Letras
Rocío Prieto Valdivia
Aún en la distancia de las pieles hay vestigios.
Algunas veces sueles preguntarte por qué aún guardas su fotografía. Entonces te repites su nombre, como el de Cristo que dio su vida por la humanidad. Puedes cerrar los ojos y verlo en el pódium durante el acto académico. Sus cejas artesanías inventando un lenguaje nuevo en esa cercanía ante la galanura que aun conserva.
Algunas veces aún sientes que su voz te penetra y te traslada al instante en que ambos se conocieron, apenas siendo un par de jóvenes.
Antes ya lo habías visto en las escaleras y te pareció un chico despistado. Fue una tarde, en los jardines del recinto universitario, cuando sus miradas hicieron explosión. Parecía que la primavera había tocado, como por arte de magia, todo a su paso. Recuerdas las rosas con sus colores vibrantes.
La sola presencia de Jesús te hacía delirar de emoción. Tu compañero te volvía otra mujer. No supiste en qué momento empezaste a sentir esa adrenalina tan perversa recorrer cada milímetro de tu sangre. Deseabas estar cerca de él. Nunca te habías enamorado de ningún otro chico, al menos no de uno con voz tan melodiosa.
Te tenías que conformar y esperar a los jueves para abordarlo con un simple saludo. Las aulas de la universidad eran bastante grandes y, para colmo de tus males, tenían horarios muy distintos. Mientras Jesús estudiaba Leyes, habías tenido la desfachatez de inscribirte en la Facultad de Ingeniería: las Matemáticas te encantaban y te pasabas dividiendo el tiempo en varias cosas. Te encantaba hacer bocetos de la Facultad de Artes, que estaba adjunta a la de Ciencias de la Comunicación donde Jesús, tu siempre amor platónico, tomaba su clase de oratoria, misma clase a la que para, conseguir sellos, te anotaste una de tantas tardes.
Los días fueron pasando uno tras otro, casi sin sentir. Ese vaivén de la mar en tu estómago parecía nunca acabar. Tus bocetos poco a poco fueron cambiando al rostro de Jesús. Al fin de cuentas, eras una universitaria y estabas casi lista para dar un paso más, incitada por tu siempre cómplice Adán.
— He conocido a un chico y, no sabes, tienen una voz exquisita, piel morena.
Adán te escuchó por varios minutos mientras te jalaba hacia él y te daba un beso en la frente. Te dijo algo que tu cerebro no procesó tan rápido. Si así hubiera sido, todo fuera tan diferente ahora…
— Coge con él. He visto al morro y no te ve con malos ojos. No seas tan mocha, ya tienes 20.
Ah, pero tú eras una pinche romántica empedernida y estabas empecinada en construir un jardín tipo Candy-Candy y nunca sucedió. Tuvo que llegar Gustavo de la nada y te amarraste ese hombre que ni te gustaba ni te ofreció nada.
Ahora, por casualidades de la vida, vuelves a ver a Jesús. Ambos están en la misma clase, ambos están divorciados.
Les piden escribir sobre ustedes y enseguida tú te trasladas al estúpido retrato universitario. Parece que los labios de Jesús son claveles rojos: se abren como si fueran una dicha extensa, mientras te repites en tus adentros que si tuvieras una sola oportunidad de volver a escuchar su voz…
Del otro lado de la mesa está Jesús. Ambos se observan en la distancia. Él se abotona el saco y tú escribes palabras necias, como espinas cercando la cordura. Él porta una camisa blanca, pantalón de vestir y sus zapatos lustrados. Además, te sonríe. Tú, discretamente, le devuelves la sonrisa. Quizás hoy sí suceda.
Después de todo, sigues siendo una romántica empedernida.