Rocío Prieto Valdivia
Soledad era una invitada más a esa pequeña sala estilo modernista, construida con tres pailas; con acolchonados cojines, a los lados las rústicas mesitas pintadas color caoba, y sobre ellas un par de libros; el techado con aislante en color reflejante estilo americano para no perder el estilo estadounidense al cual Ramón estaba ya acostumbrado al tener que partir de la ciudad que lo había visto hacerse un hombre de familia.
Durante su estancia en los Estados Unidos solía extrañar aquellos paseos en compañía de sus hijos y la esposa que, tras años de matrimonio fallido, un día salió y cumplió el sueño de toda princesa: mirarse en los ojos de un intento de cuento.
Esa absurda guerra del matriarcado vs. patriarcado había triunfado en ellos. Al principio todo era un caos, las constantes peleas y el desdén de él acabó con la relación, según contaba ella. La realidad era otra. Con el tiempo, Ramón le dio por su lado y se concretaba a trabajar arduamente. Poco a poco, sin darse cuenta, perdió la batalla.
Un día por fin se encontró con su realidad. Los alteros de libros que tuvo que sacar tras un divorcio y la crisis recesiva en Laredo, Texas. Además, había perdido la oportunidad de ser feliz de nuevo.
Aún recordada a Rebeca y la vez que ella, sentada en la salita, lo veía a los ojos y le dirigía palabras tan tiernas.
—Enséñame a escribir como tú.
—Tendrías que leer muchos libros, sobre todo a Cortázar—. Le dijo en tono de burla, pues temía enamorarse de ella—. Y a Benedetti. Te falta leerlos para escribir como lo hago.
Rebeca no quería iniciar una guerra y sin pensarlo lo había hecho al mencionar que Benedetti era una porquería. El ego de Ramón estaba herido. Tomaron café, conversaron y fue todo: el amor de ella se había ido por el caño por culpa de dos hombres.
Quizás le era necesario encontrarse consigo mismo. No le quedó más que pasar los días entre el televisor, la pequeña cocineta con muebles empotrados, y las tazas de café que rara vez lavaba, el azúcar desparramada.
El refrigerador lleno de latas de cerveza y restos de pizza eran la clara señal que la soledad lo tenia apresado. Rara vez salía, y ni pensar que alguna mujer entrara por la puerta. No quería pasar por otra situación bochornosa como con Rebeca. Se concretaba a cerrar los ojos para recordar aquellos color ámbar, los labios rojo borgoña aprisionando los suyos.
Mientras, la vida seguía. A su vez, ella decía a sus amigas que Ramón quiso cerrar su corazón y se armó con una coraza, como si fuera a la guerra, pero sin haber alguna esperanza en regresar. Y aunque sabía que era mejor escritora que él, intentó ser su Penélope.
Los meses pasaron. Cuando terminó de acomodar todos los libros, se sentó a contemplar el cadáver de la tristeza. No supo cómo fue que inició una conversación con una desconocida, que no era otra que la perpicaz chica de labios color borgoña y ojos ambarados.
Ambos empezaron un viaje: ella empecinada en no dejarse vencer por el patriarcado, él en busca de su Penélope. Por la tarde él era Otelo y su acompañante Isolda, mas su Isolda tenía que bajar en la próxima parada.
Otra vez se internó en los recovecos del enjambre de palabras. Se preguntó si acaso había de encontrar a su Penélope, y si volvería a navegar por cada historia.
Ella lo recibe cada tarde hasta llegar a Ítaca, pero se da cuenta que no es Penélope y se niega a seguirlo. Salta de historia hasta llegar a la primera mujer, Eva, mas él no es Adán. Guarda su manzana y lo hace abrazar su soledad.
Mientras, él niega que es un patriarca en toda la extensión de la palabra. Ella, atrás del computador, es toda una matriarca. Por hoy, ella ha triunfado.
Mientras, en la pequeña sala, una gata gorda salta hacia la barra y en la cocina el azúcar se desparrama de nuevo.