Ignacio Magaloni Ibarra
Por Parsifal
[Serapio Baqueiro Barrera]
(Especial para el Diario del Sureste)
Este viejo poeta y periodista a quien llamamos Ignacio Magaloni Ibarra –heredero de un nombre ilustre en los fastos de nuestra cultura peninsular– es un león en dos pies…
Su rostro, su cabeza enorme que ahora ostenta la pompa blanca de una melena que siempre lleva descubierta para que la bese y peine el viento –pudiera ser ésta una coquetería apolínea–, sus brazos atléticos que terminan en unas manos gruesas y anchas, semejantes a garras; todo es leonesco en este hombre.
Singularmente, sus manos cuando nos saludan efusivamente nos oprimen con su peso y nos hacen imaginar que, fácilmente, hubieran podido manejar el grande arco de Ulises que ni siquiera pudieron mover los rivales del héroe cuando sufría amorosa prisión en la isla azul y rumorosa de Calipso.
Nacho Magaloni es el superviviente de una familia lírica que hace cincuenta años llevó sus primicias literarias, sus perfumadas prímulas hacia los altares de la divina Poesía; pero Magaloni al mismo tiempo sentía una fervorosa devoción por la diosa Justicia, tan mancillada en todos los tiempos y en todas las latitudes de la tierra y se constituyó en paladín de todos los derechos de los oprimidos, haciéndose poeta cívico.
Y cuando frecuentemente aparecía en la tribuna pública, repetía tercamente la apocalíptica frase hugeana: “Señores, la humanidad existe…” porque no todos podían en aquel tiempo desentrañar el concepto de esta frase que proclama la igualdad de los derechos de todos los hombres, que preconiza la identidad de los valores sociales, de todos los individuos y la nivelación moral.
Magaloni Ibarra fue condiscípulo de don Venustiano Carranza y, lo mismo que este ilustre intransigente, su espíritu fue forjado en la misma fragua, al rojo blanco.
El poeta Magaloni Ibarra, después de haber sido Senador de la República, vive ahora alejado de los asuntos públicos, sin que esto signifique de manera alguna que deje de interesarse por todo lo que al hombre interesa; vive en el remoto suburbio de Chuminópolis, en una casita que se asienta en medio de un gran jardín; y tal vez dirige la gran orquestación de las rosas y de las flores. Ahí vive añorando, soñando, y todavía cuando da expresión a sus recuerdos, a sus sueños de poeta, una llama interior desgarra la niebla de sus pupilas que fulguran a medida que va evocando; su formidable brazo va subrayando las frases musicales que pronuncia y, entonces, nos damos cuenta de que es poeta; nos damos cuenta de que su espíritu vive una vida intensa; de que sus pensamientos florecen en una eterna primavera.
Diario del Sureste. Mérida, 6 de julio de 1935, p. 3.