincos, a ver quién lograba mojar más a sus compañeros.
La lluvia se había calmado un poco y el viento cesó. Mario tomó la banqueta izquierda. Un taxi estaba estacionado. Eran casi las once de la noche. Feliciano y Bravonel siguieron a Mario, que reía todo empapado. De pronto Mario, sin dejar de reír, tomó una piedra de regular tamaño que estaba sobre la banqueta, tocó repetidamente la puerta de madera de la casa donde estaba estacionado el taxi, y corrió a todo lo que daban sus piernas. Pasó a mil por hora por el almacén de materiales de doña Amparo, luego dobló hacia el norte por la Artículo 123, después a la izquierda por la Emiliano Zapata hacia el poniente, seguido de Chano y Bravonel, que antes de dejar la Laureles alcanzaron a ver el taxista abordar el coche y arrancar en busca de los bromistas panaderos que seguramente lo despertaron.
La calle estaba intransitable, atascada de barro; pero eso no era nada: por la siguiente calle (Guadalajara) empezaba la laguna que más adelante (la calle Mazatlán) se convertía en un arroyo que desembocaba en el puentecito que pasaba por la casa de don Cristino y la tienda de Los Oros, y desaguaba en el corral de don Marciano Rayas.
Por la calle que acababan de dejar, unas luces se veían donde terminaba el empedrado (el cruce de la calle Guadalajara y la Laureles): eran las luces del taxi de César Nova y las de la patrulla de la policía municipal. Los bribones y bromistas panaderos pasaron agazapados para no ser descubiertos, luego corrieron entre el barrizal y los zacatales de la calle, hasta llegar al arroyo que estaba rasito de agua y, aunque no era de mucha profundidad, si acaso un metro y medio y tampoco era ancho, la corriente sí era fuerte.
Mario fue el primero en lanzarse al agua, luego Feliciano, y por último Bravonel, que era el que menos sabía nadar. La corriente los arrastró unos cinco metros, pero lograron cruzar. Las luces de los vehículos ya no se vieron, habían desistido en la búsqueda de los vagos infractores, tal vez no quisieron arriesgarse a enlodar los carros o a quedarse atascados en el lodazal. Ello salvó a los jóvenes vándalos que, ahora más mojados y enlodados, reían nerviosamente, muertos de frío y cansancio, sintiendo que sus corazones latían aceleradamente queriéndose salir.
Regresaron a la Laureles por la calle Querétaro, por donde estaba la granja aquella que en la entrada tenía en la banqueta dos almendros y un enrejado cubierto por unas rojas bugambilias. Mario fue el primero en llegar a su casa, que estaba donde hace calle cerrada la San Luis; Chano fue el segundo en despedirse, su casa estaba entre la calle Cuauhtémoc y la Netzahualcóyotl (la calle donde vivió Bravonel, marcada con el número 38).
Casi era medianoche cuando el travieso jovenzuelo empujó la puerta de madera del cerco. Todavía lloviznaba. Era hora de dormir porque a las cuatro de la mañana había que levantarse para ir a trabajar si dejaba de llover, y si no, podía dormir un poco más. Todo dependía ya de Tláloc.
Muchos años pasaron y cada que se dio la ocasión de platicar, aquel trío de sinvergüenzas reía al recordar la épica hazaña, porque hay cosas que no se olvidan y se siguen recordando, como si el tiempo nos llevara al momento exacto cuando sucedieron las cosas.
Hubo un detalle curioso de este recuerdo. Una noche antes de que se desbordara el río por el Puente de Los Limones aquella mañana, producto de los efectos del huracán Willa, Bravonel soñó aquella laguna de agua formada en el cruce de las calles Puebla y Laureles, pero en su sueño el nivel del agua le llegaba arriba del pecho. Bravonel nadaba por la calle anegada rumbo al norte, por donde estaba la casa del «Varas». Quizás su sueño le avisaba que su pueblo se inundaba por la entrada oriente que todos conocen como el boulevard Tijuanita: a las seis de la mañana le enviaron fotos de la inundación y un vídeo…
A esas horas Tuxpan, el pueblo coquero, diez kilómetros al poniente, estaba con cuatro o más metros de agua en sus calles: su malecón había colapsado.
Es agradable recordar las vagancias de los tiempos mozos, cuando no existe la preocupación y todo son juegos y la vida es color rosa, cuando menos para los vagos… porque no creo que César Nova haya opinado lo mismo, estando en el calor del hogar, escuchar los fuertes golpes en la puerta de su casa, y tener que salir y mojarse por las ocurrencias de una tercia de vagos panaderos.
A veces lo que para unos es agradable y motivo de risas, para otros no es tan grato y es causa de ciertas incomodidades y un gesto de desaprobación.
10/Oct/2020