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Sabores y Cabañuelas

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Ecos Lejanos

XXVII

Conforme el año avanza, van quedando atrás los días en que abusamos de tamalitos, ponche, buñuelos y otras delicias tradicionales del fin de año, fechas en que las familias se reúnen para disfrutar y compartir.

Los entrañables calores en torno a un pino navideño me hacen reflexionar que la mía fue una corta familia porque mi madre fue hija única y mi padre sólo tuvo un hermano –del que fue separado geográficamente desde pequeño–, por lo que familiares en segundo orden consanguíneo o parientes de nuestros parientes fueron el objeto de nuestro cariño de niños, sentimiento que maduró y se volvió indeleble.

En los cumpleaños de mis hermanos y el mío, hubiera fiesta o no, tía Petite nos obsequiaba un flan de caramelo. Esta dama, cuyo nombre real ignoro, era llamada Petite en alusión a sus exquisitas proporciones físicas; estaba casada con el doctor Sixto Cetina Peniche, astrónomo y homeópata, tío nuestro por extensión, ya que el verdadero parentesco lo tenía con mis primos Bello Montalvo.

Su flan llegaba calientito, así que debía esperarse el momento adecuado para el desmolde, honor que le correspondía a mi prima Shirley (nacida y bautizada Elvia), la hija adoptiva de los Cetina, una jovencita cuyos rizos dorados y los hoyuelos debajo de las comisuras de sus labios hacían adorable, como a Shirley Temple. Recuerdo la expectación que reinaba al momento de vaciar el flan al plato: no debería cuartearse ni tener burbujas, y el caramelo –no muy ligero, no muy espeso–, de color ámbar oscuro, tenía que verterse len-ta-men-te cubriendo la superficie y formando al mismo tiempo caprichosas hileras alrededor.

Me confundo al escudriñar en mis recuerdos si la mezcla de los huevos, la finura de tía Petite, la leche, los hoyuelos de Shirley, la vainilla, el azúcar y la inteligentísima mirada de tío Sixto impiden que algún otro flan, por supremo que sea, logre satisfacer mi paladar, educado en el mundo de los sabores por esta familia que durante años nos regaló más que un postre, algo verdaderamente dulce: la sensación de pertenencia, la certeza de saberlos nuestros, aunque no lo fueran.

Cuando mi padre apetecía comer pipián de venado, mi madre alegaba que no le quedaba bien, que se le «cortaba» la salsa, que mejor lo hiciera la tía Tona, María Antonia Montalvo, esposa de mi tío segundo Ricardo Bello Cetina, poeta y bibliófilo. La tía Tona era una artista en, y de, la cocina. Su visita a casa la aprovechábamos para preparar, además, todas las compotas que le permitiera el día destinado a hacer feliz ese día nuestro sentido del gusto.

En nuestra infantil imaginación, la cocina era la cueva donde una maga con los mismos ojos azules de la tía Tona vaciaba sustancias a los peroles que reposaban sobre los cuatro mecheros de la estufa. Los dos de atrás contenían nance y tejocote, los dos de adelante, ciruela y ciricote. Nosotros éramos una suerte de duendes; ayudábamos a arrimar los pomos de vidrio que conservarían por meses aquellos frutos redondos y almibarados que desataban cadenas sensoriales.

Nuestra tía instrumentaba una coreografía de saludos entre las tapas, los vapores y los olores de las ollas. Como si dirigiera una orquesta imaginaria, al conjuro de sus largos dedos una tapa exhalaba el vapor con arabescos de violines a la derecha, y la de junto correspondía con volutas de oboes, saxofones y trompetas. Otra olla destapaba su cabeza en rutina de tap y la última expulsaba breves suspiros de aire caliente, en calidad de petite battement. El sortilegio de este concierto al unísono, pero a destiempo, nos paralizaba en su contemplación.

Nunca pudimos desligar la figura lúdica de tía Tona de la de mamá de nuestros cuatro adorados primos varones. Ella era la cocinera del encantamiento, la repostera de la fascinación.

Por eso, cuando quiero recuperar mi capacidad de asombro, cierro los ojos e invoco: «Tía Tona, déjame sentirte cerca, desborda tu mirada sobre mí.» Lo hace y durante un buen rato permanezco azul, azul.

En los días de fiestas familiares nos damos cuenta que los afectos no provienen, necesariamente, de lazos de sangre. Los que perduran, los que de algún modo han marcado nuestras vidas, son aquellos que dejaron un recuerdo difícil de superar: los vínculos del amor que se derrama sin importar origen ni destino.

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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