José Juan Cervera
Un poeta menor invocó a la musa; ella atendió su llamado y, en divina condescendencia, lo remitió al país de los pequeños anhelos.
La poesía ejerce el don de la invisibilidad ante el iluso que falsifica sus cantos.
Si insistes en buscarla, el susurro de sus dones se hundirá en la penumbra.
Quien pulsa en su lira la diáfana cuerda del sentimiento desata apenas la primera nota para atraer los favores de la diosa.
Los más desprevenidos ansían coronas de laurel como sello de tus visitas, fuente de goce y de lucimiento. Pocos buscan la sombra bienhechora que apareja el vigor y la firmeza.
Tu dicha, la sonrisa amada y sus contornos dibujan la vastedad del cielo sobre el valle iluminado.
Su presencia radiante brota con la flor al amparo del rocío, bajo el ritmo pausado de palabras serenas, uncidas a la integridad de un tenue hálito del universo.
Tu fuerza mítica y tus vestiduras clásicas seducen el alma y cautivan la voluntad. ¿Quién preside, en cambio, tu desamparo?
El venero más fecundo preserva la armonía del entorno que lo nutre.
Con potencia implacable, la mancha indeleble vence la angustia de la página en blanco.