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Pentandra

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Letras

IV

El día que el abuelo se convirtió en crisálida, la casa parecía un zoológico en el que nosotros éramos el espectáculo: el abuelo, pendiendo de un árbol, la atracción principal. No es difícil imaginar cómo aquel capullo verde metálico de dimensiones humanas llamó la atención de todo el que lo vio esa mañana. Bastó el grito trágico de la abuela para que la familia corriera hacia el patio y pronto hubiera vecinos, policías y reporteros acechando tras la albarrada.

El llanto de la abuela aumentaba conforme el barullo de afuera lo hacía. Mis tías, para calmarla, ahuyentaron a la gente como se hace con las moscas e instalaron un muro de sábanas alrededor del abuelo. El público, ofendido, nos insultó por ser responsables del escandaloso evento que alborotaba la colonia. Y no faltaron los voluntarios con filos dispuestos a cortar de un tajo el problema. Por supuesto, nos negamos. Así fue como la amabilidad inicial se convirtió en amenazas.

Ante el griterío, los policías marcaron la casa con un cinto amarillo que tenía la leyenda “Precaución”, como si hasta ese momento no hubiésemos sido lo suficientemente llamativos para el vecindario. Luego, interrogaron a la abuela y, sin entender mucho de la situación, propusieron trasladar al abuelo con todo y árbol a un lugar en el que su presencia no causara disturbios. No aceptamos, pues conocíamos al abuelo: siempre evitó despertar en lugares desconocidos. Propusimos que se quedara en casa y que los policías vigilaran el domicilio. Así lo hicieron.

Al día siguiente, el abuelo fue portada de periódicos. Los encabezados compitieron por ser el más llamativo. Las fotos, mientras más cercanas, mejor. Tan pronto como se publicó la noticia, llegaron aún más reporteros buscando entrevistas. Hubo vecinos que no perdieron la oportunidad de hacerse un poco de dinero y un ratito de fama, inventándose amistades íntimas con el abuelo; fueron ellos quienes respondieron las preguntas y vendieron fotos de recuerdo a las familias y viajeros que llegaban a mirar.

A pesar de la curiosidad que causaba en la gente, la transformación era un asunto del que estábamos cansados. Todas las veces que el abuelo despertó lleno de sudor y convencido de que, en sueños, una voz le anunciaba que era una larva, fueron las mismas que intentamos convencerlo de lo contrario, de que sus afirmaciones eran humanamente imposibles. Por supuesto que el abuelo no hizo caso. Aquellos sueños aumentaron y el abuelo cambió de gustos y aficiones: comenzó a comer hojas y a arrastrarse por la casa, actividad que logró con gran habilidad esparciéndose manteca por todo el cuerpo. A pesar de sus actitudes, no creímos que su transformación pudiera ser real. Quién lo creería. Tampoco hicimos caso cuando la piel de sus coyunturas se le puso morada y babosa, pues justificamos el cambio como una reacción al aceite y a los golpes que se daba contra el suelo.

Antes de convencerse de que era un gusano, era un abuelo como otro más. Todos los sábados, mi primo, el abuelo y yo, montábamos las bicicletas para ir juntos al cineclub de un amigo suyo. Pasábamos las tardes viendo películas de Buñuel, comiendo galletas con crema de limón y palomitas caseras que el abuelo preparaba; lo hacía imitando alguna danza ancestral al ritmo de los granos de maíz explotando en la olla. Pero, por miedo al ridículo, tras las actitudes propias de larva que había adquirido en los últimos meses, se le prohibió salir. Semanas después, el abuelo ya no quiso ver más películas porque, decía, era una actividad demasiado humana.

Durante los días que precedieron a su conversión, la piel del abuelo se tornó blanda y amarillenta. Creímos que tenía hepatitis, así que la abuela le hizo remedios de remolacha y limón. Las últimas noches que el abuelo durmió en su cuerpo de hombre, lo hizo en las ramas del árbol de pentandra, mismo en el que decidió armar su capullo.

Mientras fue crisálida, todos en la familia nos turnamos para permanecer noches en vela a su cuidado, pues no faltó la persona que brincó la albarrada para tocarlo e intentar desprenderlo del árbol. Ni hablar de cómo la gente se conmocionó cuando un especialista en insectos al que le dimos acceso avisó la fecha probable de su eclosión. El evento coincidió con el día en que la pentandra soltó sus semillas por todas las calles. A pesar de la espera, nadie pudo ver al abuelo irse. Como marca de su existencia quedó, pendiendo de una rama del árbol, el capullo destellante y abierto como un cascarón.

Meryvid Pérez

Continuará la próxima semana…

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