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Relatos del pájaro sabio – III

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Relatos

III

La piedra del venado

Aunque el buhito se sentía un poco cansado después de su primera noche de cacería, al terminar de comer, preguntó a su papá:

–¿Qué me vas a platicar?

–Te voy a platicar de la piedra del venado.

–¿Qué es la piedra del venado? –preguntó el buhito.

–¡Cálmate muchachito, y pon mucha atención! –dijo papá búho.

–Está bien, comienza porque quiero saber muchas de las cosas que tú sabes, para platicarlas a mis amigos y presumirles de que sé mucho –dijo el buhito.

Papá Búho acarició su barriga, satisfecho de haber disfrutado una suculenta comida, y comenzó la plática con esta explicación: “Debes saber, muchachito, que hay campesinos muy hábiles cazando venado: siguen al animal en el monte, observando las huellas dejadas al pisar la tierra, piedrecillas, hojas de yerba o palillos secos. Otros campesinos cazan venado no por ser diestros en esta tarea, sino por tener la piedra del venado. Esta piedra es casi del tamaño de una molleja de gallina, tiene forma de cabeza de venado y dos pequeñas hendiduras semejando sus ojos; la trae el animal en el hígado o en el estómago.

El campesino que por obra y gracia de Yum K’áax tiene la fortuna de poseer la piedra, con sólo envolverla en un pedazo de tela nueva y mantenerla siempre en su sabucán, le permite no quedarse sin comer venado cuantas veces vaya de cacería. La piedra actúa como un imán, atrae el venado hacia el cazador. Pero este sortilegio no es para siempre, a los tres meses, o a más tardar cuatro, el campesino debe dejar la piedra en el camino del venado para que éste la trague y así pueda obtenerla otro campesino. Si el campesino devuelve la piedra antes de recibir señales de Yum K’áax del vencimiento del plazo para devolverla, a los cuatro meses la obtiene nuevamente.

Voy a platicarte lo sucedido a don Susano Pech, un campesino del pueblo de K’anpepen1, quien llegó a poseer la piedra del venado, pero no quería devolverla:

Don Susano Pech mantenía a su esposa y a sus pequeñas hijas con el trabajo de la milpa. Su familia nunca se quedaba sin comer, pero cuando Susano se enteraba de que el vecino había cazado venado se quejaba con su esposa:

–María, creo que Dios no me quiere; si no fuera así, ya me hubiera permitido reunir dinero para comprar un rifle y poder cazar venado.

–¡Susano, creo te estás volviendo loco! ¿Cómo eres capaz de pensar que Dios no te quiere? –dijo la mujer–. Deberías conformarte con lo que tenemos y agradecer la carne que nos regala don Casildo cuando caza. Además, ni siquiera sabes cómo se dispara un rifle.

Como su esposa no estaba de acuerdo con él, don Susano terminó de desayunar, salió de la cocina y fue a llenar su calabazo junto al pozo. Luego entró a la casa de huano por sus herramientas y su sabucán2 para encaminarse a la milpa, donde trabajó con esmero,

Después de haber transcurrido seis meses, cierta mañana, dijo a su esposa:

–¡Levántate, mujer! Enciende el fogón para calentar el agua de mi baño. Voy a Ichka’ansijo’3 a comprar mi rifle, porque ya junté el dinero.

–Ven a desayunar –lo llamó su esposa cuando don Susano terminó de vestirse–, ya recalenté el k’abax bu’ul y te preparé dos huevos fritos; ahora estoy tostando tortillas.

–No voy a desayunar, me urge regresar pronto para ir a probar de una vez el rifle que voy a comprar contestó, mientras se encaminaba rumbo a la plaza para abordar el waawaj4 que lo llevaría a Ichkaʼansijo’.

Don Susano se sintió muy macho después de comprar su rifle. Por más que su esposa le hacía ver las desventajas de andar solo en el monte, las veces que iba de cacería no se hacía acompañar para no compartir la pieza en caso de matar un venado.

–Susano, si un día llegaras a sufrir algún accidente andando solo en el monte, ¿quién te ayudaría?

–¡Y qué demonios me puede pasar mujer! ¿Acaso crees que no conozco el monte? ¡Debes saber que fue en el monte donde se convirtió en tierra mi cordón umbilical! –dijo mientras se encaminaba al monte a cazar.

