Letras
Isaías Solís
“Todos los días son un adiós a lo que fuimos
y un encuentro con lo que podemos llegar a ser,
un nuevo capítulo en nuestra historia por escribir”
El sol se despedía en el horizonte. El mar brindaba su mejor espectáculo. Con su calma, reflejaba los tonos anaranjados y dorados del astro rey; las nubes, como expertas acuarelistas, pintaban el cielo con una paleta de colores pastel. La brisa fresca soplaba con suavidad, acarreando aromas a sal y algas. Las olas llegaban a la orilla como si fueran a saludar a la costa.
A su alrededor, las gaviotas sobrevolaban juguetonamente; el sonido de sus alas se mezclaba con el susurro del viento y las olas, creando una sinfonía marina que acariciaba los sentidos.
Cervantino caminaba lentamente, con pasos pesados y cansados. Había una tranquilidad en su andar que solo puede deberse a la resignación.
En Mariakerke, cuando el sol se retiraba, el ambiente se volvía nostálgico, aunque también esperanzador. Era como si la playa guardara en su corazón todos los recuerdos del día, para ofrecerlos como regalo a la noche que se acercaba. Era un lugar místico donde él había pasado gran parte de su juventud.
En la playa, los niños corrían y jugaban alegremente, construyendo castillos de arena, persiguiéndose por la costa. Sus risas resonaban en el aire, creando una música suave y dulce. Las parejas paseaban tomadas de la mano, disfrutando del ambiente sereno y tranquilo de la playa al atardecer. Se detenían de vez en cuando para admirar la belleza del mar y el cielo, para contemplar los reflejos de las luces de la ciudad en la superficie del agua.
El viento soplaba fuerte sobre su rostro arrugado, agitando su cabello blanco. Cervantino llevaba puesta una vieja chaqueta que había pertenecido a su padre y unos pantalones de lino. En una mano sostenía una fotografía con varias arrugas en la cual se veía una mujer joven sonriendo. Ella era la mujer, su amor inalcanzable por tanto tiempo.
Mientras caminaba, pensaba en los amores que habían pasado por su vida, aquellas féminas que había amado y que habían dejado una huella imborrable en su corazón. Ninguna de ellas había sido como ella, la mujer que había sido su verdadero amor, la dama que se había convertido en el sueño de su vida.
Había sido un hombre solitario, en medio de una existencia plagada de ausencias y de un vacío que parecía interminable. A pesar de ello, había encontrado un amor desbordante por los niños, habiendo dedicado su vida a ayudar a aquellos que más lo necesitaban.
A su mente acudían los rostros de aquellos pequeños a los que había brindado su tiempo, su paciencia y su amistad, y que habían encontrado en él un verdadero protector. Con sus gestos y su voz cálida, había sido para muchos de ellos un padre, un guía en un mundo de adultos que parecían haber perdido su sentido de humanidad. Nunca había tenido uno propio, un pequeño que llevase su sangre y que le hiciese sentir esa alegría única e indescriptible que brota del amor paterno.
La playa era territorio de memorias, algunas de ellas llenas de melancolía, otras cargadas de dicha; todas habían dejado una impronta en su corazón. Con cada paso que daba, sus pensamientos se mezclaban con el sonido incesante de las olas, que se deshacían en la orilla y volvían a fundirse con el océano en un vaivén interminable.
Era como si el mar fuera cómplice de su alma, un compañero que conocía todas sus emociones y anhelos.
De repente, la brisa marina trajo consigo un aroma a salitre que lo envolvió por completo. En ese instante se sintió vulnerable ante la inmensidad del mar.
Se dejó llevar por el sonido de las olas que le susurraba al oído.
En un acto de resolución, se adentró en las aguas.
Los niños que habían estado jugando en la orilla de la playa le dijeron adiós con la mano; él les sonrió con ternura. Era como si quisieran acompañarlo en su última aventura.
El agua estaba fría, pero no le importaba. Se sumergió y se dirigió hacia el fondo. La profundidad era cada vez mayor, pero él no sentía miedo ni angustia. En el océano podía sentir la presencia de aquella mujer que había sido su gran amor en la juventud.
Era como si el mar, que había sido testigo de aquellos días de pasión, la hubiera llevado a él.
La emoción crecía dentro de su corazón, como un fuego que se avivaba con cada latido.
Finalmente, el joven Cervantino llegó al fondo del mar. La luz se filtraba y los colores parecían más vivos que en la superficie.
Allí estaba ella, flotando en el agua, con los brazos abiertos en una invitación irresistible. Fue un instante de magia en el que todo lo demás desapareció, solo quedaron ellos dos, unidos por un amor que había resistido el paso del tiempo.
Se miraron a los ojos. En ese momento supo que ella había estado esperándolo todo este tiempo. Le habló en silencio, sin palabras, con la mirada, transmitiéndole una sensación de tranquilidad, que todo estaba bien, que ya no había nada más que temer.
En un acto de pasión desenfrenada, se abrazaron con fuerza, como si quisieran fundirse.
El mar los acunaba; la luz del sol que se filtraba por el agua los hacía brillar como dos estrellas en la inmensidad del océano.
Cervantino, con el rostro surcado por los años y la sabiduría acumulada, se abandonó a la paz y felicidad que lo invadió por completo. Sabía que su vida llegaba a su fin.
En la playa se escuchaba el sonido de las olas y los pájaros que sobrevolaban el cielo, como si quisieran rendir homenaje a un hombre que había amado profundamente la vida y el mar.
Cervantino había partido ya.