Relatos
VIII
La ofrenda de saka’
Sentado frente a su casa, bajo la hechizante luz de la luna, don Búho comenzó su plática de esa noche, en tanto que el buhito lo escuchaba con oído atento y penetrante mirada.
El relato refiere lo acontecido a seis jóvenes campesinos de X-Peechil, quienes acordaron ir a cazar venado al monte ubicado al poniente del pueblo. Al enterarse de que un grupo de hombres del lugar, cuantas veces iban de cacería a ese monte regresaban con dos y hasta tres venados muertos, pensaron que eso se daba por la abundancia de animales en ese terreno, y por lo tanto, también ellos podían obtener carne de venado para el consumo familiar.
Pero no sucedió así; cuantas veces fueron de batida, no lograron cazar un solo venado en ese monte; fallaban el tiro o solamente veían cruzar de lejos al animal. En vez de desalentarse ante esas circunstancias, iban al monte casi todas las tardes, para regresar con los mismos resultados: sin pieza de caza alguna.
Con los ánimos por el suelo, al ver que el otro grupo cazaba y ellos, por más esfuerzos que realizaban, no obtenían una sola pieza de caza, los jóvenes se reunieron para analizar el problema y con la intención de encontrar el motivo de que no lograran cazar en el monte de su ejido. En su intervención, Severiano dijo a sus amigos:
–Lo más seguro es que esos señores posean la piedra o el gusano del venado. Es por eso que siempre cazan.
–Estás equivocado, Severiano; si cualquiera de ellos tuviera uno de esos amuletos, ¿cómo vas a creer que se reúnan para ir a cazar en grupo? El cazador que posee la piedra o el gusano del venado no se hace acompañar de otra persona –opinó Socorro–. Cierta vez escuché decir a don Eraclio, aquel viejito que vivía cerca de mi casa, que algunos cazadores hacen una ceremonia para hechizar el monte; así evitan que otras personas cacen en ese terreno. Pero no recuerdo haber escuchado cómo se hace el conjuro,
–Yo pienso que debemos preguntar a uno de ellos qué truco utilizan para cazar venados –sugirió Concepción.
–¡Compañero, por favor, no sueñes! Ninguno de ellos se atrevería a revelar el secreto. Lo más indicado es consultar a don Ceferino, el j-meen que vive al lado de la casa de Concepción, para que nos diga qué debemos hacer para cazar en ese monte. Don Ceferino adivina el futuro, cura a base de yerbas, santigua a las personas con “mal viento”, hace ch’a’ chaak y otros trabajos –comentó Socorro.
Aunque no quedaron convencidos los otros cinco jóvenes, a final de cuentas acordaron acudir al j-meen. Luego de que Socorro se encargó de relatar con lujo de detalles lo que les ocurría cuando iban de cacería, el j–meen prendió una vela, luego miró su sáastun y les dijo:
–La culpa de lo que pasa la tienen ustedes compañeros, nadie más que ustedes.
–Don Ceferino, ¿por qué asegura usted que la culpa es nuestra? ¿Cuál es nuestra culpa si solamente vamos de cacería al monte del ejido de nuestro pueblo para obtener un poco de carne para comer? –preguntó Concepción.
–Insisto, la culpa es de ustedes, aunque no lo crean. Voy a tratar de aclararles por qué. Les pido mucha atención. ¿Alguno de ustedes dejaría que otra persona entre al terreno de su casa a matar un cerdo y se lo lleve para comer sin haberlo pagado? Yo creo que ninguno de ustedes lo permitiría, ¿acaso estoy equivocado?
–Don Ceferino, usted se refiere a un asunto totalmente diferente al que le planteamos. Porque el cerdo nosotros lo criamos, es nuestro, y por nada del mundo vamos a consentir que otra persona lo beneficie para provecho suyo sin alguna retribución –contestó uno de los jóvenes.
–¿Se dan cuenta?, la respuesta del joven confirma que ustedes tienen la culpa de que no les permitan cazar en ese monte –subrayó el j-meen.
–Está usted muy despistado, don Ceferino. Tenemos derecho de cazar en ese monte porque es nuestro; el presidente de la República otorgó a cada uno de nosotros un certificado agrario para avalar nuestra legitima propiedad sobre ese monte y nadie puede impedir que cacemos cuanto animal habita ahí –explicó Concepción.
