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Rosalía

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Crónicas de Mi Pueblo

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César Ramón González Rosado

La maestra contempló a la niña que apenas llegaba a la escuela: una pequeña de siete años, con algún problema en el aprendizaje de la lecto-escritura, que ingresaba a un “Centro de Atención Múltiple”. Iba vestida con el traje regional, de hipil sencillo, y descalza. Venía de un pueblo lejano del sur del estado.

Rosalía, la maestra, contempló a la niña detenidamente y su pensamiento se remontó muchos años atrás, cuando ella misma salió del pueblo y llegó a la ciudad de Mérida…

A temprana hora, cuando apenas despuntaba el día, las hijas de Lorenzo, campesino maya del pueblo de Chapab –nombre que significa lugar de las muchas flores, o de las muchachas bonitas– ayudaban en las tareas cotidianas para contribuir a la subsistencia de la familia, como era la tradición.

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Eran tres niñas y un hermano mayor que acarreaban agua del pozo del pueblo, distante medio kilómetro de la choza familiar.

Un patio de buen tamaño, con sembradíos de hortalizas, pequeña milpa y algunos árboles frutales, recibían el agua bienhechora para el logro de las calabazas, repollos, lechugas, maíz, frijol y otros productos de la tierra. Al fondo del patio, un gallinero con numerosas ponedoras de las que, ocasionalmente, alguna acababa en el puchero de gallina.

A veces Lorenzo cazaba venado, liebre, o pavo de monte. Entonces sí que se daban un buen banquete. Una parte se vendía y el excedente se salaba para otras ocasiones.

Las niñas no iban a la escuela, Lorenzo pensaba que era mejor el trabajo cotidiano: “Si quieren comer, tienen que trabajar,” decía.

Las hermanas mayores –fueron ocho en total– trabajaban “entre lugar” como sirvientas en la ciudad de Mérida. Era la aspiración de ellas para escapar de la pobreza del pueblo: trabajar en la ciudad, en donde vivían “los ricos”.

Rosalía, de 7 años, pedía que le compraran un lápiz y un cuaderno, y que la entregaran en la escuela para aprender a leer y escribir.

Pero no, la voluntad de Lorenzo era la última palabra. Así que todos sus hijos e hijas crecieron analfabetos y así llegaron, cuando mayores, a sus precarios trabajos.

Rosalía era terca, muy terca, según Lorenzo. Nada más hablaba el maya y quería aprender el idioma español, también a leer y escribir en ese idioma. “Para qué, eso no sirve, no seas terca,” le repetía una y otra vez su padre.

Aún muy niña, conseguía algún dinero: cortaba leña en el monte cercano y la vendía al panadero. Compraba golosinas, una que otra “chuchería”, y alguna ropa. Sin embargo, el dinero que ahorraba en su casa desaparecía: su madre disponía de los centavos para completar el gasto familiar.

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Cuando lo supo el panadero, se indignó. Dejó de pagarle en moneda. Le proporcionaba el equivalente en pan, además de que todos los días la niña comía con su familia.

Rosalía se rebeló. Pidió a su hermana mayor que trabajaba en una casa de Mérida le consiguiera un lugar en donde trabajar…

Su petición coincidió con la solicitud de doña María, ama de casa de la ciudad, que buscaba alguna mujer de pueblo que quisiera venir a ayudarle en las tareas del hogar. Fue así como Rosalía salió de Chapab y llegó a casa de don José, esposo de la señora.

Al ver doña María a la niña menudita que le habían llevado, exclamó al cielo: “¡Yo pedí una mujer que me ayudara, no una niña! ¡Qué voy a hacer con ella! ¡Está muy flaquita! Apenas ha de tener 7 años.”

Rosalía tenía 12, pero la mala alimentación no le había permitido desarrollarse de acuerdo con su edad cronológica…

“¡No, no! Regrésenla a su pueblo,” terminó diciendo doña María.

 Rosalía era terca, no fácilmente se daba por vencida. En su lengua maya expresaba (*):

tene’e i wo’el mi is (Yo sé barrer).

yetel i wojel i be’et le hanaló (Sé hacer la comida).

bei i wojel po’o le nog´obo i tadzl yetel le planchao (También lavar la ropa y plancharla)

i wojel pagach le wajo yo’lee shamcho: (Hacer las tortillas en el comal)

yetel tene ‘e ei canke le baló o kun un canses ten’no: (Y aprender otras cosas si ella me enseña)

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“Pero ni tan siquiera habla el español. Cómo voy a entender. No sé qué está diciendo,” continuaba protestando doña María.

Pero don José sí sabía. Hablaba la lengua maya. Con facilidad tradujo las palabras de Rosalía, que insistía en quedarse a trabajar.

María, dama bondadosa, se rindió ante la insistencia de la niña y así comenzó a trabajar en las labores cotidianas del hogar.

Dyos bo’otik (Gracias), dijo Rosalía.

 Poco a poco aprendió a hablar y escribir el español.

Pasados dos años, cuando fue posible, comenzó la escuela. Con el tiempo terminó la primaria, después la secundaria y también la preparatoria, además de que asistía a todo tipo de cursos de artesanías que llegó a dominar con mucha competencia. Así, también, Rosalía se integró a la familia.

Consiguió un empleo en una escuela oficial de niños como maestra de manualidades. Y es así como la encontramos al principio de este relato.

(*) Pronunciación literal. Sin convenciones gramaticales.

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