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EL “CHARRAS”: SECUESTRO, TORTURA Y ASESINATO
La formación de los tres primeros sindicatos independientes, con la asesoría del joven abogado, anticipaba más efervescencia obrera ante unos patrones con el síndrome de la casta divina: acostumbrados a hacer su santa voluntad.
Días después de la constitución del cuarto sindicato independiente asesorado por el joven asesor sindical –el mejor promedio de su generación–, éste tuvo unas visitas inesperadas.
Cuando abría su auto, aparecieron las metralletas “cuernos de chivo”. Tras ellas, unos tipos con cara de judiciales. Un sujeto siniestro, con cara de pocos amigos, bufó: “Quién es Efraín Calderón Lara.”
Los dos dirigentes sindicales que lo acompañaban quedaron petrificados.
“¿Para qué le buscan?” se atrevió a preguntar el líder camionero. Como respuesta recibió un “¡Tú cállate!” y un culatazo. El “Charras” respondió, seguro de tener la conciencia tranquila: “Yo soy, qué se les ofrece.”
El jefe de la gavilla le contestó en un tono que intentó disfrazar de amable: “Licenciado, haga usted el favor de acompañarnos, pues tiene unas denuncias en su contra. Si no quiere hacerla de cuento como su amigo, venga con nosotros.”
Al día siguiente, la prensa denunció el secuestro y comenzaron las protestas al conocerse lo gansteril de la detención. Los estudiantes universitarios, encabezados por la Escuela de Economía, se solidarizaron con la protesta obrera.
Volantearon y botearon en los camiones, al tiempo que denunciaban los hechos ante la hache opinión pública. El gobierno fingió demencia ante la situación.
Después del secuestro, los facinerosos iniciaron la tortura. El joven abogado sufrió los rigores de la crueldad. Las largas horas de tormento parecieron enardecer a los chacales. En un monte lleno de piedras y matorrales espinosos, el “Charras” yacía en el suelo, con las manos amarradas.
Las piedras filosas habían hecho su trabajo: heridas sangrantes de todos los calibres en la cara, cabeza, brazos… Los malandrines lo habían complementado con golpes, patadas y cachazos de las “cuernos de chivo” en plena cara (“¡Para que escarmiente el abogado!”).
Sangrando, Efraín analizó a los malhechores: antropoides monos, homos erectus hechos para obedecer y golpear; para copular y no pensar. Con su insensatez y su violencia suplían “facultades imposibles de ejercer por ellos”. Caminaban como norias, pero “eran incapaces de dar el paso que pudiera hacerlos salir de la interespecie donde se movían.”
Entonces se acordó del suplicio soportado estoicamente por otro héroe nativo: Jacinto Canek, en plena etapa colonial en 1761, quien también sufriera brutales torturas en plena plaza grande de Mérida, enfrente de la entonces Casa de Montejo (hoy Banamex), por defender a su gente y pretender la liberación del pueblo maya.
Pasadas unas horas, continuó el suplicio: “Entonces, ¿no te vas a dejar de chingaderas haciéndote al Chucho el Roto?” bramó el judicial.
Efraín levantó un poco el destrozado rostro, adolorido por la golpiza y las heridas. Les recriminó su proceder y adució estar ejerciendo un derecho consagrado en la Constitución. El neandertal despotricó contra la Constitución, llamó redentor al “Charras” y amenazó con crucificarlo, al tiempo que le asestó un golpe en la cara, haciéndole sangrar la boca.
Creyente en grado sumo, a Efraín inconscientemente se le vienen a la mente las últimas palabras de Jesucristo en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Lo último que escuchó fueron los graznidos del judicial: “Voy a consultar con los jefes, para ver qué hacemos con este cabrón”.
En una oficina distinguida, al norte de la “blanca Mérida”; la trilogía “charro”-gobierno-patrón encaró la situación. El funcionario encargado de solucionar el asunto por parte del hache gobierno, anunció con desparpajo su aprobación con el escarmiento propuesto, para darle una lección al “abogado buscabullas”.
El gentilhombre de negocios fue más contundente: “Si no tuvo la buena voluntad de llegar a un acuerdo, le demostraremos quiénes mandan aquí.”
El líder cetemista, en un arranque de súbita inspiración, reconoció la medida como “la mejor solución”, pues le permitía eliminar al asesor y, simultáneamente, enviarles un contundente mensaje a los futuros “Charras”.
“¡Señor! Le hablan de Valladolid,” llama un achichincle que sostiene el teléfono. Después de un breve diálogo, el tipo ordenó: “¡Procedan con el escarmiento!”.
En los milenarios montes yucatecos, los antiguos dioses originarios vieron morir al “Charras”. Y, con él, la llama de la defensa de los derechos laborales, al menos eso pensó la trilogía antisindical.
Pero a los autores intelectuales del secuestro, tortura y asesinato, les salió el tiro por la culata, porque surgió la protesta social más importante del siglo, así como motines vandálicos nunca antes vistos.
Como botón de muestra: las zapaterías “Canadá” del centro histórico de la “ciudad blanca” fueron saqueadas por el enardecido pueblo yucateco, y ese fin de semana medio mundo estrenó zapatos en los barrios populares meridanos.
Edgar Rodríguez Cimé
Continuará la próxima semana…