Apariciones sin misterio
Carlos Duarte Moreno
Colaboración exclusiva para el Diario del Sureste
Buen viejo este don Anastasio Gorocica que a veces me proporciona ratos inigualables por lo espontáneos y ocurrentes, saturados de ese gracejo lento de nuestros viejos que se hicieron una reputación de cuentistas en el transcurrir de los velorios. Dice que sirvió en la Guerra de Castas y que hizo maravillas de valor en Tihosuco. Siempre encaja cuentos inverosímiles y después, ría o no el auditorio, él bate en risa hueca las castañuelas de sus mandíbulas desdentadas y, cuando la cosa se presta, hace con los dedos de las manos garabatos agradablemente insolentes. Lo veo de cuando en cuando, pues sale poco debido a sus sabañones y –no es indiscreto ni impiadoso decirlo– a que teme que un insignificante agujero que hoy ostenta la suela del pie izquierdo, pueda convertirse en horadación trascendental en perjuicio, no digamos de la economía, sino de la desesperación que produciría debido a la imposibilidad, al menos instantánea, de adquirir un repuesto. Naturalmente, don Anastasio procede en este caso –pues hay que tener en cuenta su arranquera– con toda la prudencia de que carecen los guiadores de vehículos en los que entra en composición la gasolina y quienes confunden frecuentemente la ciudad con una pista, y a los transeúntes en irrisorios pajarracos que osaron poner el individuo en el tránsito augusto de las ruedas. Y cabe aquí, perfectamente, hacer constar que como una irrisión y en contraposición, los coches calesas, nuestros clásicos “púlpitos” que tan curiosos resultan para los forasteros, apenas se mueven… Al vértigo de chauffeurs y autos se polariza el cansado rodar del coche calesa en que conductor y jamelgo se hermanan en lentitud enfermiza.
Pero he dejado a don Anastasio. Decía yo que a veces me proporciona ratos inigualables por lo espontáneos y ocurrentes, y es cierto. De mi último encuentro con él guardo ese gusto agradable y persistente como el que deja en la boca un dulce de cacahuate. Y digo cacahuate porque se aviene perfectamente el fruto a la comparación, hasta por lo anacrónico.
Desde luego, mi hombre es de concepción limitada; pero como razona sin maldad, resulta que no es desagradable escucharlo y que sus argumentaciones, por esos frecuentes contrastes de la lógica, aunque parezca ilógico decirlo, sugieren precisamente la refutación completa de lo que sostiene por irrefutable. Pero nunca me ocupo de rebatirlo porque mi deleite estriba precisamente en escucharlo y en reírme con risa sana; de modo que no me propongo contradecirlo aquí ni cosa por el estilo. No faltaba más que, callando frente a frente, yo aprovechase mi rincón periodístico para refutarlo o criticarlo, sobre todo en tono acre y forma antípoda a la que usa siempre para decir esas cosas que dichas por otro resultarían pesadas o insoportables.
Don Anastasio es calvo; más calvo que las mismas botellas en que se expenden los tricóferos; y el único remedio para no mostrar siempre el medio hemisferio de piel punteada por unos poros al relieve que para su completa desgracia le salieron, lo encontró encargando una peluca muy bien hecha para el teatro, pero casi risible para la vida corriente, pues lo que le pusieron por cabello parece hilo de engavillar que previamente se sujetó a una especie de rizado a vapor. Y he aquí por qué don Anastasio cuida tanto lo que le queda en buen estado de la suela del zapato: porque tratándose de hacer lo imposible por remediarse, primero lo haría por la peluca que por los zapatos. Porque, como él dice, sin zapatos se puede andar a vista y paciencia de las gentes, pero sin peluca no, toda vez que las gentes al verlo sin zapatos dirían que está en la miseria; y al verlo como una bola de billar, en seguida caerían en la cuenta de que está calvo. ¡Y es precisamente lo que no quiere! ¡Pero de nada le sirve, pues todos ya saben que usa peluca y eso es peor! Pero con peluca y todo y un catarro crónico que se trae y que lo obliga a sacar por sus constantes estornudos un pañuelo floreado de fondo rojo, de aquellos que según me cuentan estuvieron en boga cuando llegó a Mérida la emperatriz Carlota, resulta el tipo más simpático que se aparece de cuando en cuando, como ya llevo dicho y por los motivos apuntados, a este servidor de ustedes.
No sé cómo vive ni de qué vive, ni en dónde vive y está cada vez más flaco que esos chivos de Maracaibo a quienes el vulgo atribuye el campeonato de la flacura; pero nunca se lamenta ni pide un favor, ni solicita noticias sobre el bienestar económico reinante ni cosa que lo valga. Sabe sacar provecho hasta del paso de un perro por la calle –él llama perros a muchos que lo son, aunque vayan en dos patas– y explica, cuando esto sucede, cómo ha resultado el trasplante o la metamorfosis. Más de una vez se ha ganado un lío y de los grandes, porque ha resultado que el bípedo transeúnte era familiar de alguno de la reunión. Claro es que no iba a darse el desagradable espectáculo de puñetazos más o menos, pero no por eso don Anastasio dejó de ponerse pálido. Y como tiene agallas, buscó siempre la manera de componer su comentario infortunado que, a la postre, gozaron todos, de igual manera que gozaría el lector oyéndolo y viéndolo reír con las castañuelas sordas de sus quijadas desdentadas…
Mérida, Yucatán, 16 de octubre de 1934.
Diario del Sureste. Mérida, 20 de octubre de 1934, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]