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Un día especial

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Apuntes desde mi casa

Finalizado el período vacacional de primavera, los puentes internacionales recuperaron su acostumbrado movimiento automovilístico después de tomar también un asueto, pues durante los días de la Semana Santa lucieron semi desiertos a toda hora.

El miércoles antepasado me vi precisada a acudir a Laredo, Texas, cerca de las once de la mañana. Tomé la calle Degollado donde, pasando doctor Mier, el tráfico se desviaba hacia el boulevard Colosio a la altura de las casas de cambio. La fila estaba propiamente estancada; por fortuna, el clima era benigno, ni frío ni calor, lo que contribuyó a mantener la paciencia. Pasados unos diez minutos, pude avanzar con mucha lentitud.

Yo había estado sumida en divagaciones, pero comencé a prestar atención al entorno y me di cuenta que, de los cuatro carriles formados, el de la izquierda casi no se movía, el primero de la derecha avanzaba rápido y los dos de enmedio a un ritmo regular. Había un tramo en que dos de las líneas debían de convertirse en una sola pero, en vez de proceder con civilidad cediendo el paso uno y otro carro, la formación de la derecha avanzaba arbitrariamente.

Advertí que, en ese momento, en la de la izquierda conducían personas de buenos modales, no tocaban el claxon ni exclamaban maldiciones; o precavidas, pues tal vez para evitar un daño no intentaban meterse a la fuerza. Como esta prudente actitud provocaba mayor ventaja para la línea de junto, de improviso surgió por ahí un muchachón como de veinte años, igualito al Maestro Limpio de los detergentes y, con notorios ímpetus de líder, se propuso manejar la situación rigurosamente: organizó el desfile de un carro sí y otro no, hasta que se logró fluidez.

Ya habían transcurrido otros diez minutos y faltaba poco para llegar a la caseta de cobro. Metros antes, invadiendo el callejón por donde están las aseguradoras, en sentido contrario y desafiando la velocidad permitida, asomó una camioneta blanca con placas de Nuevo León (lamento no describir mejor, para mí los vehículos son de algún color y de algún tamaño) guiada por una joven. Su transporte estuvo a escasos centímetros de embestir el mío, pues venía decidida a insertarse en la fila a como diera lugar. Desde luego que yo, por una flojera espantosa para entablar discusiones, le hubiera abierto camino de cortesía, pero el sonido de una lámina golpeada me hizo mirar por el espejo retrovisor y contemplar nada menos que al mismísimo Maestro Limpio dando palmadas a aquella camioneta para impedir su propósito. Se plantó con los brazos cruzados (de idéntica forma que en el anuncio del artículo de limpieza) y allí se quedó quién sabe hasta qué rato, cerrándole el paso a la impetuosa regiomontana. La espontaneidad del voluntario anónimo fue refrescante motivo para sobrellevar con resignación los siguientes cuarenta minutos de travesía sobre el puente.

El asunto por el que fui a la vecina ciudad no me ocupó más de media hora, regresé enseguida. Hasta ese momento, la jornada había reflejado una rutina común en la frontera. En este lado, seco y extremoso, donde la temperatura varía desde los tres grados centígrados en invierno hasta los cuarenta y seis grados centígrados en verano; en este lado, donde la toponimia de Laredo puede albergar las acepciones: “canto o guijarro”, “arenal o zona de grava”, “sitio pedregoso”, “conjunto de arrecifes cascajosos” o “riberas pedregosas”; en este lado, donde el temple en el carácter de la gente haya sido forjado, quizá, por el significado de un nombre, cambiar la dirección del sendero acostumbrado puede transformar un día ordinario en un día especial, porque así es la frontera: dualidad, desdoblamiento.

Había tomado la Leandro Valle; sin darme cuenta, giré hacia Héroes de Nacataz y pasé frente al Centro Cívico, donde se estaba velando el cuerpo de Carlos Enrique Cantú Rosas. El ambiente que flotaba en el rumbo era completamente diferente, hasta los agentes de tránsito se mostraban cordiales. Fue de llamar la atención la cantidad de personas –en su mayoría, gente del pueblo– que se desplazó al Auditorio a esa hora, por voluntad propia, para despedir con cariño al Chale Boy, de quien se menciona: “Ha sido el presidente municipal más popular en los últimos cuarenta años”.

Observar a los pobladores de una ciudad fraguada en la hostilidad de su clima y la aridez de su suelo, exteriorizar públicamente y con toda sencillez sentimientos de auténtica condolencia, fue altamente conmovedor.

Continué mi ruta y en el camino estuve recordando pequeños detalles de cuando Cantú Rosas fue alcalde. En ese tiempo, mi esposo era director del Instituto Tecnológico y coincidían con frecuencia en diversas actividades. Aunque de la misma edad y ambos muy jóvenes, Juan Leonardo optaba por una vestimenta formal, de traje y corbata a diario y el cabello corto. El atuendo de Carlos Enrique, si no se trataba de actos protocolarios, era de camisas con estampado sicodélico y pantalones acampanados. Sus lentes oscuros, sus patillas y su melena con flequillo, le daban una apariencia más juvenil aún y, sumando su natural simpatía, concluyó una figura carismática, muy querida por todos.

Hemos recordado la limpieza, el embellecimiento de Nuevo Laredo durante su ejercicio, paréntesis de tres años magníficos que lamentablemente no se volvieron a establecer, y nos adherimos a la consternación de la ciudadanía por el fallecimiento del Chale Boy.

Abril de 2010

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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