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Sexo Virtual – VII

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VII

“COMO MÉJICO NO HAY DOS”

“Méjico lindo y querido

si muero lejos de ti

que digan que estoy dormido

y que me traigan aquí…”

Canción Popular

En la década de los años 70, Lalo y Moncho, yucatecos por los cuatro costados, se sentían como peces en el Caribe, disfrutando del ambiente festivo en esa noche mejicana en el mismísimo Detritus Federal, donde la gente festeja hasta el amanecer.

“¡Oye, broder, estar un 15 de septiembre en la Plaza Garibaldi es un agasajo!” comentó eufórico Lalo, mientras se empinaba la botella de tequila Sauza.

“Simón”, remató Moncho decomisándole la botella para echarse unos farolazos.

La Plaza Garibaldi en el De Efe: síntesis de la imagen comercial de la música mejicana, así como recurso de enamorados y pretendientes que confían en un mariachi para convencer a la amada del amor que representa el gastarse un buen dinero en una serenata.

Como a ambos les había ido bien en la preparatoria, cada uno consiguió un dinero de sus padres para darse una vueltecita a “la capital” y pasar la noche del Grito de Independencia en la ex-región más transparente del aire.

Lalo le había contado a Moncho del burlesque del teatro Garibaldi y, sobre todo, del nivel brutal del presentado en el Colonial, algo impensable en una ciudad como Mérida.

Desde entonces, Moncho se había obsesionado con la idea del burlesque. En su agenda de diversiones defeñas, la visita al teatro Colonial ocupaba un sitio prioritario.

Entre trago y trago, monitoreaban el ambiente de fiesta. Allí se escuchaba “Se me olvidó otra vez”, por allá “Yo no fui”, y más allá “El Rey”.

Para que no les contaran, se habían echado el primer tequila en la cantina con más tradición en esta plaza: “El Tenampa”. “Quien va a Garibaldi y no se mama en El Tenampa, no conoció bien el De Efe” reza la frase popular. Quizá porque allí se han inspirado José Alfredo Jiménez, Tin Tán, o José José, por no decir la perrada de grandes políticos.

A la segunda copa, Lalo había propuesto: “Si vamos a mamarnos con Tequila, mejor compramos un pomo afuera”. “Órale,” respondió a quemarropa Moncho.

En la plaza, el ambiente era de romería: Música, alegría mexicana en cantidades de exportación, los mil y un mariachis, corrillos familiares en pleno brindis, turistas –nacionales y extranjeros– deseosos de embriagarse del regocijo garibaldesco.

Hay plazas iconoclastas en el mundo como Hyde Park, en Londres, o la popular Placita Olvera, en Los Ángeles, pero Garibaldi “se cocina aparte y con mucha salsa mejicana” (como Méjico no hay dos).

Después de beber como cosaco, Moncho clavó la mirada en una mujer menesterosa joven y no mal parecida, quien –sin importarle la plaza llena hasta el tope– se alzó la falda, se bajó el calzón y se acuclilló para, tranquilamente, orinar ante la vista y paciencia de tirios y troyanos.

“¿No vamos a ir al burlesque?” preguntó Moncho, ansioso por alimentar su homo eroticus.

“Simón, nomás nos comemos unos tacos y nos lanzamos a depravarnos”.

Cruzaron la plaza hasta el lado norte y se instalaron en Tacos Tumbras. Pidieron de todo y movieron el bigote al estilo mejicano: moqueando por el excesivo picante de las salsas (como Méjico no hay dos).

Lalo preguntó: “¿A cuál teatro vamos a ir?”. Moncho sugirió el Colonial, por su conocido nivel candente: “La neta, salen unas hembrotas norteñas y se pone más loco el estriptís de las chavas.”

A Moncho –fan de la literatura erótica– le pasaron por las neuronas una sucesión de imágenes ad hoc: “Justina y Julieta”, de Sade, “Sexus” de Miller y, ya encarrerado, hasta el “Kamasutra”.

En el teatro Colonial les recibió un émulo de Alex Lora que tocaba “Oye Cantinero”. Miraron las fotos en exhibición de las mejores mujeres de México antes de entrar a la función de las nueve.

Después de fornicar visualmente con las fotos de las encueratrices, Moncho andaba con cuarenta grados de temperatura al entrar a ocupar sus asientos.

Ya en el teatro, el animador saludó al público y comprobó qué tan respetable era el ídem cuando le respondieron el saludo: ¡Joto!, ¡Puto!, ¡Maricón!, y otras refinadas sutilezas retumbaron en el Colonial.

“Les damos la bienvenida a este palacio de la cultura donde presentamos a las mejores vedettes de todo Méjico…” vociferó el tipo, y se siguió de largo con los nombres de las ninfas.

Y comenzó el show erótico.

Del centro del escenario salía una pasarela que atravesaba medio teatro, para placer de quienes gustaban del estriptis.

Lalo sacó la otra botella de Tequila Cuervo, la destapó, se sirvió un trago, y se la pasó a Moncho, quien se encontraba a punto de ebullición, más ganoso que un recién casado, sobre todo porque, cuando conocieron a las sexoservidoras de las cercanías del mercado de La Lagunilla, Lalo lo prejuició al salir de los mini cuartos, después de ocuparse, diciéndole: “¡Uta, qué gacho es coger así! Mejor ni entres, broder”.

Y Moncho se quedó con las ganas y con la sangre hirviéndole en las venas, aún más cuando vio salir a la trigueña de doble pechuga, con unos trapos como para erotizar al más impotente. El vestido era totalmente de plástico transparente, complementado con un mini bikini blanco que deja ver más de lo convencional. Moncho estaba por dentro como el Popocatépetl antes de hacer erupción. Los farolazos de tequila arreciaban la calentura de su sangre, que circulaba por sus venas a mil por hora.

Después de dos estríperes, Moncho entendió la movida burlesquera: una vez recorrido el escenario y la pasarela, al ritmo de la música, las estríperes agasajaban a los más urgidos, permitiéndoles la fellatio.

Como se dio cuenta que en los extremos del escenario era el agasajo del sexo oral, comenzó a pensar seriamente la posibilidad de arrimarse allí para degustar a las encueratrices.

En eso andaba cuando apareció en el escenario Helena de Troya: una A-ma-zo-na, un Monumento, una Diosa Erótica.

Y no accionó, porque sucedió algo fuera de guión: la norteñota –noventicinco, sesentidos, noventicinco– bajó desnuda de la pasarela a las butacas, directo a Lalo y a él.

Como el respetable era escaso, la ninfa no tuvo problemas para caminar de butaca en butaca hasta llegar con Lalo.

El público, jauría de machos cabríos, gritó en el paroxismo sexual. Moncho, junto con algunos calenturientos, aprovechó para manosear lúbricamente a Helena. Cuando ella regresaba a la pasarela, caminando de butaca en butaca, Moncho la siguió con la espada a punto de desenvainar. En el momento que ella se inclinó para desatar sus zapatillas de tacón quince, Moncho se le acercó por detrás, pues pretendía estamparle un beso negro (en el mero “Aniceto Verduzco”).

Estaba a punto de hacerlo cuando la mujerzota volteó de pronto. Agarrado in fraganti por la súper hembra, quedó tan perplejo que, en vez de cumplir su deseo, solamente se atrevió a besarle… ¡los pies!, ante los “¡Puto!, ¡Maricón!, ¡Pásala güey!” (como Méjico no hay dos).

Edgar Rodríguez Cimé

Continuará la próxima semana…

 

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