–¿Propietarios de ese monte por el simple hecho de contar con ese mentado documento? ¿Quién les engañó, jóvenes? Aunque cada uno de ustedes tenga en la mano veinte de esos documentos, no se convierten en dueños de ningún terreno. Nosotros, los seres humanos, no somos dueños del monte, sólo nos lo prestan para vivir, para obtener nuestro sustento.
–Don Ceferino, usted dice que no somos dueños de ese monte, entonces, ¿de quién es? –inquirió Concepción.
–Lo repito nuevamente: no es de ustedes. Por eso, el dueño de ese monte no les autoriza cazar venado.
Cada vez más confundidos, creyeron que el j-meen mentía por desconocer el origen del problema que le plantearon; se apartaron un poco para intercambiar opiniones en voz baja, y acordaron poner a prueba los conocimientos del j-meen. A nombre del grupo, habló Concepción:
–Don Ceferino, estamos aquí para saber por qué no logramos cazar en ese monte. No venimos a escuchar tonterías. Si no ha logrado descubrir el verdadero motivo del problema que nos aqueja, por favor sea sincero y deje de engañarnos.
–De parte mía, ya dije todo lo que tenía que decir. Lamento que ninguno de ustedes posea una mente capaz de descifrar el significado del mensaje que les doy a conocer. Por lo tanto, me veo obligado a explicarlo de una manera más sencilla.
El j-meen se acomodó muy bien en la hamaca donde estaba sentado; luego, de nuevo se dirigió a los jóvenes:
–Esos señores que ven cazar en el monte donde ustedes no han logrado matar ningún venado no es por que tengan la piedra o el gusano de ese animal, sino porque hacen ofrenda de saka’ a Yum K’áax –Dios del Monte–, para alimentarlo y, a la vez, pedirle que regale algunos de sus venados. Ustedes sólo quieren cazar y no toman en cuenta que es necesario pedir permiso al dueño de esos animales. El día que decidan ofrendar saka’ al dueño del monte y de los animales tengan por seguro que van a cazar venado en ese monte. Porque así como la madre naturaleza nos da de comer, nosotros debemos corresponderle, ofrendando alimento a sus respectivos dioses para que nos sean propicios –terminó diciendo, el j-meen.
Aunque no quedaron plenamente convencidos con el argumento, los jóvenes aceptaron hacer la ofrenda del saka’, con tal de no quedarse con la duda de su eficacia.
–Entonces, ¿con sólo ofrendar saka’ vamos a poder cazar en ese monte? –preguntó, Pastor,
–Así es, muchacho. –afirmó el j-meen.
–Nosotros, por más que queramos ofrendar saka’, no sabemos cómo hacerlo –hizo saber Severiano.
–No es motivo de preocupación no saber hacer la ceremonia, muchacho. Si de verdad les nace la voluntad de ofrendar saka’1, consigan ocho elotes de los seleccionados para semilla, compren nueve velas blancas, una caja de cerillos y una botella de miel de la ko’olel kaab2, yo me encargo de preparar el saka’. Mañana, apenas raye el sol en el oriente, vayan a esperarme donde inicia el camino que conduce al mencionado monte.
Dando la media noche, don Ceferino se levantó a desgranar y cocer los elotes. Cuando se coció, molió el maíz con un molino de mano; con la masa formó unas pelotitas que fue introduciendo dentro de dos joma’ob3. Después cargó su sabucán y un calabazo con el sobrante del agua que utilizó para sancochar el maíz, y con un jomá en cada mano, alzado de su colgadera, se encaminó al lugar donde quedó de verse con los cazadores.
–Ya llevamos un buen rato esperándolo don Ceferino, hasta llegamos a pensar que no iba a venir –dijo Socorro.
–¡No hay razón para dudar de mi palabra, muchachos! Comprometerse a ofrendar bebida de saka’ a Yum K’áax, es un compromiso muy serio. Toda persona que no cumple recibe su castigo –explicó don Ceferino– ¡Caminemos de prisa para llegar pronto!
