-“¡Ah! Aquí está. No tienes idea de lo agradecido que estoy. Realmente valió la pena adquirir tus servicios. Tus honorarios se te darán en un momento.”
El lugar olía a polvo y decrepitud. Igual que su dueño. Enzo estaba seguro de que, si databan la fecha de algunas de las cosas en el lugar, la más reciente arrojaría unos doscientos años.
Al pasar la mirada a su alrededor, el sitio parecía una mezcla entre museo y mausoleo. Había libros detrás de vitrinas que amenazaban con deshacerse si tan solo les diera el aire; frascos contenían pequeñas partes corporales momificadas, en algunos lo que parecía ser fetos; los estantes estaban llenos de libros, cráneos, figurillas que parecían ídolos, y velas derretidas por el constante uso.
-“¡Oh, dónde están mis modales! Si gustas, puedes servirte del té que tengo en la mesa. No te preocupes, no lo descontaré de tu paga, je je.”
Enzo se acercó a la mesita, encontrando varios libros abiertos y recortes amontonados de periódicos. Intentó mirarlos de reojo, pero la jarra de té helado le robó toda la atención. Había sido un largo viaje desde el Caribe hasta Chile para localizar y dirigirse a un museo apenas bajara el primer pie del avión.
Pero el Barón, como se hacía llamar, había sido muy específico al respecto: Debía ser Enzo y solo Enzo quien adquiriera y trajera el artefacto. Debía sentirse de alguna forma adulado por la idea de que se tomara la molestia de solicitar sus servicios y contactara a la Organización pero, para ser honesto, sentía una vaga sensación de incomodidad. A pesar de que había desechado todas las posibilidades de que se tratara de una trampa de un nuevo, o antiguo, enemigo, seguía habiendo algo extraño en todo el asunto. Tenía sentido que solo necesitaran a un solo hombre para eliminar a los pocos guardias que custodiaban la sala donde se exhibía el artefacto, pero parecía excesivo.
Había muchas cosas que no cuadraban en el asunto, pero al final el dinero tiene la última palabra, y la Organización no se había convertido en lo que era por ser selectiva. Enzo mismo, que no podía evitar el disgusto de fungir de “paquetero”, abandonó sus quejas y dudas tras ver los beneficios al terminar esta misión.
-“¡Y listo! Al final valió toda la maldita pena.”
Enzo miró en dirección del Barón. El pequeño artefacto consistía en lo que se podría describir como una bola de engranajes dentados y mecanismos de relojería de bronce y estaño. Parecía algo que una vieja torre de reloj escupiera durante un desperfecto.
El artefacto había sido conectado y colocado encima de lo que parecía ser una máquina de similares materiales, aunque un poco más moderna y mucho más compleja. La única parte que podía diferenciar Enzo del caos de engranajes era la caja delantera de donde salían dos cables que terminaban en dos varas de metal. Le recordaba una de esas máquinas de toques que llegó a probar alguna vez en México.
-“El trabajo de toda una vida, por decirlo así” –dijo el Barón, ahora con un vaso en la mano –“Ahora a recuperar el tiempo perdido” –terminó, para luego emitir una risa seca.
Enzo no captó la broma.
El Barón continuó hablando y Enzo desvió su mirada a una foto que había encima de uno de los muchos estantes. Era un retrato en blanco y negro de un hombre joven en uniforme militar que el Barón había apuntado como suyo cuando captó la mirada de su visitante la primera visita. Había algo en la foto que le resultaba extraño.
Dirigió su atención al Barón cuando lo escuchó decir algo sobre su anterior misión en Haití y que conocía a varias personas con habilidades similares. No estaba seguro a quien se refería, no había prestado atención al hilo de la conversación, posiblemente debido al cansancio. Le costaba mantener la mirada fija y los párpados abiertos. ¿Era su imaginación o la voz del Barón se escuchaba cada vez más lejana? ¿Y cómo sabia de su misión en Haití? ¿Se sirvió el Barón algo del té?
Antes de caer en la inconciencia, comprendió lo que le había llamado la atención de la foto. Era el uniforme: el inconfundible uniforme de un oficial chileno de la Academia Militar de 1817.
***
Enzo despertó con una sensación de náusea y un sabor de boca horrible, cortesía de las drogas en el té. Lo primero que notó fue que estaba amarrado a una silla, su mano derecha envuelta en cinta industrial sujetando una de las varillas de metal del artefacto, para que no la soltara. La segunda fue una sensación gradual de cansancio.
