Letras
III
NADA ES PARA SIEMPRE
Había amanecido lloviendo la mañana del 18 de junio de 1977.
Las campanas del templo explotaron, anunciando la última oportunidad de llegar a misa de seis. Los nueve feligreses, en su totalidad mujeres, se acomodaron como plantas esparcidas en el desierto: cada una por su lado. Dispuesto, y al centro del altar, el monaguillo aguardaba la llegada del padre Rafael quien, al entrar a la nave principal, se detenía siempre a saludar a las dos o tres mujeres que le quedaban al paso.
Ataviado con la tradicional indumentaria sacerdotal, impecablemente aseado y con un fuerte aroma a jabón de lavanda, se acomodó la estola, afinó con fuerza su garganta y habló:
–Celebremos la presencia de Dios nuestro Señor.
Apenas había comenzado la homilía y doña Eduviges ya cabeceaba en la última hilera de bancas. Otras más bostezaban repetidamente sin poderlo evitar.
El rostro blanquísimo del padre parecía iluminado por una luz invisible, en sus ojos estaba el fuego de la pasión que hay en los hombres de Dios, cada movimiento de sus manos parecía estar calculado con perfecta precisión. Cuando notó el adormilamiento de una de las mujeres, levantó la voz aún más para hacer sentir que Dios estaba presente….
–¡¡¡Hijas mías!!! El enemigo no descansa, pero a nosotros se nos ha otorgado el distinguido honor de pelear la batalla por la santidad, y esta batalla…
La atmósfera densa parecía hundir a las oyentes en un inmenso pantano, y todas parecían luchar por no sucumbir. Esa mañana había en el aire un intenso olor a azufre nunca antes experimentado y, como un acto coreográfico, todas comenzaron a agitar sus manos para espantar aquello que parecía moverse de manera invisible.
Algo extraño estaba a punto de ocurrir, como si la mortandad se moviera en los aires preparando su destrucción. Pero entonces, de manera incomprensible, el padre comenzó a repetir las mismas palabras una y otra vez, tal y como pasaba cuando los discos de acetato se rayaban:
–Es palabra del Señor… Es palabra del Señor… Es palabra del Señor…
Una de las mujeres se levantó y sacudió al monaguillo que, con cara de espanto y aliento alcohólico, salió de su sopor nocturno. Cuando notó a la mujer, le hizo un ademán de indecisión para luego levantarse de su pequeña silla. La mujer se acercó al padre nuevamente y tiró ligeramente de la sotana. El padre paró de hablar inmediatamente. Aquel sería el inicio de un peregrinaje distinto, uno marcado por el silencio. Parecía que el mismo silencio que su madre había guardado al morir, ahora se repetía en su interior, transformándose en una llaga incurable.
Pero, como siempre ocurre, algunas de las dolencias o enfermedades son tan sólo la punta del iceberg; tras los primeros exámenes, se fue teniendo una mayor certeza de que su mente se estaba quedando vacía. O lo que los médicos llamarían tiempo después «Alzheimer», a pesar de que precisamente en ese año de 1977 se aceptaría por primera vez el uso del término médico «Alzheimer».
A sus 64 años, el padre gozaba de una entereza extraordinaria. Sin embargo, ahora, sin saber quién era, ni lo que hacía ahí, las cosas se tornaban demasiado complicadas, aunadas al hecho fehaciente de que tampoco reconocía a nadie. Rodeado de un mundo de extraños donde el primero de la fila era él mismo, se mostraba desconcertado en medio de su propio silencio.
Pasaba largas horas frente a esa imagen del Cristo en la cruz. Al parecer, elevaba plegarias sin hablar, pero su cuerpo se estremecía con estertores que parecían tener la fuerza para derribar todo lo que en él quedaba sano. En esos momentos de profunda comunión con su Padre, la atmósfera del lugar cambiaba; el aire parecía estar electrificado, y regularmente un aroma a flores se movía por el lugar.
Sólo la imagen del Cristo crucificado parecía estar intacta en la memoria del sacerdote aunque, para decirlo de una mejor manera, todo parecía ser reconstruido en su memoria cada día, y ese todo incluía los aspectos de su propia fe: bastión y baluarte de toda su existencia. Era un acto casi imposible de reconciliar: un pasado que había sido borrado en su totalidad, y un comportamiento presente ante el Cristo sufriente que al parecer estaba intacto, producto de una raíz profunda llamada fe.
Jorge Pacheco Zavala
Continuará la próxima semana…