César Ramón González Rosado
Roberto, joven ingeniero de Mérida, abordó un vagón de primera clase del Ferrocarril del Sureste con rumbo a la ciudad de México.
No quiso viajar por mar vía Veracruz, pues desconfiaba de los endebles barcos de la llamada “Flota Mosquito” que con frecuencia estaban en problema por los fuertes “nortes” del Golfo de México. Por avión menos: los DC3, desechos de la Segunda Guerra Mundial, de la CMA lo ponían nervioso, además de que el costo era mayor a sus posibilidades económicas.
Qué mejor que viajar en el nuevo y flamante Ferrocarril del Sureste, recién inaugurado, que lo llevaría en forma segura a la capital, disfrutando de la amenidad del viaje durante 48 horas.
Dejó su maleta en el compartimento de equipaje, se acomodó en un reclinable y confortable asiento, miró su reloj y comprobó que en 5 minutos partiría el tren.
El silbato de la locomotora sonó estruendoso, anunciando su partida, al mismo tiempo que una joven mujer llegaba jadeando, justo antes de que se moviera el tren. De puntillas subió la maleta en lo más alto, pues el equipaje de los otros pasajeros formaba una gran pila que casi llegaba al techo.
Roberto la vio venir por el pasillo en busca de un lugar; se acomodó delante de él en la otra fila de tal modo que con facilidad podía observar su larga y ondulada cabellera negra. “Qué bonita es,” pensó.
Los pasajeros observaban por la ventana el monótono paisaje, o bien leían, o dormitaban. Otros prefirieron ir a la cafetería a disfrutar algún refresco o café, solos, o en compañía de otras personas. Roberto hizo lo mismo. La muchacha bonita se quedó leyendo una revista en su asiento.
El paisaje comenzaba a cambiar. Pasaron por un puente, ríos y túneles se hacían más frecuentes. El monte bajo de la península de Yucatán había quedado atrás, grandes y variados árboles se observaban por las ventanas. El gigantesco y bello gusano devorador de caminos velozmente penetraba la selva lacandona.
También pasaron por la estación de Palenque, muy cerca de la zona arqueológica maya del mismo nombre que cobija la milenaria selva chiapaneca, selva virgen que esconde en su espesura la cantarina cascada de Agua Azul.
De pronto, Roberto se percató de que la joven bonita estaba cerca de él. Qué grata sorpresa, se dijo. “Ahora sí: al primer contacto la saludo.”
Sus miradas se encontraron. Sonriendo, miró directamente los profundos negros ojos de la joven, la saludó con discreción. Ella, con gesto de enfado, volvió la cabeza al otro lado. “¡Oh, qué genio! No merece ser tan bella,” murmuró.
De nuevo coincidieron a la hora de la cena en el comedor.
Roberto, siempre con discreción, contemplaba a la hermosa chica. Ella ahora, de vez en cuando, le dirigía alguna mirada y sonrisa complaciente.
El corazón de Roberto latió con fuerza. Se armó de valor, pues entendía que podría exponerse a algún desaire y se dirigió a la mesa. “Hola,” le dijo. “¿Qué tal el viaje? ¿Puedo sentarme?”
“Sí, claro,” dijo ella.
Se presentaron, su nombre era maya, Mucuy Kaak, que quiere decir “tórtola de fuego”. Conversaron sobre diversos temas, del viaje, del paisaje que contemplaban por las ventanas, de cultura, de política y otras cosas para consumir el tiempo.
Ya muy noche se despidieron. Mucuy tenía reservado un gabinete y desapareció por el estrecho pasillo del carro pullman. Roberto quiso seguirla, el asistente le pidió la reservación, no tenía, y resignado volvió a su lugar.
Quedó en su asiento de primera clase, durmió feliz, pensando en el afortunado encuentro con la chica. Urdió tantas y tantas fantasías que se sintió enamorado.
A la mañana siguiente desayunaron, pasaron el tiempo conversando, riendo, caminando por los otros vagones, contemplando el paisaje que con rapidez pasaba por las ventanas, en la cafetería consumiendo alimentos. Muy contentos los dos, el día les pareció breve.
Llegó la noche de nuevo, ella volvió a su dormitorio y Roberto la pasaría en su confortable asiento. Mucuy Kaak con cadencioso y rítmico andar se esfumó entre la media luz del pullman, ante la ansiosa mirada de Roberto.
Al día siguiente llegaría el tren a la estación de Buenavista, en la ciudad de México. Se encontraron en el desayuno. Le preguntó si volvería a verla. Enigmática, respondió: “Si los dioses quieren, así será.”
Perplejo ante la respuesta, Roberto no supo decir nada.
El silbato de la locomotora anunció la llegada. Los pasajeros se apresuraron a recoger el equipaje. Mucuy hizo lo mismo y Roberto también.
Bajó del vagón Mucuy y pronto desapareció entre la gente. Él la buscó sin resultado y se preguntó por qué tanta prisa. “Ni su teléfono me dio.”
Roberto llegó a su hotel. Ya en su cuarto abrió su maleta y cuál no sería la sorpresa cuando encontró, en lugar de su ropa, prendas íntimas de mujer y un hipil bordado.
¡Cómo, qué es esto! Cerró asustado la maleta. La revisó: era igual a la suya, a no ser por una etiqueta que delataba a la dueña: Mucuy Kaak, y un número de teléfono.
De inmediato llamó: “Este teléfono no existe” fue la respuesta. Esperó un rato. Volvió a abrir la maleta y encontró algo más: Un objeto áspero, seco, un fruto alargado partido en dos.
Lo reconoció. Recordó que en el pueblo donde pasó su niñez lo había conocido. Era el fruto de la Ceiba, el árbol sagrado de los mayas. Recordó al profesor advirtiendo a los alumnos: “No recojan esas vainas, con eso peina su larga cabellera la Xtabay.”
Se estremeció. Pensó que era una broma de Mucuy Kaak. Volvió a llamar al número, obteniendo la misma respuesta: “Este teléfono no existe.”
Entonces recordó un primer encuentro con la misteriosa mujer algún tiempo atrás.
Fue en un baile en la hacienda Yaxcopoil. Allí la conoció, cuando la acompañó a su casa por aquel camino obscuro que vigilaba con su misterioso canto el pájaro Pujuy.
Ella le había perdonado la vida después del encuentro pasional, cuando él amaneció dormido al pie de una Ceiba. Sí… Mucuy Kaak era la mismísima Xtabay que lo seguía.
Roberto, confundido y triste, en su pesar recordó una danza maya, una invocación que decía: “Mucuy kaak, ¿tuux yanech, tuux yanech Mucuy kaak?” (Tórtola de fuego, ¿dónde estás, dónde estás, tórtola de fuego?).
“Sé que volverá,” pensó. Mucuy Kaak lo dijo: “Si los dioses quieren, así será”.