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¿Qué dura una noche?

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Doce menos cinco marcaba el viejo reloj.

El bar “El Ministro” estaba por cerrar. “Chucha”, así le apodaban al encargado de confianza del dueño, era el responsable de ver el pago de las féminas que fichaban y repartían besos con sabor a cielo, brindando inspiración a quienes la necesitaban.

— ¡Hoy sólo pillaste cuatrocientos! —refunfuñó Chucha mientras Laura, algo desdeñada, tomó el dinero arrebatándolo de sus manos. — Mierda, con estas mujeres la amabilidad es algo tosca cuando se trata de plata —se dijo mientras esbozaba una sonrisa mirando el contoneo de Laura mientras se alejaba.

Por último, tocaba pagarle a su favorita, Vadoma, mitad hindú mitad mexicana, las piernas más ardientes que sus ojos habían observado; verla desfilar era como presenciar un volcán escupiendo lava por todas las mesas; las desterradas almas se incendiaban con la mirada, mientras temían a la naturaleza de los pasos acentuados con su falda en movimiento.

— Has logrado buena moneda—frunció el ceño el viejón mientras Vadoma tomaba el dinero e iba acercando ligeramente sus carnosos labios por debajo de su oreja. El mismo olor a vainilla, el mismo olor de las putas del bar.

— ¡Cuídate, gitana!

— No hace falta que lo digas. Conozco bien estos barrios y los perros de sus calles no muerden.

— Me refería a mí—en voz baja y acentuando con la mirada finalizó el encargado.

Vadoma guiñó el ojo, se dio media vuelta y dirigió ese culazo hacia la calle.

Como todas las noches, “Chucha” caminaba hacia el departamento que alquilaba cerca de “El Ministro”. Recorría los mismos pasillos de siempre, cagados y apestosos. Un hedor de ignorancia y de sueños rotos se respiraba por doquier, lo único que se vislumbraba con un toque de buen capital era la iglesia católica. Las ladillas necesitan ver algo lujoso en su barrio para sentir que su mierda no es tan apestosa.

Las calles siempre estaban vacías a las dos de la madrugada, de no ser por algún loco que anduviera fumando porros o cristal. Luces rojas y azules le interceptaron por detrás. Era el cerdo policía que solía venderle droga a las chicas del bar y con quien tuvo una riña dos semanas atrás.

—¡Eh, Chucha! ¿Cómo estuvo la noche?

—Lo de siempre, Mike, la situación ha estado un poco dura. Desde que la moneda se devaluó todo es más caro y entra menos billete.

—¡Bueno, eso a mí no me importa! No he olvidado que me echaste el otro día del bar solo por haber jugado con Sofía.

—Sí, ¡solo hacía mi trabajo! —tartamudeó Chucha.

—Yo he venido hacer el mío, ¡he venido a cobrarme! —con violencia, el polizonte tomó al encargado.

—¡Maldita autoridad! —pensó mientras Mike lo forzaba de frente contra un muro.

Mike era el dealer de la colonia y siempre andaba cargado con pastas, hierba y muchas pelotas de cocaína.

—Vaya, parece que estás jodido —dijo el uniformado, mientras sacaba unos gramos de polvo blanco bien encintado de la mochila de la Chucha. —Con esto podrían darte unos cuantos años de cárcel.

Pensó en la cárcel, en los despreciables procesos penales, en los abogados de oficio que carecían de conocimiento y experiencia y eran altamente sobornables, en lo estúpida que era la ley como el mundo a su alrededor

—¡Eso no es mío, lo sabes bie… Argggh!! —El crujir de su rodilla apagó su voz, el macanazo recibido lo obligó a caer hincado.

—¡Hijo de puta! Seguro te seguirás persignando después de joderme.

Estos malditos cabrones solo tienen huevos cuando les ampara un uniforme o están liados con partidos políticos; el gobierno, la economía, la moral idiota de esta sociedad, nos tienen de cadenas por las manos con un maldito signo de precios en cada rostro.

Hincado, adolorido, tomó la primera piedra que vio.

Mike preparaba la pistola para terminarle de joder la pierna. Chucha, asqueado por la soberbia barata de la sociedad, aprovechando el descuido del uniformado, lanzó la piedra, apretando los dientes y tirando a matar.

El impacto fue certero. Mike azotó la nuca contra el pavimento, dejando entrever vestigios de sangre. Chucha no estaba satisfecho; en su mente solo transitaba el odio hacia esa cagada, ese fallo, ese cáncer que enferma el mundo. Tomó la macana y usó el cráneo de Mike como una nuez; machacó ese diminuto cerebro como se aplasta una lata con la mano.