Del lado opuesto de la mesa donde descansaba el aparato, ahora activado y sus engranes girando simultáneamente, estaba el Barón. Sostenía la otra varilla de metal.
Cuando Enzo vio al Barón aquella primera vez, parecía un anciano arrugado; apenas podía erguirse bien. Ahora parecía un hombre de unos cincuenta años frente a él, con desafiante mirada; en segundos observó menos canas, y las arrugas desapareciendo de su rostro.
Con horror, Enzo observó cómo sus manos se arrugaban, manchas hepáticas apareciendo sobre la superficie de su piel, sus músculos perdiendo masa, e incluso sus viejas heridas comenzaban a dolerle. Aun cuando no podía verse a sí mismo, sabía que su rostro empezaba a marchitarse.
Trató de romper la vieja silla de madera, pero estaba débil y se sentía muy agotado.
-“La vieja alquimia siempre es la mejor. He estado utilizando de todo para mantenerme en este plano: Pócimas, cultivo de órganos nuevos, trasfusión de sangre joven…incluso células madre, jeje. Pero la vieja escuela siempre tiene los mejores juguetes” –dijo el Barón, sin dejar de sonreír-. “Gracias, señor Enzo. Me aseguraré de sacarle provecho a su regalo.”
Enzo ahora sabía por qué lo habían escogido. Si la Organización sabía de esto o no, era tarea para otro día. Si había otro día.
El Barón lo había despojado de todas sus armas y cuchillos, siendo un veterano de guerra, había tomado todas las precauciones para inmovilizarlo por completo. Años de experiencia lo habían formado para cualquier percance.
O así lo creía.
Enzo reunió toda la fuerza que le quedaba. Su conciencia se apagaba cada vez más. Con la lengua desplazó la parte superior del diente que ocupaba el lugar de su muela del juicio. Con suavidad, retiró con ayuda su lengua y luego con su paladar y dientes la pequeña esfera que tenía guardada dentro del diente falso. Con delicadeza la apretó con sus dientes. En el instante en que escuchó “click”, empezó a contar.
Tres…
-“¡¿Qué es eso que tienes en la boca?!”
Dos…
Enzo escupió la pequeña esfera en medio del caos de engranes del artefacto.
Uno…
La pequeña pero potente explosión fue más que suficiente para hacer que el artefacto se despedazara. La onda expansiva tiró la silla donde se encontraba Enzo, rompiéndola en pedazos.
Entre el caos de humo y ceniza, Enzo sintió que su fuerza volvía, sintió tensión de sus músculos. Cuando se puso de pie, ya se sentía bien, hasta más ágil.
Aún tenía la vara de metal pegada con cintas en su mano. La explosión había hecho que el cable del otro extremo se desprendiera. El humo empezó a despejarse.
El cuerpo del Barón yacía en el suelo. Aún sostenía la vara de metal de la máquina; esta mantenía un solo engrane girando lentamente en su lugar.
La atención de Enzo se concentró en el cuerpo del Barón. Lo que quedaba en realidad.
Del Barón solo quedaba una pila de huesos con restos de piel gris que permitían ver la expresión de horror de su rostro en sus últimos momentos de vida. El brazo con el que sostenía la vara de metal se había roto por la muñeca en dos. Si esto había sido causado por la máquina después de la explosión, o como respuesta a la ausencia de Enzo del otro extremo de la vara, era algo que no sabía, ni le importaba.
Recogió todas sus cosas, incluyendo el dinero que encontró, que no estaba cerca a lo acordado, pero era mejor que nada.
Antes de irse, activó una de las granadas incendiarias que llevaba en su mochila y la arrojó a un montón de libros viejos que estaba en una esquina.
Mientras se alejaba –el resplandor del fuego en su rostro– caviló.
¿Qué tal si la máquina no hubiera fallado después de la explosión y en realidad solo revirtiera su efecto? ¿Qué tal si la recuperación milagrosa, y bastante conveniente en realidad, se debió a que los años de vida del Barón se le habían pasado a él en el último momento?
Se quedó quieto por un momento, reflexionando.
Finalmente, suspiró y se dijo que, si ese era el caso, entonces más valía sacarle el provecho. Se dirigió a aeropuerto más cercano, dispuesto a regresar a la instalación principal de la Organización por algunas respuestas, pero no sin antes hacer una parada en Brasil y gastar buena parte del dinero en todos los burdeles, prostíbulos y casas de mala muerte que se encontrara.
Tenía tiempo de sobra.
HUGO PAT
muy buena historia, de carácter »onírico».