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Apuntes desde mi casa
VII
Un día terrible, de esos en que uno grita por ayuda doméstica, apareció Tehua en mi puerta, buscando trabajo, hace varios años. La señora que la trajo explicó la situación en que se hallaba la menor: la había encontrado, desamparada, en un servicio de La Rosa de Sarong, comunidad religiosa a la que acudían, en gran mayoría, emigrados de Oaxaca, igual que ellas. En acto samaritano le buscaba colocación y, si la aceptábamos, nos recomendaba mucho su cuidado porque estaba por cumplir los quince años y apenas si sabía leer y escribir.
La chiquilla se llamaba Cristina, pero esa costumbre mía de cambiar los nombres de las personas de acuerdo a los sentimientos que me despiertan la bautizó como Tehua, aunque otras voces también la describían: su falda de manta oscura hasta los tobillos que dejaba ver unos pies descalzos, casi cuadrados; su blusa que, aunque ajada por el uso, presumía bordados delicados. Con la mata de cabello negrísima peinada en larga trenza, con esa piel color de zapote, con su carita redonda, redonda, y la expresión de su mirada en asombro permanente, no podía, no debía llamarse Cristina.
Al principio casi no hablaba, pero poco a poco nos fue descubriendo la riqueza de su interior. Hacía diez años la habían separado de su madre, quien contrajo una enfermedad de las que atienden las monjas de la orden de Calcuta, y se supo que fue transferida a otro estado, sin dejar dirección. A su hermano menor lo reclamaron unos tíos que vivían en una ranchería entre los límites de Oaxaca y Veracruz, y ella quedó al cuidado de diferentes vecinas. Tehua arribó a la edad suficiente para discurrir que, en su pueblo, los que regresaban de Nuevo Laredo después de meses de trabajo llegaban cargados de buena ropa y de enseres desconocidos para ella, que despertaban sus fantasías. Un día, sin decir adiós a alguien, caminó hasta encontrar un autobús y luego tomó otro y otro y otro, hasta llegar acá.
Resultó ser una muchacha lista, vivaz y, aunque no exactamente alegre, cuando se ocupaba de sus labores se reía. Cuando llegaba, cuando se iba, cuando se le hablaba, cuando contestaba, reía, reía; la razón siempre nos causó curiosidad, pero luego entendimos que la risa era la música de su alma.
Con nosotros trabajaba en horario corrido hasta la tarde, y en las noches y los fines de semana era acogida por la hospitalidad de su protectora. Ahí confluían otros muchachos de su tierra, igualmente en la búsqueda de mejores horizontes. Mientras conversaban y jugaban, compartían sus anhelos por un porvenir más amable que el de su presente. Y fue así como, sensibilizados por las nostalgias y los sueños, Tehua y Rosendo, de oficio albañil, decidieron vivir juntos y se mudaron a una habitación de renta, en la misma vecindad.
Cada lunes llegaba entusiasmada por las novedades de sus adquisiciones de segunda mano en el mercado de pulgas de su colonia. Adaptada muy pronto a la vida fronteriza, comparaba los hornos de microondas y decía que el suyo era más moderno que el mío, su licuadora no hacía tanto ruido, y su tostadora de pan era superior en niveles de tostado. «Y todo lo compro más barato, no como le costó a usted,» sentenciaba, fulminándome con sus ojotes cargados de orgullo, exhortándome a comenzar a comprar en las pulgas. Luego se echaba a reír.
El florecimiento de Tehua como mujer la hizo esbelta. Para entonces ya le favorecían mucho los jeans apretados, las playeras salpicadas de brillantería, y el corte del cabello, suelto hasta la altura de los hombros. No se desprendía de sus tenis Nike ni de su bolsita Guess pero, por su caminado derecho y altivo, aparentaba portar aún las hermosas prendas bordadas del Istmo.
Durante meses efectuamos trámites para averiguar el paradero de su mamá a través de varias órdenes religiosas, pero no pudimos dar con ella. Su hermanito, más afortunado, cada cierto tiempo recibía de su parte, ropa, calzado y alguna ayuda económica. Las oportunidades de trabajo que brinda la frontera, bien aprovechadas, tuvieron resultados en la calidad de vida de los muchachos.
Tehua y Rosendo hicieron planes para cambiarse de rumbo. Cada semana compraban cincuenta bloques y algunas láminas para construir su propia vivienda en un terreno ejidal y, como les quedaría muy lejos de nuestra casa, Tehua nos dijo adiós, sin dejar de reír y llorar al mismo tiempo. No volvimos a tener noticias de la pareja. Hemos hecho votos porque no hayan abordado un autobús, y otro y otro, hasta regresar a su pueblo. Ojalá que sus laboriosas manos sigan sembrando en nuestro árido paisaje, hasta hacerlo germinar con los colores y las bondades que emanan de su Oaxaca natal.
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…