—Estoy jodido

Cuando acabó con el cráneo, sintiendo el agotamiento, acompañado de taquipnea y euforia, observó cómo el hilo de sangre se dirigía hacia la coladera.

Tenía la sensación de que se lo merecía. Estaba harto de ese maldito sistema absurdo que se respiraba en cada poro de las calles.

De la bolsa del pantalón del cuerpo inerte, tomó las llaves, subió a la patrulla y condujo. Una sensación de calidez albergó su mente. El mundo se acababa aquella noche.

Se dirigió al bar, y entró a fumarse la pipa que guardaba en su casillero. Por suerte el Mike traía buena carga de hierba y cocaína en la patrulla, así que se dirigió a la caja y tomó unos cuantos billetes, los suficientes para asegurar una buena fiesta. También cogió todo el alcohol que pudo, mientras realizaba una llamada.

—¿Vadoma? Quiero cogerme al mundo a tu lado esta noche.

— ¿A qué te refieres?

—Tengo polvo, alcohol y, unas ganas inmensas de ensalivar esas piernas con mi lengua.

Sabía que los sentimientos era algo que la gente no suele aceptar como pago en estos tiempos, así que le propuso un buen trato. La mina aceptó.

Se dirigían hacia una playa del norte después de unas horas.

Conducía hacia Río Lagartos, una playa algo alejada, pero bastante apacible, con una botella fría de Cucapá y un porro regordete entre los dedos de una mano, la otra en el volante.

Vadoma miraba el paisaje en sintonía con el viento que entraba por la ventana, dejando que las hileras de su cabello danzaran de manera natural, al igual que sus caderas en el bar. Acababa de cargar esa nariz perfilada de hartas dosis de cocaína. Sus piernas lucían exquisitas, al igual que sus ojos. Llevaba la botella hacia su boca como si fuera a dar una sutil lamida a tu pinga. Era la puta de venus.

—Eres la mejor chica del bar.

—Dices eso solo porque quieres aporrearme tus bolas.

—¿Quién no querría eso? Pero vamos, igual me gusta tu estilo: sabes con quién abrirlas y con quien no. La mayoría de los tipos que acuden al bar son una mierda. Yo, en cambio, sé que no tengo que pagar por ti.

—¿Tan puta crees que soy?

—Eres el infierno en cada mirada, pero tus piernas son alas desfilando en el suelo; eres una bruja fichando y endulzando el oído a los hombres, pero tus sonrisas solo pueden verla unos cuantos. He matado a Mike, el cabrón que te cabalgaba a cambio de droga.

—Te has subido a su patrulla. Puedo intuir lo grande que es tu ego.

—Tienes estilo, ya te lo he dicho.

Vadoma le bajó la bragueta y sin aviso engulló todo su pito, se subió el vestido y comenzó a menear el culo al ritmo de la guitarra del señor King que sonaba en la radio.

El fugitivo le tomó desesperado la nuca y comenzó a jadear mientras tocaba el cielo. Pisó a fondo el acelerador. Las sirenas y las luces bicolores eran ecos en la carretera.

—¿Soñaste con cogerte a la vida alguna vez? –dijo mientras se acomodaba la bragueta y prendía otro porro.

—Los sueños se esfuman por una línea en la nariz y en el fondo de las botellas; la vida está jodida y no es como la cuentan— comentó la bella, paseándose la lengua por los labios.

—¡Tienes razón! A veces la libertad dura lo que un pedazo de culo, una cerveza fría, meseras orquestando con tacones el piso, una noche con porros, cocaína, alcohol, y policías acechando nuestra libertad.

 El crepúsculo en el horizonte le recordaba que el amanecer estaba próximo. Miró aquella gitana con rayos de sol traslúcidos incendiándole el cabello. La eternidad se dibujaba en su sonrisa.

Bebió el último trago de cerveza y tomó un cigarrillo.

—Una flor negra en el rosal, veneno que endulza la putrefacción de las calles, el perfume de puta que me alcanzó para esta noche.

Ella le tomó del cuello mientras le introducía la lengua en su boca.

Fijamente perdidos en una mirada, Vadoma exclamó: — ¡Hazlo!

—Nos hemos cogido a la ley, al amor, a la vida. Hoy el sistema es nuestra puta.

Tiró del gatillo mientras la patrulla daba un salto por el muelle…

Ramiro Bretón

Edición: Isaías Solís

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