José Juan Cervera
El lenguaje lapidario demanda el servicio de algún escultor verbal.
Las piedras rodantes guardan visos de perversidad por perseguir a sus víctimas y reservarles tropiezos.
Los censores estrictos del reino mineral niegan el encanto de las piedras preciosas, pero se dejan seducir por la franqueza que arrastran unas cuantas piezas sin pulimentar.
En lecho de piedra, la conciencia se ablanda y cesa de arrojar dardos al prófugo de la molicie.
La piedra filosofal trasmuta estilos de vida, removiendo sólidos dogmas que rigen el diseño de interiores.
Si las piedras del camino recibieran baños de oro, el viajero sumaría ilusiones en la alforja de sus andanzas.
La gota que horada la piedra ignora las tácticas de acción directa que postulan las colectividades acuosas.
Todo corazón de piedra late a ritmo de cincel y conduce en sus arterias sangre de estatuaria belleza.
El escultor excelso, tras enamorarse de su obra, flota sobre nubes de polvo que arrojan asteroides divinos.
Los vecinos del pedregal resienten el peso implacable de sus valores inmobiliarios.