La Sublevación del Brujo Jacinto Canek
VIII
UNA MUCHEDUMBRE BLASFEMATORIA
Las insuficientes fuentes originales del asunto coinciden en señalar con certeza el lunes 14 de diciembre de 1761 como la fecha de la ejecución. Durante la noche ha sido erigido un imponente cadalso negro cuyo origen vergonzante silencian (o ignoran) los historiadores.
Una muchedumbre blasfematoria y desvelada amanece en la inmunda explanada de la Plaza Mayor. Integran esa descoyuntada convención españoles, mestizos, indios y negros que consumen la desdeñosa madrugada en el aturdido ejercicio de beber aguardiente. Nada han dejado los organizadores al azar: los innumerables puestos de tacos acostumbrados en las fiestas invaden la explanada, y las tabernas, colmadas de jubilosos borrachos, coadyuvan a enriquecer aquella feroz algarabía. Ese inusitado ámbito jocoso parece desmentir, en principio, la verdadera naturaleza del suceso que está a punto de acontecer.
LOS INVITADOS DE HONOR
En el centro de la plaza hay un templete pulcro y decorado que ha sido dispuesto para el gobernador y sus invitados. Lo han levantado muy cerca del cadalso. Ese sitio privilegiado ha comenzado a ser ocupado por sus dueños a partir de las siete de la mañana. El gobernador arriba puntual (acompañado de su esposa), en traje de ceremonia. Gravita, inseguro en su deleznable ochentanía, sobre un bastón de empuñadura de plata. Le hacen cortejo el licenciado Maldonado, el capitán Calderón, militares, pelucones y rituales dignatarios del clero. Las esposas del gobernador, del asesor y de los altivos capitanes-a-guerra disipan las temblorosas horas en coloquios intrascendentes. Disimulan el sol con sombrillas policromadas que giran en las manos con delicada excitación. Combaten el incipiente fervor matutino con llamativos abanicos de seda china.
También comparten ese esclarecido entablado el padre Martin del Puerto, Prepósito de la Compañía de Jesús, el señor deán, infanzones, indios hidalgos ridículamente empelucados, el teniente de dragones (con impecable casaca militar y relucientes botas a lo húsar) y los señores capitulares tocados de fúnebres bicornios. Confinados a los postreros lugares, los imprecisos burócratas de la Real Hacienda.
Más abajo, cercando ese exclusivo estrado, una villana chusma de labradores, jornaleros, herbolarios, indias embarazadas, escribanos, barberos, artesanos y sangradores.
Atropellados por la edad, asoman de desmemoriados zaguanes, viejos y honorables vecinos cortejados por sus criados. Apuran el paso, acaso preocupados por no llegar a tiempo a la función. Próxima al estrado del gobernador, aturde la atmósfera una desapacible orquesta emperrada en devastar los más recientes aires españoles importados de Cuba.
LAS HÓRRIDAS OCUPACIONES
Sobre el cadalso, ocho verdugos altísimos calibran con sosegada ferocidad la férrea impiedad de enormes tenazas incandescentes, de barras de hierro y otros aparejos brutales muy capaces de enriquecer el demoledor acervo del suplicio. Aparte esas hórridas ocupaciones, los sayones se gastan el tiempo (mientras aguardan la llegada del sentenciado) pasándose una fogosa botella de aguardiente. Apuran de ella dilatados tragos, se limpian la boca con el dorso de la mano e interpolan, entre sorbos impetuosos, la áspera escala de las imprecaciones.
UN SOLILOQUIO IMPENSADO
Abajo, los espectadores, hastiados de esperar, denostan el demorado principio de la acción. El nebuloso sol otoñal ha empezado a calentar. De pronto, los lúgubres acentos de una solitaria trompeta derrumban el ascendente vocerío. Se ensaya un silencio impecable. De la cárcel pública (a sólo unos doscientos metros del cadalso) emerge, precedida de capitanes y soldados, la asolada figura de Jacinto Canek. Acompañan su jornada hasta el potro del tormento los luctuosos toques de un tambor. Lo siguen su cura confesor (el doctor Lorra) y otros religiosos abismados en oración. Pulula una visible agitación entre el público porque se ha propagado este dantesco rumor: Jacinto Canek, el Serpiente Negra, no puede morir; ese brujo tiene pacto con los demonios y escapará, de alguna inconcebible y misteriosa manera, de ese negro patíbulo. La procesión arriba a su destino: instalan al prisionero sobre el cadalso y le amarran las manos y los pies. Los verdugos se disponen a cumplir su comisión. De súbito, sin que nadie pueda impedirlo el doctor Lorra salta al cadalso. Con vigorosos movimientos de sus brazos reclama la atención de la gente. Comienza a decir algo, algo muy grave. Pretende (verbalmente) detener ese crimen. Pretende ganar al tiempo, esperar un milagro. Recurre a la retórica, al soliloquio shakespeareano y, finalmente, al exabrupto. Acaba asegurando que ese hombre tendido en el potro, con todos sus crímenes y con todos sus excesos, es más inocente que los espectadores.