Por ir de cacería casi todos días, Don Susano descuidó los trabajos de su milpa. Como decía que iba por elotes a la milpa y regresaba ya entrada la noche sin ellos, y muy pocas veces lograba cazar, su esposa se disgustaba con él. Ante esta situación, don Susano comenzó a rogar a Dios vehementemente: “Te pido de todo corazón me des tu bendición para obtener la piedra del venado, pues aseguran que a la persona poseedora de esa piedra le va muy bien en la cacería del venado. Así, no sólo habrá carne para mis dos hijas, sino también dejaría de regañarme la chachalaca de mi mujer”.

El deseo de don Susano por poseer la piedra del venado se convirtió en obsesión. Llegó a soñar que cazaba dos venados. El sueño no se le borró de la mente y todo el tiempo pensaba que podría convertirse en realidad.

Uno de los días que salió de cacería estuvo de suerte y no tardó en regresar cargando un enorme ciervo con una cornamenta de cuatro ramificaciones. Deseoso de encontrar la piedra sin enterar a nadie, no dejó que su esposa lo ayudara a descuartizar el venado. Revisó varias veces el hígado y el estómago del animal sin encontrar la piedra. Al ver a su marido revisando las vísceras del venado doña María preguntó:

–¿Qué fue lo que perdiste Susano? ¿Quieres que te ayude a encontrarlo?

–¿Cuántas veces he de decirte que no te acerques donde trabajo? –dijo molesto por no haber encontrado la piedra– ¡Por qué no vas a la cocina a lavar la olla para el che’chaak de venado!

Al ver a su marido comer de mala gana el guiso preparado, le dijo:

–A ti nadie te entiende, si no cazas te molestas, y si cazas también. Nunca estás conforme.

No le contestó a ella. Después de comer, fue a acostarse en la hamaca para seguir rumiando su coraje por no haberse hecho realidad su sueño de poseer la preciada piedra.

Varios meses pasaron antes de que lograra cazar otro venado. Esta vez tuvo fortuna: ¡encontró la piedra en el estómago del animal! El tener en su poder tan anhelado objeto, hizo que olvidara los deseos de variar un poco la dieta alimenticia de sus pequeñas hijas, como decía en sus ruegos a Dios. Salía cada tercer día a cazar y mataba uno o dos venados, y toda la carne la preparaba en píib para venderla a los habitantes del pueblo. Se había apoderado de él la ambición por el dinero.

Cierto día, estando de cacería en un claro del monte, don Susano vio un grupo de seis venados pastando. Para no delatar su presencia, se fue acercando poco a poco a contra viento, guardándose por momentos en los troncos de los árboles, tratando de no hacer ruido alguno. Cuando consideró estar a buena distancia de los venados, dijo emocionado:

–¡Dios mío, parece que hoy es mi día! Seguro cazaré cuando menos dos de estos animales, pues ya estoy cerca de ellos y no han sentido mi olor. Apuntó al más grande de los venados y le disparó, pero por la ansiedad solamente lo hirió en una pata y no alcanzó a pegarle en la cabeza.

Se alegró al ver que los demás venados no habían huido; aún con el fogonazo, permanecieron ahí, y observó que se acercaban al venado caído. Entonces, pretendió aprovechar el momento para cazar otro venado, quebró su rifle para encartuchar, pero al disparar, quedó atascado el cartucho quemado. Cuando al fin logró poner uno nuevo, alzó la vista para ubicar su blanco y se llevó una gran sorpresa al ver cómo los venados se llevaban al venado herido, empujando y alzando con su cornamenta, mientras otro de los venados iba lamiendo la herida. Estaban por trasponer el claro del monte: lo llevaban a curar con su doctor…

El buhito, que escuchaba con avidez el relato, interrumpió para preguntar si los venados tenían doctor y cuál era su nombre. Papá Búho contestó: “Si doctor; se llama zip, y no es otro que Yum K’áax transformado en venado protector”; luego, continuó con su plática:

Tal pavor le provocó esa visión a don Susano, que se le erizaron los cabellos.

–¡Dios mío! –exclamó persignándose–. ¿Lo que veo es obra tuya o del demonio? Si es obra del maligno, sólo tú puedes cuidarme, mi Dios.

Por temor a sufrir algún percance, no persiguió a los venados, cargó su rifle y se fue corriendo rumbo a su casa. El miedo hizo que no se detuviera ni siquiera a recoger su xanab k’éewel5 desatado de su pie.

