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Relatos del pájaro sabio – XIII

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Relatos

XIII

Pobre hombre rico

¡Eeeh!, eructó don Búho, satisfecho de haber degustado una tierna sik’in úulumil, y disponiéndose a dar comienzo a su plática diaria, que su hijo esperaba con ansiedad, así empezó:

“Antonio Weech nació en el pueblo de K’ankabch’e’en en el seno de una familia campesina. Desde niño, este señor demostró tener cierto amor al dinero. La gastada de un peso semanal que recibía de don Cristóbal, su padre, la guardaba celosamente y, por más que se le antojara, no era capaz de comprar ni tan siquiera un dulce de caramelo de cinco centavos. Al cumplir los dieciséis años abandonó la casa paterna para trabajar en La Principal, única tienda de abarrotes en el pueblo. Trabajó primero como mozo y después como dependiente, Don Dionisio, el dueño del establecimiento le proporcionaba techo y comida, lo que permitió al muchacho guardar la mayor parte del dinero que ganaba. Al cabo de unos años, con el dinero ahorrado, Antonio logró construir una casa ripiada.

Dejó de trabajar en la tienda cuando formó hogar con Pastora, una linda mestiza que le regaló un hijo varón que bautizaron con el nombre de Gaspar. Como ahorraba una parte del dinero que ganaba por trabajar en los henequenales de la Sociedad Ejidal del pueblo, el hombre pudo comprar cuatro hectáreas de parcelas de henequén para comercializar las hojas del agave, y seis piezas de ganado vacuno para pie de cría.

Años después, con el apoyo de su hijo, llegó a fomentar diez hectáreas de plantíos de henequén y una estancia ganadera. Vendía hojas de henequén y ganado; de la venta de ese recurso sólo una mínima parte destinaba para los gastos familiares y el resto lo guardaba.

Cansado Gaspar de trabajar en los henequenales, y en la atención del ganado de su padre sin siquiera tener dinero para cubrir sus gastos personales, el joven decidió alzar el vuelo y se fue a vivir a la isla de Cozumel en busca de mejores horizontes.

Al verse abandonado por su hijo, Antonio dijo a doña Pastora:

-Mujer, como se fue de la casa el mal agradecido de Gaspar, voy a tener que contratar a una persona que me ayude a trabajar los henequenales y atender el ganado, de lo contrario, no voy a poder con tanta carga de trabajo.

-Haz lo que creas conveniente. Yo quisiera ayudarte, pero no sé cómo -dijo la mujer.

-¿En verdad quieres ayudarme? -preguntó ansioso Antonio.

-Sí, dime qué debo hacer y con gusto acepto.

-¡Hmmm, está bien! Sugiero que vendas en Motul los cítricos y frutales que producimos en el traspatio de la casa. Acá en el pueblo vendemos la naranja agria, el mamey, el aguacate y otros productos a precios muy bajos; en cambio en la ciudad se cotizan a buen precio. De esa manera, me ayudas con los gastos de la casa y haces tu propio capital.

-Si ya lo decidiste así, por mí no hay ningún problema; sé muy bien cuanta falta te hace mi hijo -dijo doña Pastora.

Por las tardes, cuando Pastora regresaba de su venta, se dedicaba a la siembra de hortalizas y flores para tener otros productos para comercializar durante todo el año. Por las noches hacían cuentas de las ventas diarias:

-¿Cuánto de ganancia tuviste hoy, mujer?

-Veinte pesos, fue buena la venta.

-De esa cantidad, destina la cuarta parte para la comida de mañana y guardas lo demás; comeremos lo que buenamente alcance con los cinco pesos. Me da lástima escuchar a mis compañeros campesinos decir que les hace falta dinero. No les alcanza porque quieren gastar hasta el que no han ganado: no saben ahorrar.

Después de muchos años de vender todos los días en Motul, doña Pastora cayó gravemente enferma. Murió porque no tuvo dinero para costear el tratamiento del cáncer de estómago que la aquejaba. Su marido no quiso gastar un solo peso en el intento de salvarle la vida. Se le dio cristiana sepultura a la mujer con el apoyo de familiares y gente caritativa del pueblo.

