Letras
XIII
Grandeza y pobreza
14 de octubre de 1998
El reciente artículo, bien documentado, del Dr. Eduardo Tello Solís, publicado en Por Esto! (Octubre 11), sobre el escritor y poeta Carlos Duarte Moreno, me ha hecho evocar gratos pasajes de mi juventud, relacionados con el desaparecido hombre de letras.
Recuerdo que allá por los años 50, más o menos a la mitad de esa década, una noche propicia para la poesía, cálida, llena de luz y de estrellas, Duarte Moreno reunió en su domicilio a un grupo de jóvenes visitantes de la capital de la República y a un reducido número de amigos jóvenes, contemporáneos todos de su hijo Carlos, a quienes nos distinguía con su amistad y su afecto. Los jóvenes visitantes formaban el grupo de avanzada y de divulgación ideológica del PRI, que recorría las poblaciones del país en forma previa al arribo del candidato presidencial, que era entonces el Lic. Adolfo López Mateos.
Y siendo éste, un excelente orador, era de comprenderse su inquietud de rodearse de tribunos jóvenes, denominados “jilgueros” en aquella época, cuya misión esencial era difundir el ideario de la Revolución Mexicana, la plataforma política del Partido y el pensamiento del Lic. López Mateos.
En aquellos tiempos coincidían el final de la campaña de gobernador con el inicio de la campaña presidencial, de manera que Don Agustín Franco Aguilar, amigo personal de Duarte Moreno, había comisionado a Carlos hijo para acompañar a los jóvenes oradores en su recorrido por Yucatán.
Precisamente como despedida, al concluir su visita al Estado, el poeta quiso ofrecer a los jóvenes oradores una cena en el santuario que era su hogar.
Por aquellos años, llegar a casa de Duarte Moreno era una expedición al campo pues, aunque el predio se encontraba en una zona populosa de la Colonia García Ginerés, las calles asfaltadas terminaban cuadras antes, y había que caminar por una vereda, en medio de arbustos, para alcanzar el solar refugio del poeta.
La casa de piedra era un reflejo fiel de la vida de Don Carlos: grandeza y pobreza. El terreno ocupaba aproximadamente dos mil metros cuadrados y era su único patrimonio. La edificación se levantaba en medio de la superficie. Era una construcción modesta, de mampostería, sin acabar, en obra negra, como dirían los arquitectos, no tenía puertas, ni pisos ni ventanas. Tampoco disponía de mobiliario. Permanentemente había hamacas tendidas en donde solían descansar los visitantes. Allí acostumbraban ir casi a diario el escultor Enrique Gottdiener Soto, que era como su hermano, y Don Juvencio Puga Castillo, entre otros amigos de íntima confianza. Allí también, con gran generosidad, nos invitaba a menudo a la merienda familiar, y compartía sus estrecheces con nosotros sus amigos jóvenes, convidándonos al jugo de las toronjas que crecían en su patio, y a emparedados de pan francés y calabacitas fritas que sembraba en su terreno.
El gran poeta tenía que luchar a diario y a brazo partido para conseguir los alimentos del día. Nunca los versos de José Santos Chocano fueron más cercanos a su realidad:
“Aquí en la paz de mi recinto augusto,
donde florece la ilusión querida,
machaco prosa por ganar mi vida
y hago canciones para darme gusto”.
Los jóvenes capitalinos invitados aquella noche quedaron sorprendidos por la grata tertulia y la hospitalidad del poeta. El genio de Duarte Moreno hizo pasar a segundo término las evidencias de su visible pobreza, y levantó en cambio el espíritu a las grandes alturas de su poesía. Era un gran orador y un gran declamador. En algún momento, emocionado, se puso de pie y comenzó a decir en forma vibrante sus mejores poemas. Fue aquel un recital imposible de olvidar. Duarte Moreno abrió el arcón de los recuerdos y extrajo las mejores piezas. La débil memoria solamente permite acordarme de algunos de los primeros pies de verso: “Tomé con deliciosa liturgia sibarita mi taza de café”, “Martha la negra bailando el son, hace candela con su carbón”, ejemplo éste de su poesía afroantillana, influencia de su exilio en Cuba, al que también corresponden estos fragmentos de “Rumba”, tomados de una antología de poetas yucatecos, publicada en 1995 por la Universidad de Yucatán:
¡Cintura de negra,
culebra de jungla,
se quiebra en la rumba
y el son!
