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Parentescos ficticios

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José Juan Cervera

Cuando algún escritor alcanza una merecida celebridad, su nombre parece convertirse en el sello de calidad de su obra, idea que llegan a aceptar incluso quienes, sin haberla leído, adoptan juicios ajenos. Un aspecto fundamental de ese nombre son los apellidos que designan el tronco de una familia, que entre tantos azares pueden coincidir con los de otros cultores de su propio jardín de afanes literarios. Al concordar así llegan a sugerir afinidades que, sin ser necesariamente de sangre, exponen la complejidad de los mundos interiores y los vastos caminos del trato social.

En una carta que Ermilo Abreu Gómez le envió a Alfonso Reyes en 1937 evoca lecturas de su niñez, describiendo la emoción que le causaban los textos de Enrique Gómez Carrillo, que atribuyó ingenuamente a un tío suyo llamado igual que el ameno cronista guatemalteco. Esta confusión infantil la registró también en el primer volumen de sus memorias, en el que añade: “Años después, Gómez Carrillo y yo nos cambiamos cartas. Él me regaló su libro Grecia y me envió un retrato suyo que conservo con cariño.” Al desempeñar un cargo con responsabilidades editoriales en la Unión Panamericana, con sede en Washington, uno de los libros que publicó al mediar el siglo fue una antología de Gómez Carrillo, quien había muerto en 1927.

Pueden hallarse paralelismos entre el prosista yucateco y el ilustre centroamericano, pero también asoman algunos contrastes dignos de interés. Los padres de uno y otro leyeron apasionadamente libros de autores españoles, aunque Gómez Carrillo manifestó su rechazo temprano a esta clase de obras, prefiriendo la cultura francesa; en tanto, Abreu Gómez siempre elogió la tradición de las letras castellanas, a las que consagró páginas de privilegio en sus estudios de la lengua y del arte escrito. Gómez Carrillo conoció a muchos colegas suyos nacidos en la patria ibérica, dedicándoles pasajes significativos de sus crónicas, todo el tiempo manteniendo con firmeza su admiración a la Francia heroica y sensual. Por su parte, el pulcro artífice de Canek refiere en sus memorias el aburrimiento que le produjo la lectura de los clásicos franceses en su juventud, si bien en su momento apreció en justa medida varios de ellos, como los escritos de Pascal y de Montaigne. Muchos años después criticó severamente al modernismo, heredero parcial de movimientos gestados en territorio galo, y reprochó al grupo mexicano de los Contemporáneos tomar como modelo letras extranjeras, de manera especial las de aquella nación europea. La polémica que sostuvo con ellos en 1932 –que Guillermo Sheridan documentó cuidadosamente– muestra algunos excesos que escapan del ámbito estrictamente literario.

Abreu Gómez solía referir la importancia que el clima de una época ejerce sobre las vocaciones creadoras, reconociendo del mismo modo la influencia de una geografía específica en la formación del estilo. Una parte de su obra ensayística lleva a considerar con equilibrio ambos factores. Es la variedad resultante la que ennoblece el arte de todos los tiempos y de todos los lugares en el punto esencial de su genuino advenimiento.

Es indudable que la pluma se nutre de múltiples vivencias e influjos estéticos, que el molde temporal y la distribución del espacio se combinan para marcar el gusto y las preferencias que derivan de él. Es oportuno saber que el apellido Gómez no es signo de unanimidad en lo que atañe a estos asuntos, tan íntimos como el placer que cada quien siente al procurarse la lectura de sus autores preferidos.

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