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Una herencia con propósito

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VI

UNA HERENCIA CON PROPÓSITO

La noticia le llegó ocho meses después de la muerte de su madre. Los tres cuadros de arte que su madre Regina siempre se resistió a vender, ahora tenían un valor estratosférico. Nadie imaginó tal cosa, nadie sabía siquiera que aún los conservaba.

El padre Rafael había trabajado para la diócesis de Michoacán por casi diez años. Seguían viéndolo como un sacerdote más, a pesar de que había enviado propuestas para el establecimiento de un seminario local. Se había tomado el tiempo de elaborar los contenidos teológicos para cada semestre. Le había tomado un par de años desarrollar todos los contenidos curriculares, e inclusive un par de feligreses entendidos en los asuntos de la arquitectura había elaborado planos para un terreno de aproximadamente cuatro mil metros. Le emocionaban los proyectos que desafiaban su inteligencia y su capacidad. Una de sus frases era: “Si doy un pequeño paso, no necesito a Dios; pero si doy un gran salto, solo Dios puede hacerlo posible.”

Llegó a creer que en algún momento podrían considerar sus ideas, no porque fueran novedosas, sino porque eran ideas necesarias por el creciente número de jóvenes interesados en descubrir la vida centrada en Cristo. Todos y cada uno de los intentos habían sido rechazados. Siempre diferentes argumentos acompañaban la negativa. Pero Dios, o la vida, le tenían preparado un sorprendente encuentro con su destino.

Ese día en que el abogado encargado de entregarle todas las posesiones de su madre lo vio, le ofreció una reverencia y le recordó la última vez que se habían encontrado, hacía más de diez años.

–Lo recuerdo de aquella mañana en la catedral, en el servicio de su ordenación –dijo el abogado con voz pausada y segura.

–Claro, debe ser un mal recuerdo, debido a que mis nervios eran más que notorios.

Ambos se acomodaron en torno a una mesa redonda de cuatro sillas. El despacho era convencional, pero tenía un aire fino que le venía de los muebles y recubrimientos de los muros. La alfombra azul eléctrico del piso hacía que los clientes parecieran flotar.

–¿Y continúa al servicio de la diócesis de Michoacán? –preguntó más por el impulso habitual de hacer plática que por un interés genuino.

–Sigo ahí, pero no sé por cuánto más…

Ante la respuesta severa del padre, el abogado se arremolinó en la silla ejecutiva, tratando de dar la impresión de que se avecinaba algo serio.

–Bueno, me parece que lo que voy a decirle hará las veces de lo que ustedes llaman “milagro”.

Lejos de interesarse en la información del abogado, el padre tomó las debidas precauciones. Había aprendido en la labor del pastoreo que cuando alguien llama a una circunstancia “milagro” detrás debe haber algún tipo de distorsión de la realidad. Estaba convencido de que los milagros no pululaban por las calles. Muy a su pesar, se dispuso a escuchar con suma atención lo que el abogado estaba por decirle.

–Semanas antes de morir, su madre puso bajo mi resguardo tres cuadros de arte. En el testamento, explícitamente se establece que deberán ser subastados y el producto de la subasta ha de entregársele a usted íntegro, excepto por mis honorarios y los de la casa subastadora.

El padre seguía con la mirada los ademanes y gesticulaciones del abogado.

–De igual forma, tengo la instrucción de vender la casa donde su madre vivió por los últimos veinte años. Y, de la misma manera que con los cuadros de arte, el producto de la venta de la propiedad habrá de entregársele a usted íntegra, excepto por los honorarios del corredor inmobiliario.

Eran tres cuadros del pintor alemán de finales siglo XIX Otto Allöder. Los cuadros ya se habían subastado, obteniendo la suma final de 2.7 millones de dólares por las tres obras.

–Este, es un cheque de caja por la cantidad de 2.3 millones de dólares. Ya usted podrá hacer la conversión a pesos mexicanos. Lo que sí le recomiendo es que lo deposite. Si usted no tiene una cuenta bancaria, con gusto le acompaño para facilitarle el trámite.

–Gracias. Creo que yo no sabría cómo hacer el trámite, y… –dijo atropelladamente, tratando de disimular su asombro.

–Cuente con ello. Solo tiene que decirme el día y la hora en que desea que lo acompañe.

–Gracias –volvió a decir, mientras impedía que el sudor le escurriera por la frente.

–Bien, pues si usted no dispone de otra cosa, me tengo que retirar.

El abogado tomó su hinchado portafolio, como si las soluciones de todo el mundo confluyeran en ese pequeño espacio rectangular oscuro.

Cuando el padre Rafael se quedó solo, la primera imagen que atravesó por su mente fue aquel seminario lleno de jóvenes rebosantes de dicha. A pesar de que esta imagen le transmitía un gran gozo, también representaría el comienzo de un periodo lleno de dolor y soledad.

Una vez más veía a su padre muerto en medio de aquel terregal inhóspito. Pero una vez más añoraba las palabras de su madre como nunca. Sabía y era consciente de que estaba por dar los primeros pasos hacia una separación que probablemente sería para siempre. Tendría que dejar su alma mater, no había otra opción.