Cuando estaba por oscurecer, doña María se asombró al ver entrar en la casa a su marido, arrastrando los pies como un borracho, aunque ella sabía que no era adicto al licor. Dejó su costura de hilo contado y se acercó a quitarle el sabucán y el rifle para acostarlo en la hamaca, al mismo tiempo que le decía molesta:

–¡Mejenkisin, dijiste que ibas de cacería, no a embutir tu culo con aguardiente!

Fue presa de la angustia al darse cuenta de que su marido no olía a tak’an ya’6, pero estaba muy demacrado, y de su cara y manos escurrían hilillos de sangre, por las heridas causadas con los espinos en su huida.

–¡Susano! ¿Qué te pasó? ¡Por el amor de Dios! ¿Dime qué te pasó? –preguntó, muy alarmada. Don Susano no contestaba y parecía estar en el otro mundo.

–Su… Susano, por favor, en el nombre de Dios. ¿Dime qué te pasó? ¿Fumaste marihuana? ¡Dímelo! –preguntó nuevamente doña María– Sacudió varias veces la hamaca de su marido, tratando de sacarlo del estado en que se encontraba. Al darse cuenta de que no reaccionaba, comenzó a llorar.

–Dios míol ¿Qué le pasó a mi marido? –dijo limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Doña María estuvo meditando un buen rato antes de decidir que Dorotea, la más grandecita de sus dos hijas, fuera por don Nazario, el j-meen del pueblo, para que averiguara en su sáastun7 lo sucedido a su marido.

Pronto regresó Dorotea acompañada por el j-meen, quien luego de hacerse cargo de la situación prendió una vela e hizo sus oraciones. Miró fijamente el sáastun y dijo:

–No se preocupe, doña María, no es nada grave lo que tiene don Susano. Esta vez solamente le dieron un pequeño susto, pero la próxima puede ser fatal para él. Déjelo dormir tranquilo ahora que ya lo santigüé; mañana cuando despierte, él podrá contar lo que sucedió.

Apenas doña María vio despertar a su marido, deseosa de saber lo ocurrido, preguntó:

–Susano ¿qué pasó ayer que llegaste con la cara y las manos rasguñadas y no traías uno de tus xanab k’éewelo’ob? Por más que te pregunté no me con testaste; parecías ido, como las personas que fuman marihuana. ¿Qué sucede contigo? ¿Te estás volviendo loco para fumar esa yerba?

–¡No fumé marihuana, ni me estoy volviendo loco, mujer! Si supieras lo que me sucedió no hablarías de esa manera –contestó.

–¿Cómo voy a saber lo ocurrido, si no me lo cuentas?

–Mujer, no encuentro palabras para decirte lo qué pasó, porque ni yo lo sé. Sólo Dios lo sabe.

Después que don Susano platicó detalladamente a su esposa la experiencia vivida, ella le dijo:

–¿Ya ves? Tengo razón en decirte que no debes ir solo a la cacería. Si te hubieras fracturado una pierna al estar corriendo en el monte, ¿quién iba a auxiliarte? Gracias a Dios pudiste llegar, aunque con mucho esfuerzo. Si no hubieras llegado, ¿cómo iba yo a saber a qué parte del monte fuiste a cazar?, ¿dónde encontrarte? Debes quitar de tu mente para siempre esos deseos de ir a cazar porque, según el j–meen, la próxima vez no te salvas.

–Son puras mentiras de ese viejo, María, pero con tal de complacerte y salvar mi vida, ya decidí dejar de ir a cazar. ¡Je, je, je! –dijo, carcajeándose de la advertencia del j–meen.

–Es decisión tuya si dejas de ir o no. Sólo te recuerdo que tienes dos hijas a quienes mantener –le dijo su esposa.

Pasó más de un año sin que don Susano fuera de cacería, hasta que cierta tarde, doña María lo vio que bajaba su rifle de donde lo tenía colgado en un rincón de la casa, y con la risa a flor de labio apuntaba como si estuviera encañonando a un venado.

–Susano, ¿sientes nuevamente la comezón de ir a cazar? ¿Ya olvidaste lo dicho por el j-meen?– le preguntó.

–Bueno, tú crees en las palabras de ese embustero, pero yo no. Voy a demostrarte que sigo siendo un magnífico cazador de venados –presumió, sabiéndose poseedor de la piedra del venado.

Por la tarde del día siguiente, don Susano fue a espiar el venado que acostumbraba comer frutos de huaya en un monte cercano al sur del pueblo. Cuando el cazador llegó junto al árbol, trepó a las ramas para esperar al animal. Al poco rato vio asomarse un venado conocido como yuuk, y pensó: “imaginé que era un tremendo ciervo con cornamenta de cuatro ramificaciones el que comía los frutos de huaya y no un kislu’um como éste; pero de cualquier manera tendré carne de venado”.

