Un paréntesis
XIV
7 de noviembre de 1998
Motivos personales que ocuparon mi tiempo y reclamaron mi atención durante las dos últimas semanas impidieron que redactara mis colaboraciones periódicas. Ofrezco disculpas con esta explicación a los amables lectores y, confiando en la generosa comprensión y hospitalidad de siempre del Sr. D. Mario Renato Menéndez Rodríguez, Director General de POR ESTO!, reanudo mis apuntes luego del breve paréntesis.
He comentado con anterioridad que la primavera de este año me sorprendió con un delicado quebranto de salud, cuya atención tomó algún tiempo. Transcurrido el verano y llegado el otoño, me sometí a exámenes rutinarios durante varios días, con resultados satisfactorios, salvo alguna duda que se convirtió en preocupación, la cual afortunadamente pronto fue disipada por mi médico de cabecera y ángel de la guarda, el Dr. Carlos Humberto Avilés Cuevas, recientemente homenajeado por sus 50 años de ejercicio profesional, que ojalá se prolongasen para bien de la sociedad.
Coincidentemente con las buenas nuevas de la salud, llegó a fines de octubre el aniversario número 62 de mi natalicio, motivo por el cual familiares y amigos tuvieron la bondad de venir a casa para expresar su afecto y traer alegría y esperanza a este otoño de la vida.
El destino del hombre es un enigma imposible de adivinar. Desde tiempos inmemorables, una de las mayores preocupaciones del ser humano ha sido conocer su futuro. En mi caso, hace unos meses, al inicio de la primavera, pensé que todo terminaba y ahora, para mi ventura, parece que todo vuelve a empezar. Ansias de vivir, voluntad de luchar y fe en el porvenir podrían resumir los días transcurridos.
Quizá por ello nunca había disfrutado tanto la compañía de familiares y amistades como el pasado 25 de octubre. Tal parece que todo se confabuló para pasar momentos muy gratos: canciones, música, buenos deseos. Tal vez alguien corrió la voz y me obsequiaron libros y discos. Aquellos fueron bellos instantes de espiritualidad, fraternidad y calor humano.
Aun cuando no creo llegado el tiempo de escribir mis memorias, deseo evocar imágenes del pasado. Vine al mundo al inicio del segundo tercio de este siglo, cuando la Constitución Política de 1917, que dió forma al proyecto social de la Revolución Mexicana, tenía apenas 19 años de haberse promulgado. Soy parte de una de las primeras generaciones forjadas al calor de esa gran gesta que ofreció tierra y libertad a los desheredados, sufragio efectivo y no reelección, democracia y justicia social.
Mi padre, campesino henequenero que trabajó como esclavo de sol a sol en la Hacienda Santa María de Tekax, vino a lavar automóviles a la ciudad y fue de los primeros socios del Frente Único de Trabajadores del Volante. Con grandes sacrificios vigiló mi asistencia a las escuelas creadas por la propia Revolución, donde recibí una formación inspirada por la enseñanza laica, liberal, democrática y nacionalista. Allí tuve la fortuna de encontrar a grandes maestros, animados por los ideales revolucionarios y convivir con jóvenes brillantes, de gran talento, que fueron mis condiscípulos, en su mayoría hijos de trabajadores que dieron todo por su educación.
Al llegar a las aulas universitarias se abrieron las puertas de la participación solidaria y los grandes ideales. Allí dimos las batallas de las ideas, fundamos periódicos estudiantiles, escribimos en todas las tribunas disponibles y participamos en concursos literarios. Recuerdo que obtuve el Primer Lugar en el Certamen de Cuentos de Corte clásico convocado por la Revista “Orbe” de la Universidad. Todo esto me dio la oportunidad de conocer y tratar a los más grandes talentos de este siglo: Dr. Eduardo Urzaiz Rodríguez, hombre sabio, polifacético, Rector de la Máxima Casa de Estudios; Lic. Antonio Mediz Bolio, Lic. José Castillo Torre, el escritor y poeta Carlos Duarte Moreno, Lic. Jaime Orosa Díaz, el poeta Clemente López Trujillo, el escritor y político Humberto Lara y Lara, el Prof. Antonio Betancourt Pérez, el escritor Leopoldo Peniche Vallado y el escultor Enrique Gottdiener Soto, entre otros, a quienes recuerdo con afecto.
Desafortunadamente, mis amigos y compañeros de la época estudiantil, de grandes cualidades todos ellos, fallecieron, por coincidencia, al promediar los 50 años, de afecciones cardíacas. Su noble corazón no resistió tantas batallas y duras luchas por vivir y sobrevivir: Lic. Jesús Viana Andueza, Luis Felipe Ortiz Martínez, Carlos Duarte Moreno (hijo) y Efraín González Rosado, éste víctima de un trágico accidente.
En agosto de 1955, decidimos conquistar la ciudad capital y, en un viaje por ferrocarril organizado por José Adonay Cetina Sierra, mi compañero de aventuras, llegamos a la ciudad de México, justo cuando los jóvenes más inteligentes y destacados del país preparaban el Primer Congreso Nacional de Prensa Estudiantil, que luego de mil peripecias por razones políticas no pudo realizarse, pero que, sin embargo, nos permitió entrar en contacto con la nueva generación de mexicanos. Data de entonces mi amistad con el Lic. Héctor Murillo Cruz, intelectual de gran inteligencia, originario de Guanajuato, y el C.P. José Luis Peñaloza, de Guadalajara.
Destacaban entonces en la UNAM los periódicos “El Clarín” dirigido por José Silva Villalobos y “El Aguijón” por Hugo Castro Aranda. En este viaje inolvidable hicimos amistad también con los líderes juveniles Miguel Osorio Marbán y Tulio Hernández Gómez.
Después, la vida me fue llevando por distintos derroteros. De mi primer empleo de pasante del Lic. Julio Mejía Salazar –cómo siento no haber perseverado a su lado–, llegué al Banco Agrario de Yucatán, pasando antes por todas las oficinas imaginables, para aterrizar después en el Aeropuerto Internacional de Mérida, como administrador cuando el nuevo edificio terminal apenas había entrado en operación, y seguir luego mi camino por el ISSTEY que me tocó fundar en el gobierno revolucionario del Dr. Francisco Luna Kan, de donde luego pasé a la administración de la Aduana Marítima de Progreso. Una vida intensa, como diría Heladio Ramírez López.
Llego al otoño de mi vida, sin envidias ni rencores, fortalecido con la experiencia de las luchas libradas y con el corazón bien puesto para emprender el tramo final.
Por ello es siempre grato reunir a los amigos y disfrutar su compañía. Compartir la alegría de vivir y seguir soñando con los días por venir.
En un símil bastante cercano, la fiesta brava, la lidia de toros, como la lidia por la vida, tienen tiempos que pueden dividirse en tercios. El primer tercio es para conocer la embestida, el segundo tercio es de castigo y el último tercio es el de la suerte suprema. La vida suele dar también alegrías, castigos y tardes de gloria. Ya el novelista nos decía que más cornadas da el hambre, así como la existencia misma nos deja cicatrices, cornadas de la muerte para conservar la vida. Al llegar al último tercio de las ilusiones, evoco con respeto la memoria de mis amigos que se han ido y estrecho las manos de quienes siguen con alegría y optimismo, las huellas del tiempo, en el otoño.
Luis F. Peraza Lizarraga
Continuará la próxima semana…