Letras – Desde Nicaragua
Marvin Calero
—Don Danilo Lazo, ¡cuénteme una buena historia! —le digo al ganadero de 46 años, amigo desde hace más de 10 años—. Estoy escribiendo un libro de cuentos sobre minería.
Don Danilo Lazo sonríe y me dice:
—Mirás aquel palo de coco hacia el este.
—Sí, lo miro —le digo, mientras el viento entra con fuerza a su casa por la puerta de dos hojas. Su casa es una de las más antiguas de La Libertad, hecha con madera de cedro macho y caoba, con altura para dos plantas.
—Un día, hace más de treinta y ocho años, en casa de mi mamá aconteció un hecho sobrenatural. De niño me daba mucho miedo salir al patio de la casa. Para entonces, era muy común las historias de aparecidos, ceguas, micos, y todo lo que narra el folclor nicaragüense.
Vivíamos en el mismo sitio que en la actualidad, a dos cuadras y medias del CDI.
Entre los lugareños, siempre hemos tenido dos creencias: la primera, que bajo el pueblo pasa la veta de oro más grande y jamás vista, incluso no se iguala a las vetas de los tiempos de míster Spencer y Míster Clayton en la mina de La Esmeralda y mina Los Ángeles.
La segunda es contada entre los señores de edad avanzada, ha pasado de generación en generación desde los inicios de la minería. Antes del traslado del pueblo desde sus orígenes al sitio actual, más de 150 años de tradición minera preceden estas creencias.
Cuentan los ancianos del pueblo que las vetas son cuidadas por espíritus buenos y malos. Algunos creen que esas ánimas son almas en pena de los primeros habitantes de la región, antes de la colonización de los españoles; otros simplemente creen que son señales divinas que indican la fortuna para algún desventurado.
La noche que sentí ganas de ir al escusado ubicado en el fondo del patio con más de setenta varas, había una luna en cuarto menguante.
Ante la oscuridad y la niebla, me llené de miedo. Solicité entonces a mi hermano mayor que me acompañara porque me daban pánico los fantasmas de las leyendas que mi papá nos contaba todas las noches antes de dormir.
—Dale, hombre, acompáñame —le dije a mi hermano Luis, que estaba sentado en un butaco puesto a la mesa de la cocina.
—¿De qué te da miedo, Danilo?
—Vamos, Luis, no seas así.
—Te acompaño con una condición.
—¿Cuál?
—Que mañana nos vayamos al salto después de chiquerear.
—Dale pues.
Salimos al patio sin ninguna novedad. El frío era común en esos tiempos en que aún los cerros a los alrededores tenían vegetación virgen, mucho antes de los tiempos de la minería a cielo abierto. Entré a la caseta de la letrina y Luis se quedó afuera, tirando piedras.
De repente, miré un resplandor por las rendijas de la puerta, seguido de los gritos de terror de mi hermano.
—¡Dios Santo, rey de los ejércitos! Señor Todopoderoso, ¡bendito seas!
—¿Qué te pasa, Luis? —le dije, mientras me sacaba la faja.
—¡Un milagro, Danilo, un milagro!
—Las tres divinas personas, mamá, mamá —grité, mientras miraba el espectáculo: un árbol de mango indio que había milagrosamente tomado fuego. En medio de la oscuridad, todo el árbol era cubierto de llamas y brasas; sus ramas, sus hojas, parecían un árbol de Navidad.
Al instante, salió una de mis hermanas.
—¿Qué les pasa? —nos dijo, mientras se persignaba y seguidamente se arrodillaba y bendecía a Dios.
Cuando nuestros padres salieron al patio, el árbol de mango se apagaba lentamente hasta quedar en normalidad. Todos, con miedo, nos acercamos al árbol, buscando carbón entre sus ramas: no encontramos nada, ni rastro de humo.
Don Danilo se vuelve a sentar, en una silla de la sala, con un poco de escepticismo sobre sus recuerdos de niño de ocho años.
—¿Qué cree que pasó? —le pregunto.
—No lo sé.
—¿Exploraron alguna vez en el sitio del árbol? —le pregunto con mucha curiosidad.
—No, mi papá dijo que era una señal del diablo.
—Y usted, ¿qué cree que fue?
—Hasta el día de hoy no he vuelto a hablar de ese acontecimiento.
—Y sus hermanos, ¿qué piensan?
—Mi hermana años después se hizo monja; vive en un convento en España.
—¿Y su hermano?
—Mi hermano vive en San Pedro. Es un hombre muy justo y próspero en sus negocios.
—¿Y usted?
—Yo hace 26 años salí del Seminario Menor de San Martín, en Juigalpa, pero siempre he pensado que la veta de la que se ha hablado en las leyendas tiene su máxima cantidad de oro ahí, cerca de ese palo de coco donde un día hace mucho tiempo estuvo un palo de mango que ardió como una señal milagrosa de Dios.
El viento continúa soplando un poco más fuerte, sacudiendo al árbol de coco. En la calle, unos niños pasan empujando una bicicleta vieja.
Y las nubes oscuras anuncian lluvia…