EL ARRASAMIENTO DE UN CADÁVER
El gobernador repudia, con una mueca de fastidio, ese alegato improcedente. Produce enseguida dos señas impacientes que originan dos hechos: uno, irreverente, la brusca expulsión del religioso del cadalso; otro, largamente esperado por los espectadores: el comienzo del suplicio, la ejecución del reo. Un sórdido sayón salmantino alza, de pronto, una horrenda tenaza embarrada de fuego. Con ella pizca la sudorosa pierna zurda de Canek. Prosiguen otros hirvientes pellizcos. El licenciado Maldonado, el auditor de guerra, ha establecido muy claramente este precepto siniestro: mantener con vida a ese brujo, prolongar su sufrimiento, torturarlo sin prisas, irle arrancando (y quemando) la carne a pedacitos. Tal infame mandato se cumple con excesivo celo hasta que un verdugo impaciente (acaso porque ese réprobo no profiere los alaridos ambicionados) le descarga con su barreta un golpe tan brutal en la cabeza que ahí mismo le quita la vida. Con todo, la desalmada sentencia se observa con puntualidad: los verdugos prosiguen atenaceando por mucho tiempo ese cuerpo hastiado de quemaduras. Aburridos del pestilente juego, truecan las tenazas en barretas: con ellas le quebrantan los huesos a ese desastroso cadáver, le rompen los dientes, le arrancan los ojos. Luego se lavan la sangre de las manos en un balde de agua fría, se enjugan el sudor y se dirigen a la taberna a rematar su borrachera.
Lo que ha quedado de Canek permanece expuesto a la lóbrega curiosidad del público hasta las dos de la tarde. A esa hora se personan ante el cadalso unos alguaciles borrachos que reclaman el cadáver. Meten esos degradados despojos en algunas sacas de henequén y los llevan al campo donde los queman y arrojan las cenizas al viento.
Muerto Canek se esperaron inminentes hecatombes. Una tormenta incendiada de relámpagos inundó vastas porciones de la provincia. Quebrantaron el espacio truenos aterradores. Pero detrás de esas retumbantes turbulencias no hubo nada. La vida colonial, con su cuantiosa cauda de impiedades, prosiguió inmarcesible.
LOS OTROS AJUSTICIADOS
Los ocho principales magos colaboradores en la devastada rebelión fueron colgados y descuartizados en la misma Plaza Mayor al siguiente miércoles. Sus restos los enviaron a sus pueblos de origen. A doscientos leales de esa doblegada revuelta les arrancaron las orejas. Los demás padecieron azotes, trabajos forzados o un desolado destierro por el resto de sus días.
LAS PERVERSAS PROVIDENCIAS
A los tres días de cumplidos los abominables castigos, el gobernador y su asesor acordaron el decreto de arbitrarias disposiciones contra los naturales. Bandos afrentosos fueron pregonados por todos los rincones de la provincia. He aquí algunas de esas injustas providencias: todo indio sorprendido con una escopeta en las manos será ejecutado en el acto: se otorga un plazo de quince días para rendir esas armas; queda prohibido viajar sin pasaporte por la provincia: los infractores serán azotados; se desautoriza el uso de mitotes y otros instrumentos indios en las fiestas: los que se descubran serán quemados públicamente; sólo serán admitidos en las fiestas los instrumentos musicales españoles para que con este modo se consiga desterrar todos sus malos errores (sic); queda vedada la práctica de bailes antiguos y otros de licenciosa paganidad; se restablecen las picotas en todos los pueblos, con una generosa variante: los propios indios elegirán, desde ahora, quien los azotará al pie de la picota.
LA DEVASTACIÓN DE UN PUEBLO
Por comienzos de 1762, el licenciado Maldonado viaja a España. Ahí obtiene la execrable orden real de borrar el pueblo de Quisteil de la faz de la tierra. Por julio se cumplió ese macabro destino: unos hombres llegaron un abochornado mediodía y sembraron de sal los pozos y las tierras de esa población, para que nadie nunca pudiera volver a vivir en ella.
UNA SOMBRÍA MEMORIA DEL SIGLO DE LAS LUCES
Nos separa un insondable trecho de las trágicas ocurrencias del Año del Señor de 1761. Perdura, sin embargo, un decaído recuerdo de los hombres responsables de esos deplorables sucesos; persiste (contiguo a ese recuerdo) una memoria de pelucas, espadines, íconos inmutables, clavicordios barrocos y sonatas tocadas a la luz de las velas. Una memoria de brujos levantiscos, de flechas y de escopetas viejas. Solo, remotamente solo quedó el patíbulo donde rompieron el execrado cuerpo de Jacinto Canek. El viento, el rencor de los siglos, la negligencia del tiempo y de los hombres, dieron polvo y olvido a ese episodio recóndito. Sus actores (los perversos, los virtuosos): Crespo, Maldonado, el capitán Calderón, Canek el Serpiente Negra, el padre Martín del Puerto, los indios involucrados en la revuelta, el doctor Lorra…. cumplieron, dentro del perfecto orden universal, sus minuciosos destinos. Transcribo sus desenlaces: el gobernador Crespo y Honorato expiró, fatigado de inviernos, el 11 de noviembre de 1762 (apenas ocho días antes de cumplirse el primer aniversario de la sublevación). Murió al atardecer, con un cielo pletórico de gastados fulgores, confortado con los auxilios de la Santa Madre Iglesia. El licenciado Maldonado falleció en su cama por 1777 mientras ejercía su añorado ministerio de Alcalde Mayor de la Provincia de Tabasco. Ignoro si manifestó siquiera un ingrávido asomo de compunción por su culminante participación en la tragedia. Al denodado capitán Calderón le fue conferido un jugoso cargo militar en Campeche: pródigo en el cultivo de indios ajusticiados, lo fue también en descendientes. Desconozco la fecha del fallecimiento del doctor Lorra. Sabemos sin embargo que todavía oficiaba en celebraciones religiosas a las postrimerías del siglo XVIII. El sapiente padre Martín del Puerto, de la Compañía de Jesús, murió, como el obsecuente Abraham, en buena vejez, de avanzada edad y lleno de días.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…