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Parsifal
[Serapio Baqueiro Barrera]
(Especial para el Diario del Sureste)
Yo acostumbro escribir mis crónicas y artículos en un café central, el más claro y bullicioso, al que concurren los hombres más alegres, porque en este ambiente no se puede fingir; porque el escritor siéntese contagiado de la sinceridad de aquellos seres que van al café a conversar sin literatura, a exhibirse durante una hora, tales como son en realidad.
En torno de cada una de las mesitas de mármol se sienta un grupo de hombres que, de tanto tratarse, se han identificado íntimamente y se quieren ya como si fuesen familiares, y por eso no se engañan, han olvidado todo positivismo, todo principio de interés mezquino mientras charlan y ríen.
Tal vez al salir del café se conviertan en hombres de presa… y se miren con recelo, disponiéndose a una lucha cruel para conseguir la realización de sus intereses personalistas. Que esto es lo humano, demasiadamente humano, como pensara el filósofo que se volvió un misántropo para escuchar en su soledad la música de sus ideas.
Esta mañana me disponía yo a comenzar mi trabajo, en esta mesita de café que a veces creo que palpita como un corazón cuyo mármol cobra color de vida para facilitarme mi labor, cuando vi penetrar en el establecimiento a una señora de nívea cabellera, de sonrosada tez.
Nos vio a todos con asombro, pensaba tal vez la pudibunda dama que estaba cometiendo una falta gravísima al encontrarse en este lugar en el que hacían explosión las risas y las frases henchidas de intención pecaminosa.
Acercóse a mí, tal vez porque mi silencio le inspiró confianza y me preguntó en voz baja, arrebolándosele más las mejillas: ¿no tendría usted la bondad de decirme, caballero, cuánto me costará un vaso de leche caliente y un panecillo?
Llamé a un mozo del café y le repetí la pregunta que me hizo la señora de aspecto de hada; y el mozo contestó: “veinte centavos”.
Son precisamente los que traigo, hágame usted el favor de servirme.
Silenciosamente hizo su parca consumación.
Y al retirarse me dijo: “Le extrañará a usted verme en este lugar, es la primera vez que lo hago, pero me sentía muy débil, tenía yo hambre”.
¡Hambre! Y solté el lápiz con el cual había ya escrito las primeras palabras de mi artículo, y las retiré porque la primera de ellas era la palabra alegría.
Y ya no podía yo ser sincero.
Esta bella señora, sin hablarme de su dolor, sin mostrarme sus cuitas, me enseñó una vez más que la sinceridad en el arte tiene la hermosura de lo bello…
Que comete un pecado imperdonable quien de escritor público se precie y no exprese lo que siente; que es un mixtificador aborrecible el que desfigura la verdad, coloreando sus imágenes con color de rosa, tan sólo porque lo crean poeta o artista.
Los dramas silenciosos son los dramas más grandes de la vida.
Diario del Sureste. Mérida, 7 de marzo de 1935, p. 3.
[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]