XXVII
Los muchachos tomaron la jarra, y con resina de zapote taparon el agujero. La viejecita la volvió a llenar. Entonces los hermanos, después de tomar unos sorbos, y so pretexto del calor que hacía junto a la cocina, se quedaron al borde del camino, a tomar aire fresco. Se sentaron bajo las ramas de un árbol.
Al cabo de un rato de soledad recogieron, presurosos, los útiles que habían ocultado. Con ellos tomaron el rumbo que iba a la Plaza de Juego. La plaza estaba como a dos jornadas.
Llegaron a ella y, como la vieron abandonada y cubierta de yerbajos y de basuras que el viento agitaba y revolvía, se pusieron a limpiarla y a dejarla despejada. Luego humedecieron el piso para que no se levantara el polvo. Así dejaron pulido y aderezado el lugar.
Al ver que la plaza quedó aseada en toda su anchura, se pusieron a jugar en ella. Jugaron con gran alegría, animándose con palabras y con gritos y con canciones. No supieron cuánto tiempo estuvieron jugando, tan afanosos y embriagados de contento estaban. La algazara que hacían no les permitió oír los gritos amenazadores que se levantaron en el predio de Xibalbá.
En efecto, las gentes de Xibalbá estaban alebrestadas por el inusitado ruido que venía de la plaza. Incómodos, disputaban. Algunos, los más violentos decían:
–¿Quiénes pueden ser ésos que contra nuestras ordenanzas juegan en la plaza? ¿Quiénes se atreven a perturbar nuestra tranquilidad y nuestro reposo? ¿Quiénes sacuden el aire con tantos golpes? ¿De dónde han podido venir los que así juegan como en la plaza propia? ¿No saben los tales que el juego entre nosotros es sagrado, y que nadie sin licencia puede ejecutar juego alguno? ¿No comprenden que el juego es signo de libertad, y de muerte y azar que rige la sentencia de los jueces? Los únicos que podrían ser tan osados para atreverse a jugar están muertos. Sólo ellos podían hacer semejante escándalo. De verdad que no comprendemos quiénes son los que ahora juegan. Hagamos que sin dilación vengan aquí y respondan de su osadía.
Los que así hablaban eran Hun Camé y Vucub Camé, señores de Xibalbá.
Tal como lo dispusieron se hizo. Salieron mensajeros para averiguar quiénes eran los que jugaban. Los mensajeros, sin ser vistos, pasaron por la Plaza del Juego. Conocieron a los gemelos, pero no les dijeron nada; prefirieron ir a la casa de Ixmucané.
Llegaron a ella y entraron hasta la cocina, donde estaba guisando su comida y le dijeron:
–Óyenos, Ixmucané, los señores de Xibalbá mandan que tus nietos Hunahpú e Ixbalanqué vayan a jugar con ellos. Dentro de siete días, no más, deben estar allí. Jugarán con los señores de acuerdo con las reglas que saben.
La abuela contestó:
–Si así lo mandan, así lo harán mis nietos, porque siempre han sido gentes de rectitud y obediencia. Esta es la verdad que llevaréis como respuesta.
–Daremos tu respuesta a los señores –contestaron los mensajeros.
Y en seguida, por donde vinieron, regresaron a la tierra de Xibalbá.
Cuando desaparecieron por el camino, la viejecita se sentó en el pretil de su casa y se puso a llorar con hipo. Los suspiros que daba agitaban su pecho. Sus lágrimas caían abundantes sobre sus manos. Ixquic se acercó a ella y lloró también, porque adivinó de qué se trataba.
La viejecita decía:
–¿Qué habrán hecho mis nietos que así han merecido este castigo? ¿Por qué los persiguen de este modo los señores de Xibalbá? ¿Quién les dará, ahora, esta noticia? Sin duda que este anuncio es de muerte. Lo presiento en mi corazón que nunca me ha engañado; que no me engañó cuando mis hijos, los Ahpú, murieron en otro tiempo en esa misma tierra de Xibalbá y bajo la furia de los propios señores. De igual manera, éstos enviaron mensajeros en su busca. Nunca supe de mis hijos ni los volví a ver. De su voz no me quedó ni el eco.
Mientras decía esto, lloraba, inclinaba la cabeza. Ixquic sollozaba a su lado, sin saber qué decir.
Del cabello de la abuela cayó, de pronto, un piojo. Ixmucané lo dejó caminar sobre su falda; luego lo tomó entre sus dedos y le dijo:
–Ya has oído lo que esos seres quieren de mis nietos. Compadéceme, ayúdame, tú conoces la miseria y el rencor de sus enemigos. Dime si quieres ir a la Plaza de Juego, porque allí, sin duda, están mis nietos desde hace horas. Llégate a ellos y diles en mi nombre quienes han venido a verme y qué cosa me han dicho para ellos. Dales el recado que trajeron, pero que no haya confusión ni engaño. Si no lo oíste, apréndelo ahora: diles que dentro de siete días deben ir a jugar con los señores de Xibalbá. ¿Lo has entendido? ¿Te lo debo repetir? ¿Sabrás guardarlo en tu memoria y luego decirlo?
–Lo he oído bien, abuela. No se me olvidará; haré lo que tú quieras –contestó el piojo.
–Ve, cumple con mi mandato.
Ermilo Abreu Gómez
Continuará la próxima semana…