Elegía
Por Parsifal
[Serapio Baqueiro Barrera]
Especial para el Diario del Sureste
“¿Qué desgracia mayor que la de ser poeta?” dijo en cierta ocasión el gran poeta José Santos Chocano, al sentir con más intensidad que nunca la mordedura de la sierpe que se nutre con la rubia miel de los corazones.
Después del gran cantor de la virreinal ciudad de Lima, muchos imbéciles, para hacerse los interesantes ante el gentío vulgar, han repetido la misma dolorosa afirmación.
Pero ¿qué saben del dolor que se hace poesía estos rastacueros, estos pobres de espíritu que intentan pasar por incomprendidos?
El verbo se hace carne que destila sangre ¡sangre!; escribe con sangre y habrás escrito con espíritu, dijo el más fuerte de los filósofos modernos.
De Pablo Peniche, Pablito, como lo llamaban sus amigos porque no le concedían importancia; siempre que leían sus versos hechos en materia de espíritu, decían: “¡Qué cosas tiene este Pablito!”
Porque Pablo Peniche tuvo la desgracia de nacer poeta, porque no tuvo envidias ni ambiciones, porque fue bueno, porque fue un aristócrata pensante, pasó casi desapercibido por la vida.
El autor de Edipo, tragedia que escribió Pablo Peniche en admirables versos libres, en “verso blanco” –que es el más difícil de hacer porque, como en la prosa: cuando es buena, hay que poner ideas; porque el ritmo es lento, no se presta a malabarismos vistosos como en los versos aconsonantados que seducen el oído con su musicalidad–; fue, para los que no entienden de cosas de ensueño y mucho menos comprenden la poesía y no se emocionan con las visiones de belleza, un gran silencio.
Sólo le placía hablar con su casta, con su púdica musa, espiritualista y “espiritista”, porque este poeta, ingenuamente, con honda convicción creía que se encontraba en este bajo mundo después de varios “avatares”, después de varias preexistencias.
En la profesión de esta creencia tenía una vaga analogía de alma con Amado Nervo, pero Peniche fue muy anterior al autor de “Serenidad”, y tal vez más sincero…
Las delicadas poesías de Pablo Peniche, llenas de nostalgia de sus distintas patrias celestiales, son como reminiscencias, como recuerdos de lo que vio y sintió por esos mundos…
Cuando se encontraba en el apogeo de sus facultades intelectuales, lo hirió de muerte una enfermedad incurable; mucho sufrió físicamente, pero él sonreía, sonreía siempre, porque esperaba que su fin duraría un instante, nada más que el brevísimo momento de un suspiro; tenía los ojos del alma puestos ante la eternidad, se sentía inmortal, no por orgullo, sino porque una esperanza se lo prometía con música inefable.
Tenía tan arraigada la idea de que existía un “más allá”, que cuando su compañero y pariente Arcadio Urcelay fue a visitarlo, en los momentos en que agonizaba y le dijo: “Te vine a ver, Pablo, para que me prepares un lugarcito a tu lado; yo también estoy al desprenderme de la Tierra, por esto no te digo adiós sino hasta luego,” el poeta, siempre sonriendo, le respondió: “Así lo haré, Cadín, hasta luego”.
Arcadio Urcelay murió una semana después que el autor de Edipo.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de marzo de 1935, p. 3.