Ahí estaba, sobre esa pequeña escalera apoyada sobre la pared blanca del jardín. Un enorme sombrero le cubría el rostro, las nubes de humo del cigarro se escapaban de su boca.
Eran las ocho de la mañana.
Dibujaba en aquella pared un árbol de flores rojas. La observé largo tiempo sin que notara mi presencia; ella reía, y de vez en cuando mascullaba alguna que otra palabra inentendible para mí, debido a la distancia.
Me estuve bajo ese almendro, que me ocultaba a su vista, durante unas dos horas, las mismas que ella invirtió en lograr aquel dibujo; la veía entrar y salir de casa, siempre sin dejarse ver el rostro, pero pude imaginarlo. Sus delgadas y largas piernas me decían que invertía tiempo en su aspecto físico. Una figura tan armoniosa no podría tener más que un lindo rostro.
Un día antes coincidimos en la ferretería. El movimiento de su boca al pedir los tres colores de pintura vinílica hizo que mis ojos se perdieran en ella. Salió del lugar y yo, olvidando por lo que iba, la seguí con la mirada hasta que su pequeña silueta se perdió entre las luces naranjas del atardecer.
Decidí seguirla. No me importaba si se diera cuenta o no: ¡quería verla!, mirar el tiempo suficiente para grabar en mi memoria las ondulaciones de su cuerpo, el flotar de sus cabellos con el viento.
Ahora está quieta. Los rayos de sol se filtran por las cortinas viejas de la ventana.
Fue algo complicado traerla hasta acá: ¿cómo arrancarla de aquella pared, de ese árbol sin vida y de sus flores rojas?
La misma vieja noche llega hasta mí.
Por eso decidí guardar en el recuerdo aquella luz del sol atardecido filtrándose por las cortinas, iluminándole el pálido rostro y su cuerpo desnudo, ahora ya tan quieto. Y aquellos grandes ojos que me miran, ya sin parpadear.
Daniela Eugenia