La negra que baila
y es hembra rotunda,
tiembla la cadera
con ardor de yegua
que está en luna y sol…
La noche estrellada olía a flores silvestres y a monte húmedo de sereno. Tenía el sabor de un granito de sal, la sal que siempre acompañó a Duarte Moreno y que le dio a su vida, como dice en su canción, pasión y consuelo a su alma herida y también montones de sal que como tormento arrodillaron ante la adversidad de su destino al hombre que siempre luchó de pie, sin claudicación ni tregua alguna, por mantener su libertad y dignidad.
De los oradores invitados, solamente recuerdo con precisión los nombres de Manuel Osante López, Juan Maldonado Pereda y Miguel Covián Pérez, abogados y políticos, que habrían de ocupar importantes cargos. Entre los amigos del terruño, estuvimos Luis Felipe Ortiz Martínez y Jesús Viana Andueza (finados), José Adonay Cetina Sierra y el que escribe.
Don Carlos era un temperamento excepcional, imprevisible. Perdía la paciencia con facilidad y parecía entonces enfriar los afectos y la amistad, aislándose de todos. De pronto, algún día supimos que decidió marcharse a la Capital de la República para continuar su batalla por la vida, donde al final de cuentas lo sorprendió la muerte. Poco después falleció también su hijo Carlos, de una dolencia cardíaca. Solamente le sobreviven su hija Margarita y la mamá de Margarita, como acostumbraba presentar a doña Aurelia, su compañera, una buena mujer.
En 1980, acompañado del Lic. Jorge A. Peniche Peniche, recientemente fallecido, me entrevisté con Margarita Duarte para ofrecerle la edición en un tomo de los poemas de su padre, sin recibir una respuesta positiva. Ojalá que ahora que existe la misma buena disposición de algunas personas generosas se alcance el éxito en la gestión.
Carlos Duarte Moreno vivió y murió en la mayor pobreza. No pienso que hizo de ésta, como los franciscanos, su mayor virtud. Fue más bien su víctima. Es una crueldad de la sociedad condenar a la humillación de la miseria a los espíritus superiores y a las inteligencias más lúcidas. La creación intelectual debe ser protegida, auspiciada e impulsada por el Estado. Hemos sido insensibles ante la lucha desigual de quienes tienen el derecho legítimo de alternar y seguir la vocación sublime de pensar y de crear, con la necesidad de procurar el sustento diario, decoroso, digno, del ser humano y de sus familias, brindándoles solidaridad y apoyo. No deja de ser una gran injusticia social ver morir en la pobreza a nuestros talentos, como fue el caso de Duarte Moreno, y como ocurrió con don Carlos Moreno Medina, alto poeta, y más recientemente con Don Juan Duch Collel, merecedor de muchos homenajes, como los anteriores, que están pendientes de recibir. O como sucede con el genio excepcional de Raúl Cáceres Carenzo, desterrado de la patria chica ante la ingente necesidad de ganarse la vida, contra su voluntad, en otras latitudes, porque aquí nadie le tiende la mano.
Somos un pueblo pobre, pero generoso, y pienso que dentro de nuestras limitaciones debemos hacer un esfuerzo por premiar la inteligencia. Carlos Duarte Moreno, poder de una presencia, como dijo alguna vez del henequén, sigue de pie con sus poemas, con su pensamiento social lúcido, con su gallarda figura, como el granito de sal al que cantó en vida, fue lucero que alumbró y transformó en grandeza intelectual su injusta pobreza.
Luis F. Peraza Lizarraga
Continuará la próxima semana…