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Un licuado de fresa

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Letras

Joel Bañuelos Martínez

Hace muchos ayeres, un Bravonel de 26 años estuvo en una ciudad de enigmática belleza: Irapuato, la ciudad de las fresas. La casualidad y la búsqueda de un trabajo estable lo llevaron hacia allá con varios compañeros a una fábrica de panificación donde aprenderían lo necesario para abrir otra fábrica hermana en Mazatlán, Sinaloa. Hubo que hacer algunos cambios de actitud, trabajar bajo un reglamento e interactuar con grupos de personas. El aprendizaje, el manejo de datos, fórmulas y procedimientos distaba mucho de lo que él conoció en sus trabajos anteriores; sin embargo, sabía que de ello dependía forjarse un futuro.

Así pues, tuvo que aceptar las bromas de sus nuevos compañeros, que lo primero que hacían era ponerle un apodo a los recién llegados que por lo regular era femenino: a Raymundo Haro le llamaron «La Petra»; a Concepción Ramos «La Concha»; José Luis, aquel hombretón fuerte, bravucón y de piel cobriza fue bautizado como «La morena». Muchos apodos eran de acuerdo a alguna característica particular: «El pepitas», «El toro manchado», «La pituca», «El Alcohol», «El Scooby», «El cebollón o el Porky», «El ganday» y «El Bombero».

Bravonel no participaba porque no quería que le pusieran apodo. Pero, como nadie se conocía muy bien, cuando se referían a alguien era por algo que lo identificara. Como dije en una historia anterior, un día se enfermó y estuvo tres días en el hospital por una infección estomacal por abusar de los chilaquiles; cuando notaron su ausencia nació su apodo, que no fue muy de su agrado: «El chilaquiles.»

El grupo de panaderos, que en pocos meses sería personal de una fábrica del Pacífico, era diverso: estaban los bien portados y estudiosos, los peleoneros, los amistosos, los bromistas, los que no aceptaban jefaturas, los galanes, los que tomaban, los irrespetuosos. Bravonel nadaba de “muertito» entre todos ellos: se aventaba sus cervezas, vacilaba; de vez en cuando le brotaba lo rebelde y se la llegó a mentar a más de uno y hasta a retarlo a los golpes. Junto a Javier, a veces entonaba alguna canción con una guitarra que entre los dos habían comprado.

A él a veces socializar le resultaba algo muy obligado y en ocasiones se iba al único lugar que le devolvía esa tranquilidad, esa libertad, ese espacio solo para él: una plazuela con una iglesia, árboles, sombra.

Allí estaba un puestecito de jugos de frutas, pedía un licuado de fresa y se sentaba en una banca a meditar, a soñar con su regreso: ya tenía un hijo y otro más estaba por llegar.

Se hicieron frecuentes las idas a la plazuela y luego las personas que son observadoras hacen preguntas. La joven que atendía el puestecito un día le preguntó por qué siempre pedía licuado de fresa. Bravonel le contestó que él sabía que esa ciudad era fresera y por lo tanto quería tomar algo representativo de la ciudad; luego vinieron más preguntas y más respuestas. Así ella supo que en su ciudad había muchos compañeros de Bravonel que iban de Mazatlán a capacitación.

Las sonrisas se dieron entre ella y su cliente; obviamente eso era nuevo para él, que desde que se casó nunca tuvo amigas. Aunque ello le provocaba un poco de incomodidad, también le resultaba placentero.

Siguió el entrenamiento, las reuniones de fin de semana, los descansos conociendo algunos lugares, dos que tres zafarranchos donde un supervisor resultó con los ojos morados, una reprimenda de los directivos de la fábrica, algunos rijosos despedidos, y todo lo que conlleva convivir en un grupo de 20 o 30 gentes tan diferentes entre sí.

Un día llegó Bravonel a la plazuela, con sus mejores galas –un pantalón café, su playera tipo polo, zapatos del mero León, Guanajuato y su mejor fragancia– y se fue directo al puesto de jugos. Pidió su licuado de fresa y la plática y las sonrisas se hicieron presentes. En lo más interesante de la plática, se escuchó una escandalosa risa burlona y al momento supo Bravonel de quién se trataba: allí, a escasos dos metros, estaba Felipe «El pepitas» que, al ver la reacción del sorprendido jovenzuelo, remató:

–Ahora ya sabemos por qué a veces no te encontramos, te vienes a echar el pegue, pinche Chilaquiles.

La sorpresa era tal que no hubo una respuesta, ni siquiera un enojo. Se sintió avergonzado. A Felipe eso le causaba más risa y prosiguió, dirigiéndose a la joven que no cabía en sí de pena:

–No le hagas caso, es casado, con hijos, y es bien borracho, jajaja jajaja

No hubo más que decir. Bravonel se retiró tan avergonzado de tal insinuación que no se terminó el licuado. Felipe seguía riéndose a carcajadas y haciendo más comentarios.

Bravonel no volvió jamás a los licuados de fresa, no se sintió moralmente apto para disculparse porque jamás pensó en aquello como una conquista. Tampoco quiso averiguar qué impacto tuvieron esos comentarios en la joven que, por supuesto, también se sintió avergonzada por la falsa percepción de un gañán que ridiculizó una naciente amistad pura y sin otros fines.

Bravonel sigue recordando a sus compañeros y, de aquella ciudad, la Calzada de Guadalupe donde está la fábrica, la Discoteque La Telaraña, el Hotel San Francisco (donde fue hospedado a su llegada junto con sus compañeros); a un maestro hornero: Pedro Mata, que después fue vendedor y luego delegado sindical –él les rentó una casa en la calle La Paz.

Han pasado varias décadas y hay bellos recuerdos de esa ciudad, de su noble gente, de los maestros panaderos que compartieron los secretos con un irreverente ejército de jóvenes que deseaban aprender, y que muchos años después también los han compartido con las nuevas generaciones.

Bravonel se dispone a desayunar y hoy se le antoja como acompañante de sus alimentos un licuado de fresa. Se promete terminarlo antes de que llegue Felipe y le «caigan moscas a la sopa».

¡Nada mejor que un licuado de fresa!

A propósito: a Felipe no lo ha visto desde hace aproximadamente ocho años, el tremendo Pepitas al que no le gustó hacer pan y al final se dedicó a construir casas.

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