Don Susano esperó al animal y disparó, pero el venado no cayó. Al ver que seguía en pie, quebró su rifle para renovar el cartucho. Cuando se dispuso a disparar nuevamente al animal, se dio cuenta que había otro yuuk y prefirió dispararle al recién llegado, al tiempo que se decía: “dos venados chicos hacen un venado grande”. Pero éste tampoco cayó al suelo. Disparó varias veces a uno y a otro sin lograr que cayeran. Ocupado como estaba en apuntar, disparar y atinarles, sólo hasta que se le acabaron los cartuchos se percató de que era anormal que no murieran.

–¡Dios mío! ¿Por qué no logro matar estos venados? ¿Son animales tuyos o del demonio? Si son animales del demonio, ¡te suplico que me ayudes, Dios mío! –dijo, sintiendo que el miedo se apoderaba de él.

Cuando don Susano intentó descolgarse del árbol para tratar de escapar, vio a los dos venados junto al tronco como esperando a que bajara; por lo tanto, se vio obligado a desistir. El pánico lo dominó al sentir que la mata de huaya donde se encontraba encaramado comenzó a sacudirse cada vez con mayor fuerza, como si fuera azotada por un huracán: eran los dos venados que corneaban el tronco de la huaya, uno posicionado al oriente y el otro al poniente, con la intención de tirar al suelo al poseedor de la piedra y así recuperar el sortilegio. Al darse cuenta don Susano de que al inclinarse el enorme árbol sus ramas casi llegaban al suelo, comenzó a gritar con desesperación, como una persona a punto de morir asesinada.

–¡Waaay, waaay, waaay! ¡Diosito, no permitas que estos demonios me maten! ¡Waaay, waaay, waaay! ¡Compañeros, vengan a salvarme! ¡Waaay, waaay! –gritaba repetidas veces, a todo pulmón, como loco.

Tuvo suerte don Susano, cerca de donde él se encontraba pidiendo auxilio, dos cazadores, Vicente y Lorenzo, apodados “Ganado” y “Tlacuache”, que iban por el venado que comía los frutos de la huaya, oyeron los gritos.

–¿Escuchaste? –dijo el “Ganado”–, parece una persona que está siendo torturada.

–Sí, ¿cómo no voy a escuchar? –contestó el “Tlacuache”–, los gritos llegan al pueblo y parece que provienen precisamente del lugar hacia donde nos dirigimos.

–¿Por qué gritará tan desesperadamente esa persona? –preguntó nuevamente el “Ganado”. –¡No me preguntes, porque no sé, pero lo que le sucede a quien sea debe ser horrible! ¡No perdamos más tiempo y corramos para ver si logramos salvarlo! –dijo el “Tlacuache”.

Cuando llegaron al lugar donde gritaba don Susano, lo vieron fuertemente abrazado de una rama de la huaya, con la cara demacrada, los ojos saltones y el pelo erizado; se llenaron de asombro al no encontrar a un animal o persona alguna que estuviera aterrorizándolo.

­–¡Waaay, waaay, waaay! ¡Diosito, no permitas que esos demonios me hagan daño! ¡Waaay, waaay, waaay! ¡Compañeros vengan a defenderme! ¡Waaay, waaay!–repetía, apretando cada vez más fuerte la rama del árbol.

–¿Qué le pasa don Susano? ¿Por qué grita de esa manera, a qué le tiene miedo? –preguntó el “Tlacuache”.

Como don Susano no le hacía caso y tampoco dejaba de pedir auxilio, le dijo a su compañero:

–¡“Ganado”, este viejo está totalmente loco! No nos hace caso y sigue pegando de gritos sin que nadie lo amenace. ¿Qué vamos a hacer para bajarlo del árbol? No lo vamos a dejar ahí, ¿verdad?

–¡No, debemos bajarlo! Voy a disparar al aire para ver si reacciona.

El estampido “del disparo hizo que don Susano se percatara de la presencia de los dos jóvenes cazadores y en seguida les suplicó con angustia:

–¡Po… por fa… favor, co… compañeros, aa… acaben con ee… esos aa… animales, que me me quie… quieren ma… matar! ¡Dios mío…, disparen, se los pi… pido en el no… nombre de Dios! –dijo, señalando debajo de la huaya.

