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Noviembre

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Letras

Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

(Especial para el Diario del Sureste)

Noviembre es el mes de los cielos aristocráticos, levemente azules en las mañanas y empurpurados y aurinos durante los maravillosos crepúsculos vesperales que se despliegan cual suaves melodías del color y en las almas se infiltran despertando ansias de ir en pos de celestes aventuras al través del espacio inconmensurable, de corretear tras esas vagarosas formas quiméricas, porque en realidad sólo existen en nuestro mundo interior.

Vemos bogando lentamente enorme nube nacarina, moteada a trechos de puntos violáceos, y se nos antoja ver en ella una carabela de arcaica forma, que conduce un cargamento de violetas. La nao se aleja, se aleja y en el instante en que se está esfumando, creemos ver que se está hundiendo y que unas manos misteriosas para aligerar su peso lanza en el aire el frágil cargamento de violetas que en su lento descenso se despetalizan.

El desastre de la nave ideal nos torna a la realidad y con el alma henchida de nostalgias nos ponemos a evocar en el santuario del hogar recuerdos de seres y cosas que nos fueron gratos.

Porque en todo hogar honrado, me dice un poeta amigo mío, existe ese santuario en el cual se rinde culto a un tesoro formado por un conjunto de pequeñas, divinas cosas; un relicario que herméticamente conserva desde hace tiempo un bucle cortado en alguna profusa cabellera amada; un manojo de rosas marchitas, resecas, que ya casi se están convirtiendo en polvo, pero que todavía exhalan un suave aroma de jardín autumnal; sobres de papel amarillento enlazados por un listón azul, descolorido, que desatamos para leer a través de los diminutos cristales de las lágrimas; un abanico que semeja un hada desagarrada, cansada de volar y un relojito de oro cuya cuerda detuvimos al marcar con sus manecillas una hora grave de nuestra existencia.

Y dice bien este refinado sentimental, un místico temperamental semejante a Eduardo Rod; en todo hogar honrado existe este santuario en que nos place rendir adoración a estas pequeñas divinas cosas.

Noviembre es el mes de las minuciosas evocaciones, porque registramos hasta el último rincón de nuestro yo subconsciente para poner a flote nuestros recuerdos con una especie de voluptuoso sadismo.

Seguramente porque es el penúltimo mes del año, hacemos este balance sentimental, porque nos imaginamos que ya no tendremos tiempo bastante para poner en orden nuestro mundo interior, porque diciembre en que finaliza el año es un mes de aturdidora alegría, que a todos nos hace la gracia de una pequeña dádiva de felicidad, es un tiempo de loca algarabía en que se mezclan esperanzas e ilusiones cantarinas.

¿Quién puede substraerse al imperio de esta fuerza misteriosa que nos impele a la ensoñación de proyectos de dicha que con fe ciega pensamos realizar en un futuro próximo?

Nadie, por humilde que sea, por mucho que haya sufrido, se resigna a quedar rezagado al margen de este caminito iluminado por las fugaces luciérnagas de la esperanza.

Nos volvemos niños y como ellos esperamos el retorno anual de los reyes magos que han de traernos no juguetes, sino abundantes raciones de felicidad. De felicidad que repartiremos entre estos niños para que puedan esperar, con alma sana, el tiempo que ha de transformarlos en hombres que lucharán ahincadamente con éxito halagüeño, o adverso sino en esa eterna batalla de la vida.

Lord Byron exclamó un día, filosóficamente, al ver jugar a unos pequeñuelos: “¡Lástima que estos niños se convertirán en hombres!” Esta frase del gran romántico inglés es un elocuente comentario en el gran libro de la existencia humana.

 

Diario del Sureste. Mérida, 7 de noviembre de 1934, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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