Gilda Mex era una mujer imponente, como salida del vientre de su madre hecha ya vaca bravía.
Entre sus hermanas era la escogida, la agraciada con la fuerza de mil carneros, la rapidez del viento que bajaba desde las colinas. Su pelo era como río navegable, y sobre sus espaldas podían asentarse las estrellas. Gilda Mex sabía que el mundo era pequeñito para sus poderosas piernas; que el mundo de los hombres jamás le podía estar vedado.
Sus oscuras intenciones comenzaron al momento del parto, con la muerte de su madre. Nacer y asesinar. Su padre había gritado maldiciones a la niña monstruo por su nacimiento o imposición y asesinato. Era del doble de lo que cualquier niño o niña hubiera visto antes, y nadie se dio cuenta porque venía doblada en el vientre materno, doblándole la espalda y ocasionando cientos de complicaciones a su madre desde la gestación.
Tal vez todo se haya debido a que fue engendrada el día del eclipse, a que había en la ventana cuatro chotacabras mirando a los amantes, o a que en verdad aquella mina de cadmio, de las cercanías, haya contaminado el pozo donde su madre se lavara, y de donde sacara el agua serenada con que cocinaba y servía el café a su marido.
Habría que anotar que los otros tres hijos anteriores eran de talla normal, o niños niños, o niñas gráciles y tiernas. No así Gilda Mex, que mostraba ese poderío en sus piernas, en sus muslos, en su talle, su vientre, sus brazos, y en aquel cuello, todo aquello que la mostraba como un enorme golem, como un ser con la estructura de un tótem.
A los cinco años mató su primer carnero, doblándole el pescuezo con las manos por haber derribado a su hermana mayor, Acelia. Gilda no había querido reconocer la afrenta. “Nadie jamás tocará a mis hermanas, nadie se burlará de mi familia, sola yo puedo castigar a mi padre, y a mi hermano mayor.” Y así ocurría, con la muerte de la madre, el padre de Gilda pudo pensar que todo tenía que terminar en que su hijo primogénito tuviera la voluntad de ayudarle para sacar a las otras tres niñas adelante, pero Gilda siempre fue su fortaleza: era más rápida que el hermano mayor, era más fuerte, era más alta, más ancha de hombros para cargarse el arado y hacer los surcos para la semilla.
Gilda no quiso aquello de la escuela. Prefería, junto con su padre y su hermano, trabajar el campo. “Que vayan las nenas al colegio, que aprendan y luego que me enseñen”, y así pudo ser siempre, hasta que cumplió los 12 años, y medía 1.70 m de estatura, pesando 82 kg de puro músculo. Sus grandes muslos, sus enormes senos, su cuello de vikingo, su espalda como un roble, imponían. Pero aquella tarde que sus dos hermanas trajeron a la casa a Cecilia, el mundo de Gilda Mex cambió.
Los Mex eran pobres, sí, pero sabían trabajar la tierra. Pobres sí, pero limpios; pobres pero higiénicos. Las dos nenas de la casa siempre estaban coquetas, y sabían que la presencia de Cecilia en la casa podía significar el enamoramiento de su hermano mayor, un joven de 17 años, demasiado grande quizá para el amor de aquellos valles, pero que aún podía recuperar el tiempo perdido con la presencia femenina. ¿Quiénes si no sus hermanas podían presentarle a una mujer que fuera capaz de sostener en las caderas el amor por aquel joven familiar, trabajador y hogareño, y brindar el ansiado reconocimiento y permanencia del apellido Mex?
Pero nadie pudo fingir no entender lo que pasaba, lo que ocurrió entre la joven visitante y la hermana menor. Tal vez no pudieron saberlo, pero estaban seguros que debieron prever lo que en cualquier momento ocurriría.
Gilda los encerró a todos, cargó en sus hombros a Cecilia, y se la llevó a una cueva encima del único monte que se levantaba en la región. Gilda intentó hacerle la corte, pero la chica no entendía qué cosa era lo que estaba pasando y lloraba. Gilda la abofeteaba: ¡Cállate niña, que yo te quiero querer, cállate y ten por seguro que sabré cuidarte!
Los ruegos y las explicaciones no podían contener la rabia de amor contenida en los músculos de Gilda. La tomó por mujer, y la fue disfrutando algunos pocos días. Los hombres del poblado salieron con antorchas a buscar al monstruo, pero Gilda eran tan temida como peligrosa, y todos apuraban al otro para hacerle frente. Al final, temerosos, cansados, frustrados por el miedo, llamaron a la Guardia Rural. Los Mex no sabían cómo proceder.
Gilda no quiso hablar con nadie más que con su hermano mayor. Fue Ricardo quien la convenció de que dejara ir a Cecilia. “Van a matarte, Gilda. Y esta pobre mujer ya es apenas un andrajo, déjame llevarla, necesita un médico.”
“No quiero que muera, quiero que viva contigo, Ricardo”, reconoció Gilda, llena de ternura, “quiero que la cuides siempre.”
El hermano tuvo que aceptar el casamiento, pero no por temor a su hermanita: amaba a Cecilia. Tuvo que aceptarlo porque era la mejor forma de romper su timidez, de hombrecito taciturno. El cuidado que el joven dedicara a la pequeña Cecilia fue creciendo como una pequeña llama de lástima, hasta convertirse en un matrimonio bajo el perdón otorgado a la secuestradora.
Gilda Mex pudo volver dos años después al campo. Era ahora más monstruosa. A sus catorce años, con 1.95 m de altura y sus aún 80 kg de peso, había convertido parte de su tejido adiposo en músculo y fibra, lo cual la hacía más temible. Las poblaciones entonces vivieron aquella ola de terror: Gilda bajaba todos los viernes al poblado para llevarse a una doncella, y las regresaba al amanecer del lunes. Tres noches bastaban para saciar sus apetitos sexuales con las féminas.
Lo que al principio era un acto de violencia se fue volviendo sacrificio, luego tradición, y después entrega. En toda la comarca se establecieron concursos entre las jóvenes de edad quinceañera que quisieran irse con Gilda Mex a la montaña. Eran sumamente concurridos. Las chicas de las poblaciones esperaban con ansias tener la edad para poder participar de aquella fiesta. Todas querían irse y al final, poco a poco, la mayoría lo conseguía.
En las tres noches de iniciación se las llevaban niñas y las devolvían mujeres, mujeres entrenadas en el sexo con aquella mujer encerrada en el cuerpo de un hombre rudo, con la violencia sexual y la ternura cálida que Gilda les podía y sabía ofrecer. Entre esos escarceos, las caricias, el rasgar de pieles, el despertar de las hormonas, las volvía mujeres generosas, entregadas, para luego poder ser dadas en matrimonio a hombres que sabrían valorar aquella sana voluntad de la mujer con quien ahora formarían una pareja en equilibrio.
Porque si las maltrataban, tendrían que vérselas con Gilda…
Adán Echeverría