–¿Cuáles animales, don Susano? ¡Nosotros no vemos a ningún animal cerca! ¡Baje señor, aquí no hay ningún animal; baje, no tenga miedo! –gritó el “Ganado”,

–¡Si hay, soo… son esos dos vee… nados que cornean el tronco de la huaya! ¡Por favor, mátenlos para que pueda bajar! –dijo, sintiéndose un poco más tranquilo con la presencia de los dos cazadores.

Al insistir don Susano en decir que dos venados querían hacerle daño, el “Tlacuache” y el “Ganado” quedaron mirándose uno al otro por un buen rato, como si ambos se preguntaran: “¿por qué se comporta así don Susano?”. De pronto, el “Tlacuache” dijo:

–¡Creo saber cuál es el problema de don Susano! El abuelo me platicó lo ocurrido a un señor que no quería devolver la piedra del venado.

–Entonces, ¿tú crees que don Susano tenga esa piedra? –preguntó el “Ganado”.

–No sólo lo creo, estoy totalmente seguro. ¡Me cortas una oreja y luego la pegas al revés si no estoy en lo cierto! ¡Ahora vas a ver cómo soluciono este caso! –dijo el “Tlacuache”.

No fue tarea fácil para el “Tlacuache” convencer a don Susano de deshacerse de la piedra para que lo dejaran en paz “los venados”, porque se aferró a decir que no la tenía:

–¿Estás loco, muchacho? ¡Yo no tengo ninguna piedra de venado!

–¡El loco es usted, don Susano, porque si no devuelve esa piedra “los venados” no se van sin ella! Se la van quitar por la buena o por la mala y hasta a usted se lo llevarán. Si aprecia su vida, deshágase de la piedra. Nosotros nada podemos hacer por usted si no la devuelve, así que ya nos regresamos al pueblo.

Al ver que se quedaba sólo, don Susano no esperó a que los jóvenes avanzaran mucho, para gritarles: ¡Muchachos, no me dejen solo, por favor regresen! Es cierto, tengo esa piedra y la voy a tirar, pero por el amor de Dios no me abandonen, se los suplico.

Los dos jóvenes vieron caer la piedra al suelo, y quedaron asombrados cuando ésta desapareció como por arte de magia. De igual forma, los dos yuuko’ob habían desaparecido a los ojos de don Susano, quien al ver que ya no estaban pidió ayuda para descolgarse del árbol.

Cuando llegó a su casa, ya tranquilo, le platicó a su esposa la experiencia vivida y luego agregó:

–Hoy volví a nacer gracias a esos dos jóvenes. Hasta ahora llego a creer en la existencia de un dueño de los venados que castiga a toda persona que caza en exceso a sus animales. Qué tonto fui al no escuchar tus consejos mujer, así como los del j–meen, quien me advirtió del castigo que pesaba sobre mí. Estoy arrepentido y se me cae la cara de vergüenza, pero agradezco infinitamente a Dios por concederme el privilegio de estar todavía con ustedes. Por eso, juro no matar un solo venado en lo que me resta de vida –terminó diciendo don Susano, al abrazar a la más pequeña de sus hijas.

Determinado a cumplir con su juramento, don Susano vendió el tan codiciado rifle y se dedicó con entusiasmo a trabajar la milpa, como lo venía haciendo tiempo atrás. No tuvo mucho dinero, pero vivió feliz con su familia. Obtenía buena cosecha de todo lo que sembraba en la milpa y jamás les faltó que comer.

Don Búho interrumpió su relato y le dijo a su hijo:

–Ya me está venciendo el sueño, muchachito, ya es tarde, pronto empezará a clarear el día, vamos a dormir –estiró las alas y dio un largo bostezo– ¡Aaaj!

–No tengo sueño, papá, cuéntame otra historia igual de bonita –dijo el buhito.

–¡Dije que vamos a dormir! Mañana vas a escuchar otro cuento igual de bonito –anunció a su hijo, al conducirlo a la hamaca.

Instantes después, solamente el canto de los máaso’ob8 rompía el silencio reinante en la casa de don Búho.

 

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1 Mariposa Amarilla.

2 Morral de trabajo confeccionado con fibra de henequén.

3 Así se llamaba la ciudad de Mérida, antes de la conquista de Yucatán.

4 Proviene del vocablo guagua, heredado de Cuba para nombrar el camión de pasaje.

5 Huarache.

6 Olor a zapote: semejante al tufo alcohólico.

7 Piedra mágica.

8 Grillos.

 

Santiago Domínguez Aké

Continuará la próxima semana…

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