Cuando llegaron al monte, el j-meen ordenó a tres de los jóvenes limpiar de hierbas y hojarascas debajo de un frondoso roble verde; a los demás, los mandó a cortar ramas delgadas de ja’abín para construir el altar. El viejito echó el agua del calabazo dentro de cada uno de los dos joma’ob, después procedió a desleír el saka’ con la mano; acto seguido, vació media botella de miel en cada joma’ para endulzar la bebida sagrada y la revolvió con el súul.
El j-meen colgó los dos joma’ob en el travesaño de madera colocado en el centro del altar y puso debajo de cada joma’ un súul lleno de agua; luego procedió a prender las nueve velas asentadas en la tierra, frente al altar. Se despojó del sombrero y se puso de hinojos, con la vista fija hacia el oriente. Cerró los ojos, se persignó y comenzó a rezar: “En el nombre de Junab K’uj te pedimos perdón, Yum K’áax, por invocar tu sagrado nombre para rogarte que regales dos de tus venados a estos jóvenes, que con mucha devoción hoy han traído para ti este humilde presente…”, y continuó rezando las plegarias para pedir permiso a Yum K’áax para cazar y también para que se dignara recibir la ofrenda a nombre de los jóvenes, quienes permanecían de pie a espaldas de él, con el sombrero en la mano en señal de respeto. El j-meen imploró a Yum K’áax que regalara dos de sus animales y le indicara el lugar donde encontrarlos. Después de haber entregado la ofrenda, dijo:
–Muchachos, ya me señalaron dónde se encuentran los dos animales que van a cazar. Socorro, tú y otros dos compañeros vayan hacia el oriente; por ningún motivo cambien de rumbo; Severiano y los demás irán hacia el sur, tampoco ellos deben cambiar de ruta. Hoy Yum K’áax se ha dignado regalarnos dos de sus animales; yo aquí los espero. Mientras tanto, voy a descansar debajo de la sombra de un árbol. Si alguno de ustedes deja escapar al venado, recibirá su castigo: doce azotes con una vara de sak aak’, para enseñarle a ser hombre.
Como a la media hora de haber partido los dos grupos de cazadores, don Ceferino escuchó el tronar de una escopeta por el oriente; luego un fuerte fogonazo que provino del sur. Con la sonrisa a flor de labio, Socorro llegó junto al altar, cargando un ciervo con cornamenta de cuatro ramificaciones. No había terminado de desatar los amarres del animal, cuando asomó Severiano con un venado más en la espalda. Los jóvenes se asombraron al ver tendidos en el suelo los dos venados. No lograban asimilar muy bien lo ocurrido y llegaron a creer que solamente se trataba de una alucinación. Volvieron a la realidad cuando escucharon la potente voz de don Ceferino:
–¡Se salvaron del castigo, chamacos! Ahora procederé a bajar la ofrenda. Después de agradecer infinitamente a Yum K’áax el haberse compadecido de los jóvenes, al proporcionarles un poco de carne para alimentarse, el j-meen descolgó los dos joma’ob de saka’. En unas jícaras lo repartió de manera equitativa y ordenó que se bebiera todo, sin dejar sobra alguna porque es un pecado derramar el alimento de los dioses de la naturaleza. Los dioses sólo se alimentan de la esencia –yelmal– de la ofrenda, y la parte material la consumen los seres humanos.
La carne de los dos venados se repartió entre todos; a cada uno de los dos jóvenes que lograron la presea y al j-meen correspondió una pierna de venado.
–Don Ceferino, a nombre de mis compañeros y del mío, le pido con humildad que nos disculpe por haber dudado de su sabiduría –dijo Severiano, dando un fuerte abrazo al j-meen–. También quiero agradecerle que nos haya abierto los ojos para comprender que en realidad no somos dueños del monte, sino solamente sus usufructuarios. Así se lo enseñaremos a nuestros hijos, téngalo por seguro.
De esta manera, los jóvenes cazadores comprendieron que, así como la madre naturaleza les da de comer, también tienen la obligación de ofrendar a sus respectivos Dioses para les sean propicios y otorguen abundancia de alimentos.
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1 Bebida –sagrada– de maíz cocido en agua sin agregarle cal.
2 Ko’olel kaab (Abeja autóctona).
3 Joma’ (Fruto –entero– de la planta de jícara utilizado como recipiente para el saka’).
4 Súul (mitad del pequeño fruto de la planta –especie– de jícara conocido como waas).
Santiago Domíguez Aké
Continuará la próxima semana…