No tardaron en aparecer las difamaciones. La fuente: inexistente.

El periódico católico “El Segador” lo destrozaba cada semana: que si había roto el celibato, que si había cometido una falta mayor, que si la imaginación no alcanzaba para describir su maldad, que si la rebeldía, que si el orgullo, tantas mentiras que parecían haber sido urdidas en las mismísimas fauces del infierno.

Todo era parte de un plan macabro para terminar con cualquier iniciativa que el padre Rafael intentara. Iban un paso adelante siempre. Así ocurrió cuando quiso adquirir el terreno del libramiento. Eran 3000 metros cuadrados, suficiente espacio para el proyecto. Sin embargo, las autoridades eclesiásticas ya habían dado un anticipo para asegurar su compra. El padre Rafael entró en crisis, en una encrucijada de la cual no sabía cómo iba a salir.

Pero, como siempre pasa con los que viven para Dios, el contraataque ya estaba dispuesto. Un terreno de grandes proporciones estaba en venta. Se ubicaba en la parte alta del pueblo, en una de las últimas calles antes del mirador. El precio le pareció bien. Quedó gratamente sorprendido cuando, al caminar por el terreno, descubrió que eran en total 3700 metros cuadrados. De inmediato solicitó la documentación y dieron inicio al proceso de compraventa

Todo parecía recomponerse. Con el dinero restante podría construir al menos 50 habitaciones para dar albergue a 100 seminaristas. Estaba tan emocionado que se había olvidado de los rumores y ataques constantes de la diócesis. Pero las miradas de las personas se encargaban de recordárselo cada día.

Eso de “no juzguéis para no ser juzgados” no aplicaba en este lado del pueblo. Desde luego que también había gente, aunque no mucha, que lo admiraba y respetaba por su franqueza. Y esas personas se fueron convirtiendo en escuderos que repelían la mayoría de los ataques. Para decirlo de una manera un tanto coloquial, eran quienes le cuidaban las espaldas. Le prodigaban un leal cariño, principalmente en las noches de soledad cuando el padre anhelaba celebrar. Se acercaban a él, y en esa compañía les transmitía verdades bíblicas parafraseadas, casi como representaciones líricas, incubando en ellas la fuerza de la narración oral.

Sin darse cuenta, la calle se fue convirtiendo en el escenario perfecto para sus sermones bañados de algarabía y festividad, pero impregnados también, como debe ser, de verdades irrefutables cuya función primordial era la de dar a conocer a Dios. Las cuatro personas que una noche se acercaron a conversar con el padre Rafael, pronto se convirtieron en ochenta, y aún no pasaban dos meses y ya sumaban 120 los reunidos en esa mitad de calle.

No pasó tiempo para que las autoridades eclesiásticas dieran una nueva orden diciendo que era un falso predicador, un engañador, un mentiroso que, aprovechándose de la ignorancia de las personas, las arrastraba al infierno.

Una vez más, la soberana provisión del cielo extendió su manto para resguardarlo y afirmarlo. Luego de años sin una visita oficial del arzobispado de Morelia, apareció en escena el arzobispo primado, monseñor Luis María Altamirano. Pareciera que había llegado para hacerle una pregunta a la junta del presbiterio.

–¿Qué daño les ha causado este hombre de Dios?

Si alguien por error ha quedado encerrado dentro de una habitación sola, puede entonces ahora imaginar con mayor claridad el silencio que se creó en ese lugar.

–¿Le llaman enemigo a alguien que predica en las calles, que ayuda a los niños con comida y da consuelo a los ancianos?

El silencio prevalecía.

–¿No es acaso lo que todos ustedes deberían hacer? ¿O es que ustedes son enemigos de la cruz?

Todos los argumentos contemplados con antelación se iban cayendo, como cae la lluvia cuando el cielo está contento. El hombre aquel continuó hablando con tal autoridad y razón que no había entre los presentes alguien que tuviese un argumento mayor.

–Mañana iré a conversar con él. Y les anticipo que no quiero comitiva. Estaré donde él está con la gente que se reúne. Ya lo sabrán, aunque me han dicho que las fuentes de ustedes no son tan confiables.

El arzobispo se puso de pie; al mismo tiempo todos los ahí reunidos se levantaron. Mientras pasaba, cada sacerdote inclinaba la cabeza y besaba el anillo. El arzobispo se detuvo al final del breve camino para terminar:

–Descansen, mañana saldremos temprano, hay mucho trabajo qué hacer. Y, por favor, luego que yo me haya ido de aquí, no quiero volver a escuchar hasta la arquidiócesis de Morelia ninguna trifulca más de su parte. ¿Está entendido?

–Entendido, monseñor. Cuente con ello, lamentamos haber actuado impulsivamente –dijo con pena el presbítero a cargo.

Sin embargo, cuando un corazón se ha envenenado, no se detendrá hasta conseguir lo que su alma enferma busca.

Jorge Pacheco Zavala

Continuará la próxima semana…

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