Primeras Letras
Manik de los doscientos mil días y sus vientos
Mi bisabuela y mi abuela paterna hablaron maya y español. Ambas tenían la piel blanquísima y el apellido Marrufo y Azcorra acompañaron su historia, seguramente porque en la región donde crecieron en el interior del estado de Yucatán la sangre de españoles como Gonzalo Guerrero (el explorador arcabucero español que después de un naufragio en zona maya decidió hacer su vida como guerrero e iniciar el mestizaje en la península Sur) aún se perpetúa entre las mujeres de origen maya.
Mis abuelas pelearon con la pobreza en una realidad donde, si vivías en la capital de Mérida o Chetumal tenías que hablar maya en voz baja, casi en murmullo, y sólo con gente que te entendía, gente que trabajaba en las capitales para vivir un poco menos peor que en sus comunidades de origen metidas en la selva esmeralda. Recuerdo la cara de sorpresa de algunas jóvenes morenas como yo, pero maya hablantes, que con curiosidad oían hablar a mis abuelas. ‘¿Ustedes nos entienden?’ les preguntaban con sorpresa, porque las mujeres blancas no saben maya (otra forma de prejuicio).
Gracias a la lucha contra el yugo de ser mujeres de un pueblo originario en un nuevo mundo desigual, donde hacían trabajos mal pagados, pero dignos para las mujeres de su época, algo de ellas mi hijo y yo llevamos con nosotros. ¿Cuántas mujeres y hombres llevan en su sangre e historia no contada a una mujer o un hombre de los pueblos originarios? ¿Cuántos mestizos vemos a los otros con ojos de desigualdad y rechazo?…
No sólo un nueve de agosto se debe recordar que debemos sacudirnos los prejuicios, la discriminación y el racismo. Es preguntarnos cómo desvalorizamos a los otros. Es pensar qué decimos a nuestros hijos sobre las diferencias, sobre el color de piel, sobre el origen, la lengua, las oportunidades. Es no regatear con el marchante que te ofrece su verdura a las afueras del gran supermercado. Es no regatear a la artesana que te ofrece un bordado a costa de su vista. Es no quedarte corto de ideas y repetir un argumento que delata tu racismo e ignorancia sobre el profundo tema de la pobreza, diciendo ‘¿para qué tienen hijos?’
Es dignificar ese servicio doméstico y de todo tipo que nos brindan. Desde la Conquista, desde la invasión, desde el holocausto de nuestra historia con los otros venidos del mar, desde siempre el que lleva la de perder es el de piel morena, el de lengua extraña, el que tuvo otros dioses. A él no se le brinda derechos y justicia en la práctica diaria nacional e institucional.
Si el mestizo sufre en un sociedad capitalista que lo desgrana con jornadas laborales excesivas, bajo sueldo y deudas interminables de tarjetas comerciales “para vivir bonito porque es parte de tu vida” y poca justicia, ser indígena en una sociedad racista –como lo es México en cada ciudad, con ciudadanos de doble moral y egoísta– es un yugo con el cual se lucha desde el nacimiento al mismo tiempo que se lucha por la existencia intentando salvar la vida ante las condiciones de pobreza generacionales heredadas al nacer.
Un niño indígena por lo general desde su gestación ya sufre las desventajas de su origen: su madre no tendrá las condiciones para alimentarse y atenderse en los servicios prenatales, no recibirá ácido fólico y hierro; cuando nazca, luchará con el bajo peso y condiciones de carencias, aunados a un probable abandono del padre…
En quinientos años no ha habido diferencias realmente significativas. El egoísmo de los que están menos peor, o mucho mejor, los lleva a abusar de la necesidad del otro, pintándose la cara de catrina, poniéndose ropa típica por unas horas, comprando algo de la imagen de Frida Kahlo y nada más…
Si esas personas quisieran, y las buscaran, encontrarían mucho más acciones –inclusive cotidianas– para contribuir a la igualdad de oportunidades; cambiarían pensamientos y unirían colores. Entonces se interesarían por respetar y conocer el lenguaje extraño; entenderían que son el mundo del otro, y que son nuestro espejo mestizo.
Jacqueline Campos