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Un Olimpo sin dioses

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Gloria ausente

 

UN OLIMPO SIN DIOSES

 

24 de septiembre de 1998

 

Los dioses paganos se han ido del Olimpo, abandonaron el templo profanado por un fundamentalista novicio que despertó la ira de sus guardianes. Ni siquiera la santa indignación de Don Silvio pudo contener el éxodo imprevisto, anatematizados ante los principales del burgos que sufrieron con los plebeyos los embates del apóstata. Nueva relación de las cosas de Yucatán con los apuntes del cronista del apocalipsis.

En tiempos difíciles, los augures del pesimismo desafían la capacidad de resistencia de los hombres nacidos para luchar y su vocación de constructores de nuevos cimientos para una nueva sociedad. Se equivocan cuando pronostican el desastre. Los pueblos no se suicidan, menos en el Mayab legendario.

La parábola del Olimpo es una referencia obligada para recordar la inclinación de los devotos del nacionalismo de derecha que tuvo en el régimen nazi y en la Italia fascista sus mejores expresiones. Hitler también predicó el fervor de la nacionalidad y de la raza aria para ocultar sus ambiciones de dominio. Tuvo igualmente sus arquitectos que construyeron los grandes monumentos para perpetuar la gloria del Tercer Reich. Todo ello complementado con la más perversa maquinaria de propaganda, que enseñó a los aprendices de brujos, que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad.

Nuestro nacionalismo revolucionario es ajeno a las conspiraciones de la derecha que suspira por el nacionalismo alemán, el mismo que condenó a los hombres impuros a los hornos crematorios de Auschwitz.

Las arengas del falso nacionalismo, los edificios monumentales, la prensa totalitaria, la maquinaria bélica, los grandes desfiles marciales con banderas desplegadas con la cruz gamada, y el paso de ganso de la bota militar, parecen ser de nuevo el sueño dorado de la nueva generación catequizada para la disputa del poder por medio de la confrontación facciosa y la desinformación.

Desde un principio el mal fario ha sido una constante del edificio que conocimos como “El Olimpo”. Es increíble que un gobernador inteligente y culto hubiese permitido la destrucción del inmueble original, tan lleno de historia, tradiciones y belleza, con la peregrina justificación del entonces alcalde, de cuyo nombre es mejor no acordarnos, de que estaba a punto de caer.

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las ciudades europeas fueron devastadas por las bombas y sus más hermosos edificios fueron destruidos, con paciencia inagotable y amor a lo suyo, gran dedicación, el auxilio de sus planos originales y la memoria de las antiguas fotografías, se dieron a la tarea de reconstruir y volver a levantar, con las mismas características, las edificaciones que habían dado fisonomía propia e identidad cultural a sus grandes ciudades capitales. En todos los países del mundo existen testimonios de obras de restauración y salvación de los edificios históricos, que son patrimonio de los pueblos.

La miopía de la anterior administración municipal impidió ver a su alcalde que, si deseamos hacer de Mérida una ciudad turística, se debían de conservar y revivir las características propias de una época y de una cultura original que nos distingue, preservar nuestra identidad y nuestros edificios.

Si por principio de cuentas demoler el antiguo Olimpo constituyó un grave error, levantar uno nuevo, distinto, fue una equivocación mayor. No importa que la terquedad senil de un yucateco respetable por muchos sentidos, pero prejuiciado, opine en la dirección que soplan los vientos de los diseños vanguardistas de los arquitectos de la nueva ola, del “new age”.

El nuevo edificio de “El Olimpo” es un monumento a la irracionalidad. El más vivo ejemplo de imposición y autoritarismo, por más que éste se haya tratado de disfrazar. Es un añadido modernista que agrede el entorno del Palacio Municipal y la Plaza Principal, que rompe con la unidad arquitectónica del conjunto.

La voz del pueblo no se equivoca y así lo ha juzgado. Por desgracia, el daño irreparable, ya está hecho.

El visitante que llega por primera vez quiere conocer las costumbres y características del pueblo que viene a descubrir. Se interesa por su historia, costumbres, idioma, comida, música, bailes, sus antecedentes indígenas y su pasado colonial. Destruir Mérida para modernizarla, renegar de nuestras costumbres, cambiar nuestras tradiciones por la comida rápida, y tratar de agradar al visitante ofreciéndole un remedo de lo suyo propio, es otra gran equivocación. Cuánta razón tenía el escritor y poeta Carlos Duarte Moreno cuando solía decir que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Mérida es una ciudad indefensa, quienes debieran cuidar su imagen, autoridades y profesionales del ramo, autorizan la destrucción de sus edificios históricos y promueven la edificación de otros con características distintas. Convierten los parques públicos en estacionamientos de vehículos y en foros de espectáculos artísticos, lo cual no es su función original. Los árboles de las avenidas son víctimas inermes de los podadores crueles de las compañías de teléfonos y electricidad, que los mutilan sin piedad, sin que nadie los defienda ni se preocupe por la reforestación.

Quizá por todo esto los dioses del Olimpo se han ido para siempre. No toleraron la incuria de los irresponsables ni la incapacidad de los improvisados. La gloria ausente del claustro convirtió en polvo los sueños de grandeza.

Luis F. Peraza Lizarraga

Continuará la próxima semana…

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