Colonia Yucatán
¿Que si me acuerdo de alguna travesura o anécdota que me sucedió en la Colonia Yucatán? ¡Claro que me acuerdo! Me acuerdo muy bien. Cursaba el tercer grado de primaria en la majestuosa escuela de madera “Manuel Alcalá Martin”, en el salón que estaba a espaldas del escenario; nuestro uniforme era pantalón verde bandera y camisa blanca.
El director era el Profesor Porfirio Matos y nuestra maestra se llamaba Rosita, muy guapa, alta, seria (casi nunca la vi sonreír) estricta, altiva y segura de sí misma. También recuerdo algunos compañeritos de entonces: Jorge Carrillo (“Chochos”), Tito Basulto, Tony Tec, Bertha Aurora Durán, Edith Silva, Ponsi –Alfonso– Tello, Víctor Mejía, Silvestre Leal, Irasema Dzul, Manuel Pérez, Gabriel Matos, Chucho –Jesús– Chi y “Niño” Narváez, María Esther Góngora, Maricela Sauri, Martita Polanco, Felipe Flores, Margarito, Filomeno Dzul, entre otros tantos.
Pues bien, una mañana por algún motivo salió la maestra del salón y fue a la dirección. Se habría tardado unos 5 o quizá unos 7 minutos cuando regresó, nos encontró jugando y echando relajo delante del escritorio enfrente del grupo. ¡Claro que no estábamos haciendo la tarea que nos dejó!
“¿Qué está pasando aquí?” dijo molesta. Al oír su voz, corrimos todos a nuestras respectivas sillas. Ella se sentó en su lugar, ante algunas risitas de los compañeros. Sacó la lista y uno por uno nos fue llamando para enfilarnos frente a su escritorio a los que momentos antes estábamos armando relajo. Ahí voy pasando delante de todos mis compañeritos y sí, ahí mismo, frente a todos los del salón, nos surtió con su cinturón delgado que siempre usaba en la cintura de sus vestidos largos; en ese entonces, como chamacos que éramos, como que todo nos dolía más de la cuenta. Por supuesto que a todos los que estábamos en el relajo nos castigó: niños y niñas por igual nos llevamos nuestra ración de castigo. Algunos lloramos de vergüenza, no tanto por el dolor que nos dejó el cintarazo. “¡Mañana si no vienen sus papás a hablar conmigo no entran a clases!” dijo en voz alta y fuerte que se escuchó por todo el repentino silencioso salón.
Al día siguiente se presentó mi papá como a las 8 de la mañana. Pidió permiso en su trabajo pues ese día tenía primer turno. “Buenos días, maestra,” saludó con la gorra en la mano detrás de la espalda. “¿Me mandó usted llamar?” preguntó un tanto apenado don Ariel.
“Así es, señor” –dijo la maestra Rosita, quien le empezó a contar el chistecito que hicimos el día anterior y el castigo que nos aplicó. Yo estaba escuchando, parado cerca de ellos, esperando de mi papá una queja al menos por el “atentado” que la maestra había hecho en mi persona, viendo la cara de vergüenza y enojo de mi papá cada vez que la maestra Rosita con voz enérgica y fuerte, la mirada fija, sin parpadear, con detalle le explicaba la razón por el castigo que nos había dado. Yo esperaba ansioso la respuesta y el reclamo de mi papá. En mi inocencia me preguntaba por qué me cintareó la maestra si no era mi papá o mi mamá. Al menos ellos sí tenían, pensé, el derecho de hacerlo, de educarme de la mejor forma que ellos consideren …pero la maestra ¿¡por qué!?…
Al fin habló mi papá.
“¡Muy bien, maestra, la felicito! Usted manda aquí y lo que diga y haga en el salón de clases yo lo respeto. Solamente vine a verla porque usted me mandó llamar. A la próxima dele más duro, si así es como usted lo considera. A este chamaco yo lo mando aquí a estudiar y a portarse bien, no a estar relajeando. Con su permiso, maestra.” Dio la media vuelta, se puso la gorra y se fue no sin antes advertirme: “Cuando llegues a la casa hablamos”.
No me quedó más remedio que regresar a mi lugar, con la cara llena de vergüenza, calladito, con la mirada baja, pensando lo que me esperaría cuando llegara a mi casa.
No me puedo imaginar lo que pasaría si esto me hubiera sucedido hoy día: con toda seguridad iría inmediatamente a la comisión de derechos humanos, al DIF, o mínimo hacerle un plantón a la escuela, convocando a los medios de comunicación para exigir justicia. No estoy diciendo –aclaro- que los correctivos que nos daban en la escuela en ese tiempo fueran malos, ni que la maestra Rosita fuera mala, ¡no! ¡Claro que no! Estoy hablando del año 1969 más o menos. En ese entonces, en la Colonia Yucatán los maestros tenían una bien ganada reputación, autoridad y respeto que hacían valer y gozaban del cariño y la estima de todos los colonos por igual.
Los maestros y maestras que en ese entonces nos daban clases tenían ese imprescindible don de la vocación; tenían un compromiso real y serio con la educación de sus alumnos a los que nuestros papás “entregaban” para recibir educación; tenían, como los toreros, vergüenza profesional. Ahora no lo sé: ya no estoy en la Colonia ni en la Primaria.
LCCC. V. ARIEL LÓPEZ TEJERO
Desde la imagen hasta la redacción, se complementan y transportan. Me hace reflexionar si los viejos tiempos fueron mejores…