Arte
Alan Glass murió el pasado 16 de enero. La suya fue una vida como pocos podemos imaginar. Conoció a tal cantidad de gente significativa (a André Breton y su hija Aube, por ejemplo, entre tantísimos más) que estoy seguro que en este momento muchos se arrepienten no haber escrito su biografía. Ignoro si alguien llevará a cabo algún día esa labor.
Quien conoció sus diversas viviendas, primero muy modestas, sabrá que entrar a su casa era como penetrar en alguno de esos palacios encantados que sólo aparecen en los cuentos de hadas: los de Hans Christian Andersen, de los hermanos Grimm o de Perrault, de algunas versiones más inquietantes (no hay lugar aquí para las caricaturas…).
Creo que sólo tales relatos pueden llegar, en efecto, a expresar el sentido de lo maravilloso que reinaba en todo lo que hacía Alan. Conocerlo en persona era de alguna manera reafirmar la fe en todo aquello que tanto los surrealistas como los románticos alemanes defendieron: una visión del mundo en que lo onírico y lo real se funden en una sola unidad. “El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo,” decía Novalis, “Solve et Coagula”, repetían los alquimistas.
Cada una de sus cajas-objeto era como una ventana nueva hacia un mundo encantado del que sólo Alan tenía la verdadera clave, no porque tuviera un programa definido del que quisiera ocultar el significado, sino simplemente porque su “técnica”, si es que se puede llamar así, consistía en entrar en contacto con su propio inconsciente, lo cual explica el erotismo, más o menos velado, de muchas de sus cajas. Gloria Orenstein describió de qué manera los objetos de Alan nacían de esa extrema receptividad en la que se encontraba cuando salía a buscar sus objetos a la Lagunilla o a cualquier otro mercadillo, fiel en eso a las experiencias que Breton relató en L’Amour Fou y en otros textos.
Ahora bien ¿a qué corresponde esa forma de ponerse en disponibilidad frente a las señas del “azar objetivo”, sino a lo que los románticos entendían por inspiración? La manera de crear de Alan Glass se inscribe en una forma de hacer arte en que la técnica propiamente dicha, que él dominaba a la perfección, se encuentra al servicio de algo mucho más profundo que ha cambiado de nombre a lo largo de las épocas: los dioses, las musas, el inconsciente… Poco importa: se trata de una instancia definitivamente superior a la voluntad del “yo”.
Cabe decir que en este diálogo con el inconsciente, en esta “agricultura celeste”, predominaba igualmente la idea del juego; de alguna manera, aun a sus ochenta años, había en Alan Glass algo de un puer aeternus cuyo propósito en la vida hubiese sido jugar sin parar, de la mano de la Belleza. Porque podemos estar seguros de que la Belleza, con mayúsculas, fue su acompañante más fiel, algo así como como un hada precisamente, que siempre estaba a su lado, fuera y dentro de su morada, así permaneciera invisible a los ojos del común de los mortales.
Quizás más que ningún otro artista, Alan Glass, gran enamorado, supo mantenerse fiel a aquella reflexión de Breton: “Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso es bello, de hecho, sólo lo maravilloso es bello”.
Cuán importante también fue para Alan la idea de inocencia, que siempre alabó, lo cual contrasta a tal punto con nuestra mentalidad, que parece también un milagro que haya podido sobrevivir a las indelicadezas de esta época, tan poco afín al espíritu de un Saint-Pol Roux, por ejemplo, uno de los poetas más admirados por Alan.
Entre las mil anécdotas que Alan Glass contaba está, por ejemplo, aquella en la que un día apareció un ratón en su casa. En vez de matarlo a escobazos, como lo hubiera hecho todo individuo reputadamente “normal”, Alan se enterneció tanto con el animalillo que le procuró cotidianamente un platito de leche, para que se alimentara. Por supuesto, desde el punto de vista del sentido común, se trató de un error: al cabo de unas semanas, el pequeño departamento en el que vivía entonces quedó invadido por aquellos roedores simpáticos de los que, desafortunadamente, se tuvo que deshacer.
Si bien, el “hombre racional” sacaría, por supuesto, una soez moraleja llena de pragmatismo y de hiel frente a tal doloroso yerro, está claro que sin ese espíritu de bondad e inocencia Alan nunca hubiese tenido la capacidad de crear la indeciblemente bella y maravillosa obra que nos dejó. No hubiese estado nunca a la escucha de las “musas”, “hadas”, “contenidos inconscientes”, muchas veces eróticos, que le permitieron dedicar su vida a la creación.
Sólo los dioses saben cuál fue para Alan el significado de la hecatombe que se vio obligado a realizar aquella vez, pero estoy seguro de que los ratones ne lui en tinrent pas rigueur, y que ahora se encuentran entre la multitud de guías que lo llevarán hacia la luz, no sin antes permitirle reposar una vez más en aquel paraíso de cuya mágica belleza sus poemas-objeto nos dejaron, en este bajo mundo, un maravilloso atisbo.
ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU