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Editorial
En varias partes del mundo por estas fechas se recuerda el fin terrenal de la raza humana, con acciones y remembranzas alusivas a la muerte, y su permanencia en nuestras vidas pasadas y futuras.
En los Estados Unidos, por ejemplo, niños disfrazados recorren las casas con una canastita y una petición de dulces que, por lo general, obtienen. Una variada filmografía nos ha mostrado visiones de ese tipo, divertidas la generalidad de las veces. El llamado “dulce o truco” es el formato para que los pequeños obtengan respuestas favorables. A esto llaman el Halloween, con ingreso no muy antiguo a nuestra sociedad, que ha aprovechado la ocasión para sus fiestas particulares con disfraces de la secta Ku Klux Klan para esconder y mantener una secrecía identitaria.
En México, en diversos estados de la república, el culto a la muerte es mucho más serio y las ánimas, los espíritus, hasta son motivo de una recreación de una vida idéntica a la real, pero en un país de calaveras, fabricadas en azúcar y coloreadas para su más gustosa ingesta.
Esa es la visión de cultos originarios en el centro y norte de México. Una divertida aventura cinematográfica fue la que nos trajo el filme “Coco”, un niño que anda en busca de familiares en una ciudad de esqueletos vestidos y andantes, tal como personajes vivos. De alguna manera, esta ya es una forma de enlazarnos con los recuerdos de personas amadas que ahora reposan en los cementerios con su lápida de R.I.P. Requiescat in pace. Descanse en paz.
En Yucatán, la raíz de los festejos son las ánimas, espíritus inmateriales, esencia vital de nuestros familiares más queridos a quienes presentamos ofrendas de alimentos, dulces, rezos, incienso y veladoras, para recrear en cada llama encendida el espíritu de cada uno de los que nos antecedieron en el desconocido camino hacia la muerte y la desaparición física. Esto se da entre los descendientes mestizos de nuestros antepasados desde hace siglos.
Los variados puntos de vista sobre la muerte, la desaparición física, influyen aun ahora en la mente mestiza, que la ha adoptado a sus vivencias actuales.
En la raíz de nuestras creencias locales, existe la celebración y convivencia con el espíritu de los ancestros mayas, que son quienes aún sostienen la inmortalidad de esa espiritualidad, ya que la vinculación con nuestros fallecidos se mantiene en nuestra memoria, no se ha roto, continúa, se mantiene firme.
Su energía, su espiritualidad, se mantendrán por el lazo indisoluble de quienes aquí continuamos y mantenemos relación con los recuerdos de los que ya no vemos, pero continúan como una parte consistente como parte de nuestra personalidad.
No es solamente el recuerdo, sino también la convicción lo que continúa el enlace y la cercanía con ellos. Por ello, no son pocos los sitios en que se construye sobre las albarradas el amoroso sendero de luces para orientarlos hacia nuestros pueblos y casas, para recordarles el camino hacia sus seres amados que los esperan, como gratas visitas, una vez al año.
Bajo la sombra de las ceibas sagradas de nuestros orgullosos Yaaxchés se reúnen la espiritualidad de presentes y ausentes.
Nuestros mayas no olvidan, conste, ni abandonan a los suyos. No quieren olvidarse de ellos. Son parte de su cultura y creencia.
La cruz verde maya preside las mesas de ofrendas y las fotos de recuerdo.
La cruz verde, surgida del punto de unión de los cuatro Bacabes y sus zonas en el universo real de los mayas.
En la intimidad de lo fraterno, nuestros antepasados mayas nos visitan y departen con nosotros. Nos agrada recibirlos y sentirlos de nuevo cercanos a nuestros afectos y raíces
Nuestros alimentos de esos días son del color amarillo, distintivo de Xibalbá, y nos recuerdan, a quienes aún llevamos la sangre de nuestra gran raza, que en algún momento, algún día impreciso pero cierto, habremos de convivir con la riqueza inmaterial, pero valiosísima de nuestros ancestros.