DEDICO ESTE MODESTO TRABAJO
AL ESTADO DE YUCATÁN,
A MI HIJA
GLORIA ROZO DE CALDERÓN,
MI COLABORADORA EN ESTA OBRA
Y A MÉXICO ENTERO
CON TODO MI INFINITO AMOR
RÓMULO ROZO
Y EL MONUMENTO A LA PATRIA
Estaba reservado a Yucatán –lo que es decir México– alzar sobre su tierra legendaria el más bello y el más extraordinario monumento concebido y realizado en América. Sin duda alguna, el más auténticamente americano del mundo. Esto lo debemos los mexicanos al genio artístico de un escultor de Colombia, de cuyo espíritu se apoderó el misterio maya, hasta hacerlo dueño de sus más emocionadas y alucinantes expresiones. Una transmutación de las fuerzas invisibles de nuestro formidable pasado se operó en el temperamento y en la mentalidad de este ilustre intuitivo que es Rómulo Rozo, creador de esta imponente maravilla de piedra que, consagrada litúrgicamente a la Patria, como un templo a una propicia divinidad materna, quedará desafiando vencedoramente a los siglos, en el corazón de la ciudad de Mérida, para orgullo nuestro y perenne gloria de su amor.
Hace más de tres mil años los constructores de la sagrada ciudad de Ichcaanzihó llenaron estos lugares de prodigios de imponente grandeza que fueron, en medio del pueblo, las “Casas de los Dioses”. Vinieron de lejos los hombres blancos y sojuzgaron a los Señores de la Tierra, derribaron los asombrosos templos y con sus mismas piedras santas edificaron otros templos para otras deidades y alzaron señoriales moradas para asentar su vida y su poder.
De entonces, las viejas y potentes raíces quedaron en el seno de la tierra, conquistada en lo corporal, y en lo transitorio –que es el dominio del hombre sobre el hombre– pero libre y, aún más, vencedora, en lo irreductible de su espíritu tremendo, en la fuerza mística de su pensamiento inviolado y en su esencia milenaria y omnipotente. De esas viejas raíces ocultas, pero vivas, y nutrido en su jugo y en su fuerza, se diría que surge a los ojos de los hombres este monumento maya, Santuario de la Patria de hoy, que es la misma de ayer, en una indetenible palingenesia, que sólo modifica las formas, pero mantiene los principios inmutables y eternos.
Las corrientes telúricas que conmovieron la sensibilidad, despertaron la mente y movieron las manos del creador de esta obra incomparable venían como las palabras de los profetas indios, de “muy oscuro y de muy lejos”. Este monumento es, así, como una resurrección.
Con la paciencia esperanzada, la constancia ardiente, la fe inquebrantable, la emoción auténtica del que se siente llamado a una misión pura y superior, y la obedece con toda su entraña y toda su luz, Rómulo Rozo ha cumplido con un destino singular en la consumación de este sueño de mística belleza y victoriosa afirmación filosófica.
Y es asombroso que una obra de estas proporciones haya sido, positivamente, una obra individual, no sólo en la creación imaginativa sino en la misma material ejecución. Durante años, Rozo empuñaba todos los días un cincel y un martillo –muy poco distintos de los que usaron los artistas mayas “del tiempo que no se cuenta”– y, directamente, poniendo en cada golpe todo su sentimiento, labraba piedra por piedra, arista por arista, cada imagen, cada alegría, cada signo y puede decirse que cada palabra que allí quedaba sería escuchada para siempre. Porque las piedras, estas piedras mayas, arrancadas bloque a bloque de las mismas canteras de que habrían sido las de Uxmal, las de Kabah, las de Chichén Itzá, con la amorosa vigilancia personal del artista, que iba a animarlas con su propia alma; estas piedras hablan y sólo es necesario saber entender lo que dicen, por más que lo que dicen se sienta penetrado en nuestro corazón.
Para describir ordenada y calladamente el Monumento, su autor y ejecutor ha escrito una “Monografía” que habrá de ser conocida con interés y gusto por el lector que adelante siguiere.
Se nota que el gran artista que es Rozo se dejó arrebatar por el torrente de su imaginación y así interpreta y explica, con su personal y entusiasta versión, los que pueden considerarse como símbolos religiosos cósmicos o históricos de los mayas. Estos hallazgos le pertenecen, y el acierto y la responsabilidad de ellos es particularmente suya.
Lo mismo puede decirse del criterio libre y propio que aplicó a la selección de los personajes de la historia nacional, representados en los magníficos frisos inferiores o zócalos en cada uno de los dos frentes del monumento. Y más que nada a los juicios personalísimos que sobre cada uno de ellos hace en las sintéticas biografías incluidas en las respectivas relaciones que figuran en este trabajo suyo.
Únicamente, no podemos resistir la necesidad de observar la inexplicable e injustificable omisión de la gloriosa figura del general Salvador Alvarado, entre los próceres de la Revolución en Yucatán, que con la obra extraordinaria del que, más que Soldado, fue Apóstol y Fundador, se inicia, se arraiga y se afirma definitivamente en la conciencia popular.
Bien y en su sitio están el ilustre gobernante liberal don Olegario Molina, al que siempre se deberá, dentro y fuera de su época, admiración y respeto, el insigne Felipe Carrillo Puerto, cuya memoria vive y vivirá perpetuamente en el recuerdo y en la veneración de las multitudes de indios yucatecos que él redimió y amó hasta el sacrificio de su radiante vida. La ausencia de Alvarado no tiene excusa posible. Pero, sin duda, esta falta queda a cargo de quien sea responsable de ella.
Aquí solo cabe alzar una leal, efusiva y merecidísima alabanza para el genial creador del Monumento a la Patria, que no tiene precedente y que difícilmente podrá ser superado.
Gracias por este don de su egregio arte a mi tierra yucateca, mi grande y querido Rómulo Rozo. Le abrazo con todo mi entusiasmado corazón.
ANTONIO MEDIZ BOLIO
Ochil, Yuc., México, abril 15 1956.