Letras
Santiago Burgos Brito
En literatura, como el personaje bullicioso y alegre de Las musas latinas, yo no me asusto de ná. Pero ¡caracoles! Es que ahora aparece cada novela más picante que el relleno negro, nuestro rico y sabroso platillo yucateco. Aquellos libros de hace muchos años, que los muchachos leíamos a ocultas, si se comparan con los de hoy, son ingenuos e inocentes. Si resucitaran Felipe Trigo y Joaquín Belda, a bien seguro que se volvían más que de prisa a la huesa al enterarse de estos engendros de la literatura contemporánea. Porque una cosa es el erotismo, y muy otra la obscenidad. La novela erótica se ocupa de asuntos escabrosos, desde luego, pero en buena parte de sus cultivadores hay como un deseo de que la forma de presentar las escenas más fuertes sea lo más artística posible, haciendo en todo caso uso del eufemismo, y de la abundancia de palabras correctas que abundan en el español, y en todos los idiomas, para expresar las cosas más íntimas. Léase, por ejemplo, una de las más fuertes, las Memorias de Fanny Hill, de John Cleland, libro de lectura nada recomendable, por supuesto, y sin embargo de lo peligroso del tema, que es nada menos que la vida íntima de una mujerzuela, no obstante que en casi cada página hay escenas de furibundo erotismo, para nada se hace uso de palabras soeces, de términos obscenos. Es un libro erótico por excelencia, pero cuya acción se detiene en los umbrales de la pornografía, con la que a veces coquetea, pero sin llegar a la procacidad. Asistimos a todas las porquerías de la interfecta y de sus colegas, pero expresadas en un estilo que puede tolerarse. Con todo, en Inglaterra y en los Estados Unidos, su publicación estuvo a punto de frustrarse y sólo la salvó la abundancia de opiniones de peso en pro de la libertad de pensamiento.
Hemos leído ahora una novela que podríamos llamar supernaturalista, que deja a Zolá y a sus epígonos liberados de todo pecado, absueltos de tantos fallos condenatorios fulminados en su contra. La obra tiene un título muy sugestivo, Trópico de Cáncer, y fue escrita por Henry Miller, norteamericano que ha dado mucho dolor de cabeza a los críticos de su misma patria. Es explicable que este libro haya provocado tanto escándalo, porque se lo merece con todos los honores. Porque si Miller se propuso escribir una novela de rara obscenidad, del erotismo llevado hasta la crisis que pone en peligro de muerte, justo es convenir que lo consiguió plenamente. El traductor al español, para estar de acuerdo con las expresiones usadas por Miller en inglés, agotó todo el repertorio de las palabras más gordas, de las peores del vocabulario castellano, llamando cada cosa por el nombre con que se le conoce en el argot de las gentes vulgares.
Lo curioso es que a simple vista Miller es un escritor de gran categoría, que escogió sus temas escabrosos por su gusto, de acuerdo con su filosofía, que no sabemos cómo encasillar, así es de extravagante y explosiva. Pero de que escribe bien, y de la lucidez sorprendente de su pensamiento, dan fe algunos párrafos que podrían extraerse de la novela para formar con ellos una interesante antología milleriana.
Pero nunca está más en lo suyo, pulsando las cuerdas de su lira, que cuando se arroja de cabeza al mar proceloso de la pornografía. Él es un hombre que no se muerde la lengua, y que habla con pasmosa claridad; de su literatura ha dicho él mismo, con una desfachatez despampanante: “Salí de los caminos de la carne, para chapotear en los espacios infinitos del sexo.” Está en lo justo. Acaso únicamente se le equipararon, aunque sin superarle, los franceses Jean Genet y Maurice Sachs. No entra en la cuenta la obra entera del marqués de Sade, ni la Venus de las pieles, de Sacher-Masoch, que son documentos clínicos, de importancia para el psiquiatra.
La obscenidad en la obra de Henry Miller es ya reconocida como factor integrante de su literatura por críticos de gran renombre. Uno de ellos, André Rousseau, dice a este respecto: “En la obra de Henry Miller la obscenidad no es accesoria, no es posible asignarle un lugar aparte. Está íntimamente ligada no sólo a su lirismo, sino a su mística: religión de la vida en celo, apasionada en exaltar las fuerzas de la naturaleza hasta el punto en que la naturaleza pueda creerse liberada de sus límites. Cuando Miller se descoca en este sentido, ocioso es decir que no recomiendo su lectura a nadie, y que ni siquiera yo me siento con ganas de proseguirla. Si se considera estas cosas a sangre fría, el mayor interés que ofrecen es quizá el de demostrar que no se intenta restaurar una especie de mística dionisíaca sin correr el peligro de verse aquejado por determinados delirios obsesivos.” En unas cuantas líneas, el gran crítico llega hasta el fondo de las inquietantes orientaciones literarias de este escritor de poderosa imaginación y de observación acuciosa, que gusta de incursionar por los rumbos de la vida de los seres humanos.
Diario del Sureste. Mérida, 7 de julio de 1966, pp. 3, 4-B.
[Compilación de José Juan Fernández Cervera]