Al quedar viudo, con tal de ahorrar, don Antonio se encargaba de lavar su ropa y de preparar los guisos menos costosos: ja’sikil p’aak, huevo sancochado, huevo frito, calabaza frita.

Habían transcurrido dos años de que su esposa había muerto y don Antonio se propuso conquistar a doña Josefina, una viuda vecina suya, pero fue rechazado:

-¡No viejito, muchas gracias! Vivo tranquila con la venta de mis hamacas, y no tengo que mantener a un hombre. Sigue tu camino, posiblemente encuentres una x-choko’ óol que acepte vivir contigo.

Don Antonio se retiró herido y avergonzado por las palabras de doña Josefina. Pero no cejó en su empeño de encontrar una nueva pareja para compartir el resto de sus días. Sin embargo, por más que lo intentó, ninguna mujer aceptó vivir con él, porque doña Pastora, aunque se portó sumisa con su marido, había divulgado en el pueblo que ella mantenía a ese tacaño que prefería acrecentar su dinero, sin importarle comer solamente tortillas con chile.

Con el correr de los años, la avanzada edad y la falta de fuerzas para trabajar obligaron a don Antonio a vender sus henequenales y el ganado. La suma considerable de dinero que obtuvo de esa transacción la guardó íntegramente. Prefirió pedir limosna en vez de utilizar el dinero para disfrutar su vejez sin problema alguno. Cuando andaba limosneando, en algunas casas se compadecían de él, le regalaban algunos centavos o unos tacos de frijol; en otras, no solamente le negaban la limosna sino sufría de humillaciones:

-¡Maldito viejo! ¿No te da vergüenza pedir limosna vendiendo tu miseria? -le echaban en cara- ¿Acaso crees que te van a enterrar con tu dinero cuando mueras?

-Es un pecado ofender a un limosnero -respondía don Antonio-, Dios castiga al que lo hace; sobre todo cuando no se da limosna a un viejito como yo que ya no puede trabajar.

-Negarle apoyo a una persona que tiene más dinero que un banco no es ningún pecado; se comete pecado cuando no se ayuda al viejito que realmente lo necesita -le recriminaban.

Una noche que Yum Cháak vaciaba con furia el agua de su chúuj e iluminaba el firmamento a cada momento, al reventar su chicote para aligerar su caballo, don Antonio se marchó de este mundo.

Nadie se enteró del suceso sino hasta días después de que un penetrante olor a podrido hizo que su vecino encontrara el cadáver dentro de la casa al tratar de averiguar de dónde provenía tan desagradable fetidez. La autoridad municipal costeó el sepelio.

Cuando nuestra madre tierra cubría con su manto sagrado el cuerpo árido de don Antonio, no hubo quien llorara o pronunciara alguna oración por el eterno descanso de su alma.

Dos meses después, llegó Gaspar al pueblo. Al enterarse de la muerte de su padre, quiso averiguar el paradero de la fortuna del viejito, Revisó la casa palmo a palmo, centímetro a centímetro, Sólo encontró, entre el cobijo de zacate, unos billetes de a peso de color rojo, carcomidos por el k’amás. Para no quedarse sin provecho alguno, antes de regresar a Cozumel, manifestó su interés en vender la propiedad.

Pasaron dos años sin que nadie se interesara en comprar la casa, quizá porque en el pueblo se comentaba que ahí espantaban. Se decía que, en noches lluviosas, al filo de las doce, en el fondo del solar se veía andar el espectro de un hombre que lloraba. Creyendo que se trataba de un ser maligno, los transeúntes evitaban pasar de noche por esa vivienda.

Fue una familia proveniente del pueblo de Tunkás, que se estableció en K’ankabch’e’en para trabajar en los henequenales, la que tiempo después, mediante una módica cantidad de dinero se hizo dueña de la casa.

La primera noche que los nuevos inquilinos escucharon el llanto de un hombre que andaba en el solar creyeron que se trataba de alguna persona dolida por la compra del predio, quien quería atemorizarlos.

Cierta noche que dona Paula salió al traspatio alumbrándose con una vela para hacer sus necesidades, escuchó que la llamaban:

-¡Doña Paula, doña Paula, deseo comunicarle algo!

-¿Quién eres?-preguntó asustada.

Al no obtener respuesta, dirigió la mirada en dirección de dónde provenía la voz y logró distinguir junto al tronco de una mata de huano, la sombra blanca de una persona que con la mano hacía señal de que se acercara. Intentó gritar para llamar la atención de su marido, pero el pánico no le permitió emitir sonido alguno. Tampoco pudo pedir ayuda una segunda vez, y sintió que se le erizaba la piel de todo el cuerpo al ver esfumarse la silueta humana, como si el aire la hubiera chupado. Sin embargo, aunque temerosa, pudo regresar a su habitación; pero algo inexplicable sucedió con doña Paula: en ningún momento se le ocurrió comentar a su marido la experiencia vivida.

A partir de entonces, cuantas veces salía de noche para ir a la cocina, veía aquella «persona» debajo de la mata de huano. En cierta ocasión que andaba atrapando a las gallinas escapadas del gallinero, bajo la resplandeciente luz de la luna llena, escuchó que le decían:

-¡Deseo hablar con usted señora! Acérquese, por favor. Doña Paula sintió mucho miedo al escuchar aquella voz, pero su curiosidad y el deseo de descifrar ese enigma le dieron valor para preguntar.

-¿Eres hijo de Dios o engendro del demonio? ¡Dímelo!

-¡No tengas miedo, no soy el maligno! Necesito que me ayudes, por favor. Soy el antiguo dueño de este terreno.

-Soy una persona muy humilde, no tengo dinero. ¡No puedo ayudarte!

-No necesito dinero sino otro tipo de ayuda, mi mayor desgracia fue tener dinero, mucho dinero. Ten piedad de mí, tú puedes salvarme de este suplicio. Me siento muy agotado, no soporto permanecer más tiempo en este lugar de día y noche.

-Si de verdad requieres de mi apoyo, dime cómo quieres que te ayude -contestó dona Paula con cierto temor.

-¡Escucha, pon mucha atención! Escarba alrededor de esta planta, lo que encuentres es todo tuyo, de nadie más. Pero no te olvides de mandar rezar un novenario y celebrar nueve misas para que mi alma pueda descansar. Sólo así encontraré la paz y la tranquilidad que tanto anhelo, Prométeme que cumplirás con mis deseos, por favor.

-Te lo prometo en nombre de Dios nuestro creador -dijo doña Paula, y en un momento vio desvanecerse ante sus ojos la imagen de don Antonio.

Para evitar que los habitantes de K’ankabch’e’en se enteraran del hallazgo del dinero, doña Paula dijo a su marido:

-Magdaleno, regresemos al pueblo con nuestros hijos; en Tunkás haré que se lleven a cabo los rezos y las exequias en honor de ese pobre hombre que gastó sus fuerzas y se amarró el estómago para juntar el dinero que ahora nos pertenece y ha dado un nuevo giro a nuestra vida. Ojalá Dios lo perdone y le abra la gloria.

Antes de despuntar el alba, la familia de Tunkás se encaminó rumbo a Euán para abordar el tren que la trasladaría a su pueblo natal.

Después que doña Paula cumplió con la encomienda del difunto, mandó construir una enorme casa donde abrió una tienda de abarrotes; además, tuvo dinero suficiente para comprar dos ranchos ganaderos.

Aquí termina la historia de don Antonio Weech, aquel pobre hombre rico.

-¡Maare, papá! Si el abuelito limosnero poseía tanto dinero, ¿por qué prefirió morir en la pobreza? -preguntó, el buhito.

-Muchachito, debes saber que así como hay hombres sabios, también existen hombres pendejos; don Antonio no solamente lo fue, sino que abusó de pendejo. A este mundo no sólo se viene a trabajar para acumular riqueza, también hay que disfrutar con la familia las ganancias de nuestro trabajo, porque a final de cuentas nada de lo que presumimos poseer nos está permitido llevar cuando morimos -sentenció papá búho.

Santiago Domínguez Aké

Continuará la próxima semana…

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